El peligro del amor romántico reside no en la burbuja que crea, sino —si se le ve desde otro ángulo— en la realidad de la que puede privar a quien se enamora.

Durante los últimos años, desde el inicio del movimiento #MeToo ha habido diversas polémicas y muchas mujeres han decidido levantar la voz frente a los abusos que sufrieron de parte de hombres en el ámbito laboral, artístico o personal. Sin embargo, ¿qué pasa cuando una víctima se niega a alzar la voz? ¿Se le toma como alguien que se ha alienado a un abusador? ¿Se puede juzgar que alguien decida no tomar acción sobre un abuso que ha sufrido? ¿O, incluso, aceptar que se niegue a aceptar que lo sufrió? A eso se enfrenta Vanessa Wye, la protagonista de Mi sombría Vanessa (Harper Collins), escrita por Kate Elizabeth Russell.

Vanessa es muy joven cuando ingresa al internado donde conoce a Jacob Strane, su atractivo profesor de literatura que reconoce en ella algo que nadie ha visto: que es talentosa, que es especial, que tiene algo que el resto de las chicas no. ¿Pero son todas estas palabras apropiadas para un profesor que, un día, decide tocarla de la manera en que ningún hombre se había atrevido jamás? La respuesta es clara: no.

El mundo literario tiende mucho a romantizar las relaciones tóxicas. El chico malo que se enamora de la buena y que algún día cambiará por ella —o no—, el profesor incomprendido que no tiene la culpa de haber encontrado al amor de su vida en su tierna estudiante —o sí. Pero este no es un libro de amor, y se agradece, esta es la historia de una chica que tiene que ver su romance como un amor idílico de manera que no le genere un trauma que no le permita seguir con su vida.

La historia se cuenta en dos temporalidades que paralelamente trazan a una chica tímida que se siente sola en el mundo; es incomprendida y en ambas etapas recurre a quien por primera y tal vez única vez en su vida le ha hecho creer que vale algo. Se convence de que el amor que ha crecido entre ellos es algo real que se trabajó con el tiempo, donde él fue respetuoso y nunca la obligó a nada. No salen en ningún momento a relucir en su cabeza preguntas como si era adecuado, si estaba bien, si ella realmente estaba decidiendo.

La narración es simple y ahí reside lo escalofriante. Cuenta cómo Strane le regala a Vanessa una pijama estampada como si fuese una niña pequeña; ella narra cómo él le pide que lo llame daddy en una llamada con un tono sexual; como lector se siente una inexplicable impotencia. Dan ganas de gritarle a Vanessa que eso está mal, que no debe permitirlo, pero ahí hay un punto que resulta clave: ¿es oportuno obligar a una víctima a reconocer que ha sido victimizada si eso le causará un daño futuro cuando no puede cambiar el pasado?

Es difícil plantear una respuesta correcta. Se puede mirar desde distintas perspectivas y a lo largo del libro lo vemos: Vanessa se ve hostigada por otras chicas que fueron abusadas por Strane y ella no puede cargar con la idea de que él haya podido tener algo tan especial como lo que tuvieron con alguien más. Desde lo que sucede queda tan marcada que su mundo gira en torno a ese pasado, le cuesta superarlo, le cuesta sentir que se terminó porque de alguna forma no pude desprenderse de esa adolescente que se entregó a un primer amor que ahora todos llaman abuso.

El lector puede mirar ambas perspectivas, la de la mujer que ha roto su vida a través de un trauma y el de una chica que cree estarse enamorando de un ser asombroso, descubriéndose a sí misma y yendo un paso adelante que el resto.

Se podrán montar hipótesis ahí donde uno lo mire, pero tal vez lo que deberíamos revisar es por qué estos libros siguen siendo necesarios en una época donde llamar Lolitas a las chicas sigue resultando una terminología aceptada por muchos, como si fuese una etiqueta social que se pudiera poner a un producto a punto de ser exportado.

El lenguaje nos marca, así que lo que inventamos con él de alguna forma está destinado a materializarse. Ojalá libros como este nos obliguen a que no se materialice a ni una Lolita más.