Cuando uno busca el significado del término huaca o guaca en el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), se percata de que proviene del vocablo waca, que en quechua significa «Dios de la casa». Asimismo, percibe que en varias partes del continente describe el sepulcro o entierro de los antiguos indígenas, a cuyo cadáver se sumaban algunas de sus pertenencias, como alhajas, vasijas, lanzas, flechas, semillas, etc. De ahí, surge el calificativo de huaquero para el que profana esas tumbas con el fin de extraer esos valiosos objetos y comercializarlos.

No obstante, con el correr del tiempo, el término se ha ampliado mucho. Por ejemplo, ya en 1919 en su Diccionario de costarriqueñismos, el célebre lingüista Carlos Gagini agregaba que «en Cuba y Costa Rica tiene además la acepción de hoyo o escondrijo donde se depositan frutas verdes para que se maduren». En el DRAE hay nueve acepciones, aunque bastante coincidentes en cuanto a que se trata, ya sea de un conjunto de objetos valiosos escondidos, o del sitio específico donde están ocultos dichos objetos. Al respecto, recuerdo que, en mis días de infancia y adolescencia, los cuales trascurrieron mayormente en Sabana Sur, donde abundaban los cafetales, cada cierto tiempo algún amigo de mayor edad invitaba a comer bananos que habían sido robados y escondidos —mientras el racimo maduraba— en un hueco tapado con hojas de plátano, en algún escondrijo del cafetal.

Así que, por analogía, cabe asegurar que existen las huacas de fotografías, pero esas están en lugares impensados.

Debo relatar que siempre he sido un apasionado de las imágenes y, en particular, de las fotografías. Y, como a los biólogos nos son imprescindibles en nuestras labores de campo, recuerdo que, en 1975, con mis primeros salarios como profesor en la Universidad Nacional pude adquirir una cámara profesional, una Asahi Pentax Spotmatic; me la trajo de Panamá el recordado amigo y colega Misael Quesada Alpízar, profesor de genética en la Universidad de Costa Rica (UCR). Esa excelente cámara me acompañó por casi 40 años en mis labores profesionales, hasta que, hace pocos años, una infausta madrugada, me la robaron de mi casa. Hoy atesoro unas 6,000 diapositivas —muchas ya convertidas en fotografías digitales—, brotadas de esa leal compañera en mis viajes de trabajo por numerosos países. Triste e irónicamente, no conservo ninguna foto de ella.

Ahora bien, en los últimos 15 años, en que he dedicado amplios esfuerzos a la investigación de aspectos históricos de Costa Rica y, especialmente, de aquellos relacionados con nuestras ciencias naturales, he ido haciendo un acopio de imágenes antiguas, sobre todo para ilustrar los libros que he publicado. Al respecto, revistas como Pandemónium y Páginas Ilustradas son muy valiosas fuentes de fotografías, muchas de las cuales he podido reproducir. Además, tengo conmigo unos diez excelentes álbumes que compilan fotos brotadas del lente de los extranjeros Henry G. Morgan, Harrison Nathaniel Rudd y los hermanos Paynter, al igual que de los costarricenses Fernando Zamora Salinas y Manuel Gómez Miralles. Pero hay muchas más, dispersas, no solo de ellos, sino también de J. Hobart, William C. Buchanan, Thomas C. Rhodes, Lorenzo Fortino, Edward J. Hoey, Otto Siemon, Vicente Lachner Brant, Francisco Valiente, y quizás de algunos más.

Sin embargo, obviamente, ahí no están todas las que uno quisiera o necesita. Al respecto, he tenido la fortuna de hallar material muy útil, desconocido e inédito, en museos y bibliotecas de Europa y EE. UU. Asimismo, cuando necesito alguna fotografía específica y de difícil consecución, envío una carta a la sección «Cartas a La Columna», del diario La Nación, que es un método casi infalible, pues los archivos familiares son la principal fuente de fotos de personas, cuando los descendientes se han esmerado en preservarlas.

También, con frecuencia recurro a amigos o colegas que suelen coleccionar ciertos tipos de fotos. Este fue el caso que me ocurrió a raíz de la búsqueda de una foto antigua de la iglesia de Zarcero. En efecto, gracias al amigo Fernando González Vásquez, antropólogo ramonense, pude enterarme de la existencia de esa y muchas fotos más, todas inéditas, tomadas por el ingeniero David Tucker Brown durante la construcción de la Carretera Interamericana. Él las dejó en manos de su colega y compatriota John K. Flick y, al morir este, fueron salvadas de su destrucción por el ingeniero Tomás Zeledón Pérez, quien muchos años después las donó a Claudio Barrantes Cartín. ¡Una auténtica huaca de fotos, de inestimable valor!

Sin embargo, por fortuna, ya no lo será más, pues hoy forman parte del libro Costa Rica, Nicaragua y Panamá, 1930-1932: Álbum fotográfico de D. Tucker Brown, preparado por la Dra. María Eugenia Bozzoli Vargas y Fernando, y pronto a publicarse por la Editorial Universidad Estatal a Distancia (EUNED). De hecho, invitado como comentarista en noviembre de 2020 a la presentación anticipada de dicho libro en las Jornadas de Investigación y Acción Social del Centro de Investigaciones Antropológicas, de la UCR, comenté acerca de otra huaca de fotos. Y, por su importancia, es a ese invaluable acervo fotográfico al que deseo referirme en este artículo.

En efecto, el Dr. Miguel Ángel Quesada Pacheco, connotado lingüista, Premio Nacional de Cultura Magón 2014, y profesor en la Universidad de Bergen, Noruega, como parte de sus investigaciones, tenía interés en estudiar los aportes del etnógrafo Walter Lehmann, quien a inicios del siglo XX (1907-1908) visitó Costa Rica y Nicaragua. Para ello, Miguel Ángel viajó al Instituto Iberoamericano, en Berlín, donde se conserva el inmenso legado de Lehmann, y pudo consultar su bitácora o diario de viaje. Al leer dicho documento, hoy reproducido en su libro Entre silladas y rejoyas; viajeros por Costa Rica de 1850 a 1950, publicado en 2001 por la Editorial Tecnológica, Miguel Ángel encontró reiteradas menciones de fotografías.

Por ejemplo, el sábado 21 de diciembre de 1907, Lehmann consignaba: «fotografié a José María y a otros chirripós de Platanillo frente al comisariato», para después anotar que «por la tarde intento revelar la fotografía de José María». Asimismo, el miércoles 8 de enero de 1908, «fotografié a Juan en camisa» y, al día siguiente, «arreglé la cámara fotográfica y empaqué». En días sucesivos, aparecen expresiones como «fotografié», «por la noche revelado de las fotos», «temprano en el cafetal dos fotografías de Damasio López y Genaro Moya», «dos tomas fotográficas del paisaje desde la colina», «temprano fotografías del comisariato», «por la noche revelé placas. Ordené la colección», «temprano con la cámara fotográfica al rancho indígena. Fotografías hasta de los hombres, quienes no se quieren quitar los sombreros de fieltro» y «mi equipaje está hecho, la cámara fotográfica y la prensa de plantas se enviaron la víspera en carretas».

Por tanto, como es lógico suponerlo, Miguel Ángel solicitó ver esas imágenes. En su libro, él relata así este episodio:

Pese a sus numerosas publicaciones, de las que se cuentan 122, este infatigable investigador ha dejado una enorme cantidad de material que ni siquiera ha sido catalogado en la Biblioteca Iberoamericana, de donde he extraído y traducido una pequeña parte, gracias a la colaboración del personal y al permiso correspondiente para su publicación. Tal es la cantidad de material desconocido que Lehmann recopiló, que ni siquiera se tenía conocimiento de que el antropólogo alemán hubiera sacado y reproducido fotografías, algunas de las cuales ilustran el presente libro; mediante la lectura de su Tagebuch (Diario) pude darme cuenta de ello, e inmediatamente me puse en contacto con el personal para averiguar su paradero.

Sin embargo, le dijeron que no existían.

Como buen investigador, de los que no se doblegan ante el primer obstáculo, sino que, con gran tenacidad, empeño y hasta obstinación procuran alcanzar sus objetivos, Miguel Ángel insistió, seguro de que esas fotos estaban en algún rincón de ese edificio.

Aunque no lo narra en su libro, me lo contó la vez que nos conocimos, cuando en uno de sus viajes a Costa Rica nos reunimos gracias a su hermana Leda, viuda de mi recordado y entrañable amigo de juventud, el agrónomo Felipe Perlaza Rojas. Yo recordaba los aspectos esenciales, mas no los detalles, por lo que hace poco le pedí que me los recordara, para elaborar este artículo.

Su respuesta fue la siguiente:

En efecto, insistí porque, según Peter Masson, quien era el encargado de velar por el legado de Lehmann, no había sino algunas litografías, en las cuales se había basado Doris Stone para la reconstrucción de lo que había visto Lehmann. Yo le indiqué que Lehmann, en su diario, decía que se ponía a revelar fotos durante las noches, y él me dijo: «Para que usted se convenza, lo voy a llevar donde está el legado de Lehmann», y me bajó por un ascensor. Me acuerdo de que era un perfecto laberinto, al punto de que había flechas amarillas en el piso para indicar salida y entrada. Y al final, en no sé qué parte de ese laberinto, me mostró un pequeño cuarto donde estaba todo lo que no había sido clasificado; nada más ver, y jalé unos álbumes grandes y gordos, y allí estaban las fotos de que hablaba Lehmann. Eran, creo, dos álbumes, uno para Costa Rica y otro para Nicaragua; no recuerdo haber visto para los demás países del área. En todo caso, Masson se quedó tan sorprendido, que me dio permiso de reproducir las fotos que quisiera, sin costo alguno, y hasta me ofreció una estadía o pasantía de tres meses para ayudar a organizar el legado de Lehmann, oferta que lamentablemente no pude aceptar.

Como era de esperar, tras descubrir esa portentosa huaca pictórica, Miguel Ángel incluyó muchas de esas 49 fotografías en su libro, por su gran valor etnográfico. Si no hubiera sido por él, es posible que hoy aún estuviesen soterradas, literalmente, en ese sótano.

Por fortuna, y gracias a él, esas valiosas imágenes vieron la luz, además de que es pertinente destacar que, según me lo contó Miguel Ángel, en octubre de 2019 tuvo la oportunidad de participar en un coloquio sobre Walter Lehmann, en el cual un colega alemán se refirió a dichas fotos, a la vez que anunció la excelente noticia de que ya están digitalizadas y a disposición del público.

Para concluir, y como corolario de esta historia, hay que seguir buscando, siempre que uno tenga claro lo que quiere. Porque lo cierto es que huacas de fotos como las ejemplificadas con los casos de Tucker Brown y Lehmann, siempre ha habido y quizás siempre las habrá. Se trata de ser persistente y acucioso, para saber olfatear dónde podrían estar.

Y… ¡quién sabe cuántas gratificantes sorpresas más nos deparará el futuro!