A veces, en días como hoy, dejo vagar la imaginación y me sumerjo en recuerdos. Son días flojos, que después de haber leído y escrito un poco, me dejan inquieto. Hoy busqué informaciones sobre viejos amigos y descubrí que uno había muerto. No sabía nada de él desde hacía muchos años. Encontré también a su hermano, que vive en otra ciudad y a tres de sus hermanas en un viaje en el pasado, que se pierde en el tiempo. Después vagué por las calles de mi infancia, buscando otros nombres, otros rostros, que me acercaran aún más a esos tiempos. Pero está todo tan lejos, que es mejor dejar atrás lo que una vez fue y no siguió siendo. Descubrí, además, que una de las hermanas era amiga de un amigo más reciente y me pregunté cómo y dónde se habrían conocido sin querer indagar en el pasado, porque a menudo es mejor no volver a enredarse demasiado en los recuerdos y volví a hojear las consolaciones de Seneca escritas en latín, la vieja lengua de los cementerios.

Llueve, además no se puede salir de casa. Todo está cerrado por la pandemia. Me regalé un libro de Stephen King, sobre la escritura, On writing se llama. Se trata de una autobiografía que describe su relación con la escritura y se lee con placer. Siempre me ha gustado leer autobiografías de todo tipo, pero, en particular, de escritores. Sí, autobiografías e historias de viajes. Géneros que son menos y menos frecuentes, pero que nos acercan a las personas y nos muestran aspectos que serían muy difíciles de descubrir. Esto también concierne a los viajes, pues a menudo lo narrado describe al escritor mismo más que al lugar.

Hay un aspecto que no podemos olvidar, la escritura es una reflexión retrospectiva o un volver atrás al origen de los recuerdos. La fantasía de Stephen King, en cierta medida, fue alimentada por una infancia solitaria y marcada por la enfermedad. Él y su hermano mayor tenían una madre que trabajaba y los dejaba en casa, cuidados por misteriosas niñeras, que cambiaban constantemente. Escribir es cultivar historias y, para hacerlo, tenemos que vivir el momento, recordar y dejarnos inundar de impresiones, que posteriormente aparecerán en los textos, como parte de ese monologo descriptivo que nutre la escritura. Las ideas sobre los temas, llegan por sí mismas y sin ser invitadas.

No se escribe solo por escribir, se escribe para ser o volver a ser, para alterar y redefinir la realidad, para encontrar otros caminos, para huir y llegar, abandonar y retomar lo que ha sido una herida, un don o un peso. Escribir no es simplemente recordar, sino reelaborar lo recordado, rediseñando la historia y el pasado. Es así que existen incontables versiones del pasado. Cada hecho es vivido y revivido en cientos de formas y no exclusivamente por personas distintas, sino que también por cada uno de nosotros mismos. La memoria cambia con cada versión de lo sucedido y recordar transforma retrospectivamente lo que hemos vivido.

Los seres humanos estamos atrapados en nuestra propia narración y por este motivo, escribir es liberador. La realidad antes de dormir, no es la realidad de la vigilia y por eso los niños adoran las historias, que les contamos antes del sueño y es así también con los adultos. Si no fuera así, no existirían tantos libros, tantas películas, dramas y cuentos; todo esto se hace con el lenguaje, frases y palabras, evocando situaciones, sensaciones, sentimientos, paisajes y tiempos. Sí, esta es la verdad, nos rehacemos escribiendo, volviendo al pasado, a los recuerdos y cambiando todo para que la historia sea un buen cuento.