Ocurrió en el metro del área metropolitana de Rotterdam, en la estación De Akkers, destino final de las líneas C y D. La estación se encuentra en Spijkenisse, una ciudad pequeña y tranquila de la que no se escuchan demasiadas cosas. Es un diseño de concreto, cristal y alucobond con el mismo encanto gris de cualquier otra estación de su clase. Comparada con la arquitectura más moderna de la zona, como el Teatro de Soep por UNStudio, o con la Book Mountain de MVRDV, la estación De Akkers llama la atención por su falta de gracia.

Aunque es ahí donde bajan los últimos pasajeros de las líneas mencionadas, el recorrido continúa para los conductores. Aún deben cruzar el casi medio kilómetro que abarca el apartadero donde los trenes concluyen cada jornada; es una extensión que, hacia la mitad de su trayecto, se levanta poco más de nueve metros sobre un canal y da la cara a un parque de la zona residencial de junto. Pasó así que, el 2 de noviembre de 2020, una falla en el sistema eléctrico causó el descontrol del último tren de la media noche. Fue imposible desacelerar, mucho menos ponerle alto; luego de que impactará contra el búfer de seguridad, la máquina se descarriló por el aire.

Del conductor se ignora casi todo: pudo ser hombre o tal vez mujer, joven o cercano a la jubilación. Su identidad permanece oculta al dominio público, a salvo en los archivos de quienes aún investigan el caso. No se sabe cómo reaccionó en el momento, pero se asume que su respuesta fue la que se exige de los técnicos del transporte, los desarmadores de bombas y otros profesionales de acción. Su entrenamiento pudo darle lo necesario para mantener la calma durante los minutos que duró aquello o quizás el temple ya le venía en la sangre. Se sabe, en cambio, que salió ileso. Ni una sola fractura o concusión, tampoco desgarramientos o rasguños, lo que no fue impedimento para que los socorristas le llevaran a pasar la noche en el hospital. Tranquilo y a salvo, luego de tomarse un calmante o una manzanilla, debió relajarse sobre la cama para contar sus bendiciones.

De Akkers se inauguró en la primavera de 1985 y recibió el nombre del barrio que le rodea. La pretensión siempre ha sido banal; dar transporte a la zona más sureña del área metropolitana de Rotterdam, pero no fue sino hasta hace diecisiete años que adquirió su detalle más vistoso: las Walvisstaarten, un par de colas de ballena que se levantan al final del búfer de seguridad de su apartadero.

Fue una de estas colas la que evitó la tragedia del metro en De Akkers, pues sobre ella descansó el tren descarrilado aquella noche. No son construcciones robustas, tan solo son capas de poliéster reforzado con barra de acero. Maarten Struijs, su diseñador, fue incapaz de ocultar la sorpresa ante las cámaras que le entrevistaron horas más tarde. No solo resultaron ser más fuertes de lo que sus cálculos le habían indicado; de haber sido unos cuantos centímetros más pequeñas, o ubicadas un poco más de un lado o del otro, el tren se habría desplomado y el conductor no hubiera sobrevivido para reflexionar sobre las humoradas de la suerte.

De las Walvisstaarten no hay demasiada información, pero los caprichos de estética urbana son los mismos en todos los lugares: producto de mecenas privados o públicos que desean embellecer el entorno y dejar nombre. Alguien, un cabecilla del gobierno local o un representante del comité del barrio, pensó que sería buena idea adornar con una obra de arte el conjunto residencial junto a la estación. Se corrió la noticia, se juntaron las personas adecuadas y escogieron el lugar en el que levantarían una escultura: el extremo último en el apartadero del metro De Akkers.

Se puede suponer que un concurso fue organizado y una cantidad considerable de artistas y diseñadores se interesaron por él. Entre ellos, Maarten Struijs, con carrera en el espacio constructivo y escultórico. De él se puede confirmar su posición en el mundillo de la arquitectura holandesa, los premios que ha acumulado y la incursión en la docencia. Como muchas veces ocurre, es posible que en los días de su juventud tuviera que decidirse entre dos o tres carreras diferentes, y la elección quedara determinada por las condiciones de un presente confuso, un recuerdo de la niñez o el consejo de los padres. En un mundo paralelo, pudo dedicarse a la ingeniería electrónica o la literatura.

Cuáles fueron los criterios de elección, o contra cuántas otras propuestas compitieron las Walvisstaarten, son una incógnita. Lo que importa es que, de entre todas ellas, el jurado se decantó por estas y no por otras, posiblemente bajo el estandarte de la memoria patria. No hay que menospreciar los alcances de la historia; el arte, al igual que sus consumidores, se cuece en las sensibilidades de la tradición. Eso lo sabía Maarten Struijs cuando diseñó su escultura. Conocía la importancia de la ballena para los Países Bajos, y la actividad a la que daría origen poco después de 1596, cuando Willem Barentsz, explorador entre exploradores, descubrió el archipiélago de Svalbard para la gloria de su nación.

Aunque Noruega la administra desde 1920, Svalbard fue utilizada por los Países Bajos como punto de arranque a sus operaciones balleneras a partir del siglo diecisiete. Tales cacerías fueron más allá de las regiones árticas, rumbo a zonas más templadas, forjándose de paso armadura y renombre. Pequeños entre las potencias de Europa, la domesticación del mar por parte de los Países Bajos fue su manera de establecer una pequeña hegemonía. La navegación pasó de ser una necesidad política y mercantil a una estampa nacional, representada como propaganda en la pintura de los flamencos y los holandeses, con sus cielos repletos de nubes y aguas picadas, sus capitanes y pescadores, sus gaviotas y toda clase de ballenas.

Entre esas, la boreal o de Groenlandia, como también se le llama. Es bien conocida por la paz de sus costumbres y la rapidez con la que casi resbala por el precipicio de la extinción, gracias a los excesos de una industria moderna y poco regulada que la ha reducido a poco más de 24,000 ejemplares vivos. Con barbas en lugar de dientes, bonachona y de un nadar despreocupado; desde que se descubriera, en 1611, se han encontrado razones para perseguirla. Un adulto produce hasta 100 barriles de aceite y su cuerpo carga con tanta grasa que, después de muerta, flota como un montón de maderas, lo que facilita a los cazadores su recuperación. Tan común fue su presencia en los barcos balleneros y en la consciencia comercial de los Países Bajos, que es probable que las Walvisstaarten de la estación De Akkers repliquen la cola de esta especie.

Aún hay quienes confunden a las ballenas con peces, por culpa a un leve parecido. Los hipopótamos son sus primos más próximos, y juntos descienden de los antracotéridos, una familia de cuadrúpedo extinta durante el Mioceno. Ballenas y delfines, belugas y marsopas, vaquitas y narvales, todas pertenecen al gran infraorden de los cetáceos, los mamíferos marinos de mayor envergadura. Su nombre refiere a Ceto, el monstruo de las profundidades griegas, y divergieron de las vías terrestres hará unos 50 millones de años, en algún sitio entre la India y Pakistán, donde se encuentran los fósiles más antiguos.

Las rutas de la selección natural les otorgaron la riqueza de sus formas. Con los siglos ganaron tamaño y especialidades para el entorno, las piernas traseras quedaron marchitas y la pelvis se les atrofió. A diferencia de los peces, que ondulan de izquierda a derecha, el nado de los cetáceos continúa vinculado a la estructura de la columna vertebral mamífera, obligándoles a un ritmo de arriba hacia abajo, razón por la que sus aletas traseras terminaron por tomar una disposición horizontal. Nadie sabe las razones por las que los ancestros de los cetáceos volvieron al océano, principio de toda la biología en el planeta. Tal vez algún depredador que les fastidiaba o mejor acceso a una fuente rica de nutrientes. Pudo ser cualquier cosa.

Para el conductor del metro en de Akkers, en cambio, fue parte del entramado mayor de su destino. Más allá de la leyenda personal y de la familia, de su trabajo y las preocupaciones de todos los días, unida a la evolución de las especies, el desarrollo de las naciones, los movimientos y las decisiones de las personas. De no haberse aventurado aquel antepasado prehistórico a las aguas, las ballenas jamás habrían existido, los Países Bajos no habrían desarrollado una tradición ballenera que sería parte de la identidad patria, Maarten Struijs habría diseñado otra clase de escultura, tal vez un par de aletas verticales de tiburón, y el tren en de Akkers se habría desplomado al abismo con su conductor dentro.

Podrían elaborarse aún más las conexiones que evitaron que entregara el alma de esa manera tan aparatosa: los padres de Maarten Struijs tuvieron que seguir una serie de pasos muy específicos para conocerse, intimar y enamorarse. Sus abuelos, a la vez, otro tanto de lo mismo. Así retrocederíamos cada generación, hasta los desplazamientos y migraciones de los pueblos antiguos, sometidos a la guerra, el fanatismo y los caprichos de caciques, reyes y emperadores, hasta los grupos sociales de la edad de piedra y más atrás, hasta la diferenciación de los humanos modernos del resto de la parentela de los Homo, y a estos últimos de los demás primates. Llegaríamos a las condiciones que dividieron el camino al ancestro que compartimos con los chimpancés, luego a los primeros siglos del dominio mamífero tras la extinción de los dinosaurios. Después marcharíamos más allá de estos, mucho más allá de todo vertebrado e invertebrado hasta los orígenes de la existencia procariota en los lodos primordiales. En un mundo asolado por impactos de asteroides y meteoros, diluvios e incendios, nacido del aglutinamiento de material alrededor de un sol diminuto con el que, junto a los demás planetas, comparte el balance orbital que permite el florecimiento de la vida. Un sol que surgió cuando la gravedad terminó de colapsar parte de una gran nebulosa, restos de una estrella anterior. Y así, hasta la formación de las galaxias, la aparición de la química, los primeros intercambios entre las partículas elementales, el nacimiento del universo a partir de una peca de densidad infinita y lo que sea que fue el estado misterioso que existía antes del surgimiento del espacio y el tiempo.

Así de largas son las cadenas que nos unen con la historia de la Tierra y las estrellas. Las sincronicidades, coincidencias significativas a quienes les ocurren, son más comunes de lo que se piensa. Es solo que unas son más aparentes que otras; tampoco discriminan. Las mismas casualidades que evitan una muerte observan la caída de un avión, un ataque terrorista o un conflicto mundial.

La tradición ballenera de los Países Bajos evitó una tragedia en Spijkenisse, pero no pudo salvarse a sí misma. Dejó de respirar a mediados de los 60 con la venta a Japón de su último barco, el Willem Barentsz. Así se llamaba el gran explorador que dio inicio a esta práctica tan penosa y, siglos después, parece justo que concluyera con el mismo nombre.