He vivido tanto que un día
tendrán que olvidarme por fuerza,
borrándome de la pizarra:
mi corazón fue interminable.

(P. Neruda)

Este 2021, en que numerólogos, tarotistas y adivinadores juegan a desentrañar el secreto de nuestras cifras convencionales, tenemos a la vista dos aniversarios señeros. En orden cronológico, le corresponde celebrar noventa años a la Sociedad de Escritores de Chile, fundada el 6 de noviembre de 1931, por cuarenta y dos representantes del oficio, que eligieron presidente a Domingo Melfi; mientras que, en octubre de 1971, nos separa medio siglo del otorgamiento del premio Nobel de literatura a Pablo Neruda, el poeta galardonado con la máxima distinción de las letras universales, veintiséis años después que Gabriela Mistral lo obtuviera, en 1945, de manera sorpresiva en Chile, pues el patrocinio de su candidatura a la Academia Sueca corrió por cuenta de Ecuador.

Pablo Neruda fue elegido presidente de la SECH en 1958, por el habitual período de dos años de mandato. Ya era un poeta laureado, de fama y reconocimiento internacionales. Sin embargo, aceptó el cargo gremial y participó activamente en las actividades de la institución, al igual que otros ilustres creadores como Marta Brunet, Francisco Coloane, Augusto d'Halmar, José Santos González Vera, y Nicanor Parra.

La Sociedad de Escritores de Chile, nuestra querida Casa del Escritor, debió bregar durante treinta años para contar con la anhelada sede propia. Por razones de sobra conocidas, era impensable que sus asociados pudiesen reunir los fondos necesarios para adquirir un inmueble. Así, desde 1931 hasta finales de 1961, los socios se reunían, de manera alternativa, en dependencias de la Inspección del Trabajo, de la Universidad de Chile o en sitios provisorios de arrendamiento barato; incluso en una oficina del diario El Mercurio.

El 9 de diciembre de 1961, fue inaugurada oficialmente la sede de Simpson 7, imponente casona adquirida merced a las gestiones encabezadas por la escritora Esther Matte Alessandri, sobrina del entonces presidente de la República, el conservador Jorge Alessandri Rodríguez, y el presidente de la SECH, Rubén Azócar, notable narrador (Gente en la Isla). A seis décadas de esa feliz gestión, caben algunas reflexiones en la perspectiva del tiempo transcurrido.

Esther Matte Alessandri, hija de uno de los patriarcas de la plutocracia chilena, fue una mujer de ideas avanzadas para su tiempo, luchadora por los derechos de la mujer, sobre todo en el ámbito de las artes. Puso todo su empeño en convencer a su tío mandatario de la nación, para que procurase una sede digna a los escritores de Chile. Jorge Alessandri —lo hemos dicho ya y lo repetimos con certeza— fue uno de los últimos miembros de la derecha culta y civilizada de esta estrecha y alargada nación. A partir del luctuoso golpe militar del 11 de septiembre de 1973, los reaccionarios chilenos consolidaron su férrea unión con la casta militar emergente, para forjar uno de los modelos más brutales del capitalismo salvaje. Por supuesto, uno de los ámbitos más afectados fue el de las artes. Como atroz preludio, el 23 de septiembre, a doce días de la asonada, muere Pablo Neruda en la Clínica Santa María, víctima de un cáncer, agravado por la tragedia cívica y por la intervención aleve de los médicos que le trataron, cómplices del nuevo régimen espurio.

En los años de esa «larga noche de piedra» que fuera la época de la dictadura militar-empresarial, la Casa del Escritor permaneció como espacio democrático abierto, acogiendo en su sede a la Agrupación de Pintores y Escultores de Chile, llevando a cabo acciones culturales de difusión, como «Memoria de los Ausentes», una muestra montada en 1981, en homenaje a los escritores exiliados, entre otros, Efraín Barquero, Armando Cassígoli, Poli Délano, Salvattori Coppola, Héctor Pinochet Ciudad, y realizó numerosas actividades culturales en favor de la democracia. Durante quince años, presidió la SECH Luis Sánchez Latorre, maestro de la prosa y del periodismo inteligente, quien supo mantener un ambiente de confraternidad solidaria, cosa nada fácil en un gremio de egos superlativos, menos aún en aquella circunstancia enrarecida.

Sucedieron a Filebo en la presidencia, ya en los albores de la defenestración del sátrapa Augusto Pinochet, Martín Cerda, Edmundo Moure, Emilio Oviedo, Poli Délano y Ramón Díaz Eterovic: «Para este último es Cerda quien mejor ejemplifica esos momentos, pues ‘asumió la presidencia de la SECH en un período particularmente difícil, imprimiéndole un sello de amplitud y diálogo cuando todo a nuestro alrededor estaba signado por la oscuridad y el desencanto. Su labor como presidente de la SECH fue un grito rebeldía, necesario y oportuno en años en que era preciso defender la palabra y la dignidad del escritor’».1

Nuestra Casa nunca fue allanada, aunque recibíamos la visita de dos o tres «sapos» mal camuflados, cuando convocábamos a presentaciones de libros o actos de cierta masividad (entre sesenta y ochenta asistentes).

Entonces, Filebo (Luis Sánchez Latorre), con fina ironía y agudo sarcasmo, se dirigía a los presentes: «Señoras y señores, compañeras y compañeros, amigas y amigos, miembros de los organismos de seguridad que nos acompañan, sean todos bienvenidos».

Se producía un extraño revuelo en el salón de actos. Entre las risas, más o menos contenidas, podíamos apreciar la incomodidad de dos o tres fulanos, de pelo corto, lentes de sol en la noche bohemia y abultadas chaquetas de cuero, aunque fuese verano tórrido. De uno en uno se retiraban, haciendo mutis por el foro.

Pero, más allá de la anécdota, debemos decir que muchos escritores chilenos sufrieron dura y brutal represión en ese periodo. Hubo detenidos desaparecidos; compañeros torturados; varios encarcelados en campos de concentración, como Hernán Valdés, quien escribiera la novela Tejas Verdes, diario de un campo de concentración en Chile; como Aristóteles España, el joven poeta, recluido en Isla Dawson a los 16 años; numerosos desterrados y también quienes vivieron en un exilio interno.2

Esto determinó que la SECH se presentara, en 1978, como parte acusadora en la causa generada por la denuncia presentada por el fiscal Miguel Miravet Hombrados contra los generales Augusto Pinochet, Gustavo Leigh, Rodolfo Stange, Fernando Matthei y otros militares «por los presuntos delitos de detención ilegal, secuestro, torturas, asesinato, terrorismo y genocidio, como entidad afectada por la detención ilegal, exilio, secuestro, desaparición, torturas y asesinato de importante número de poetas, narradores, ensayistas y dramaturgos». La SECH adjuntó en aquella ocasión el listado tanto de los escritores asesinados como de los encarcelados y los obligados a exiliarse, más de un centenar, en total.3

Tal atrevimiento nos acarreó graves consecuencias, pues la dictadura iba a negarnos la sal y el agua, es decir, suspendió el aporte subsidiario mensual que recibíamos del Estado chileno, establecido por ley como beneficio adicional de la adquisición de nuestra sede. Durante trece años tuvimos que echar mano de los más impensados recursos, dentro de un gremio, de una categoría, de un oficio de menesterosos alcances. Así, llegábamos a nuestra Casa, después de la hora vespertina, y la encontrábamos sumida en la penumbra. Las velas reemplazaban, con escaso acierto, el invento de Edison. No había teléfono disponible y, a menudo el agua boqueaba en las llaves exangües.

Pero seguíamos reuniéndonos, bebíamos vinos baratos o ponches de ocasión, reiniciábamos la tertulia al modo de Unamuno: «¿En qué habíamos quedado ayer?».

El espíritu de Neruda continuaba vivo en el Refugio López Velarde, la antigua cochera que el vate universal transformó, con el patrocinio de la Embajada de México, en lugar de cálido encuentro y sitio de permanente conversatorio. Después de todo, quizá sea cierto: los poetas no mueren, porque los sostiene la perenne palabra creadora.

Así reflexionábamos, en el portal de este enigmático 2021, cuando recibimos, desde Galicia, la extraordinaria noticia de la traducción del más famoso poemario de amor de Pablo Neruda a la lengua de Rosalía; con auténtico júbilo, al apreciar el fino trabajo de María Rey Rey y Amancio Liñares Giraut, que han dado cima a una original versión de Veinte Poemas de Amor y una Canción Desesperada, incorporando los valores prosódicos y musicales del gallego, sin menoscabar forma ni contenido; por el contrario, ampliando sus alcances líricos y estéticos.

Al leer esta notable interpretación, en la lengua emigrante y peregrina de Galicia, el enamorado niño del Sur nos diría, con sus propias palabras sobre el amor:

Amo tus pies porque anduvieron sobre la tierra y sobre el viento y sobre el agua, hasta que me encontraron.

Notas

1 Artículo aparecido originalmente en la revista Piel de Leopardo, reproducido por el portal Sur y Sur, 18 de mayo, 2006.
2 Información extraída de Anaquel Austral, 14 de abril, 2018, y Wikipedia.
3 Ibidem, párrafo literal.