No hay animal en la naturaleza que gane al ser humano ni en generosidad ni en abyección. Somos capaces de llevar a cabo los actos más sublimes, incluso sacrificando nuestras propias vidas, y de cometer, por egoísmo y codicia, los actos más abyectos.

La ficción se hace eco de esta doble naturaleza que poseemos —o que nos posee—, y que debe provenir de un tiempo inmemorial, cuando los primeros homínidos estaban obligados a cooperar entre sí para sobrevivir ante alimañas más poderosas, a la vez que competían para disputarse alimentos escasos y garantizar la propia descendencia. El estudio pormenorizado del comportamiento de los chimpancés, nuestros primos más cercanos, por la primatóloga Jane Goodall, descubrió hace tiempo que, junto con los lazos afectivos que unen a los miembros de cada grupo, pueden desencadenarse violentos enfrentamientos entre las distintas familias cuando se disputan territorios con árboles abundantes en las frutas que les sirven de sustento. De antepasados comunes provenimos y, por algo, compartimos esa dualidad.

Esta doble naturaleza puede servirnos para retomar un antiguo debate: ¿supera la realidad a la ficción cuando describe nuestros comportamientos, o se produce un empate entre ambas?

Es difícil dar con una respuesta rotunda. El conocimiento de la realidad, incluso de la más cercana, es siempre limitado, como escasas son las obras leídas o las películas disfrutadas frente a la infinidad de las escritas o filmadas. Pero aventuremos… Comencemos por lo mejor que somos, por la generosidad hacia los demás. Llevada al límite, aparece cuando una persona ofrece su vida a cambio de la de otro ser humano. Es este un tema recurrente en la ficción, que encontramos en películas como Gran Torino, de Clint Eastwood, cuando el protagonista —el propio Eastwood— se inmola para poner fin al acoso al que unos delincuentes someten a unos jóvenes vecinos de quienes se ha compadecido. Este tema se encuentra también en multitud de novelas, como El último mohicano, escrita por Fenimore Cooper hace casi dos siglos. Allí, uno de los protagonistas, Hawkeye el explorador, a quien los iroqueses daban el sobrenombre de «Rifle Largo» —«La Longue Carabine»—, se ofrece como prisionero a un jefe hurón conocido como «Le Renard Subtil» —«el zorro perspicaz»— a cambio de que libere a Cora, una de las hijas del comandante de un fuerte de avanzada, sabiendo que esa decisión le llevará a la muerte. Cora es una mujer excepcional de quien Uncas, el último mohicano, se ha enamorado. «Le Renard Subtil», a pesar de lo mucho que le tienta llevarse a su gran enemigo en lugar de Cora, no accede y abandona el campamento de los Delaware sin que nadie pueda detenerlo debido al elevado sentido de hospitalidad indígena. La novela acaba mal, con Uncas, Cora y el hurón muertos; un final que querríamos cambiar, pero la nobleza de Hawkeye y su gesto de amistad hacia el último mohicano, hijo de su mejor amigo, será siempre inolvidable.

Hace tiempo, tanto que no recuerdo el autor, leí un relato que contaba la historia de un forastero condenado a muerte por un delito que no había cometido. El extranjero pedía ver al rey para expresarle su último deseo: volver a su país para despedirse de sus seres queridos. El rey preguntó: «Y ¿cómo sé que volverá?» «Majestad —respondió el extranjero—, dos amigos se ofrecen a tomar mi lugar. Si no regreso, están dispuestos a que se les corte la cabeza». El rey se quedó tan maravillado de aquellas amistades que se fiaban tanto del reo que, deseoso de ver en qué terminaba todo aquello, accedió.

Transcurrido el plazo fatal, nuestro protagonista se presentó puntualmente ante el rey. «Majestad, ya he arreglado todos mis asuntos. Ordene por favor la liberación de mis amigos y disponga de mi cabeza como mejor entienda». El monarca quedó maravillado una vez más ante aquella muestra de amistad y le hizo una propuesta: «Mire, buen hombre, le concedo la libertad a condición de que, a partir de ahora, me cuente también entre sus amigos».

Esto encontramos en la ficción, seres humanos capaces de sacrificar su vida por sus personas queridas. Pero, ¿acaso la realidad es distinta? ¿Cuántas madres y padres, sin dudar ni un instante, ofrecerían su propia vida por salvar la de sus hijos? ¿Cuántos soldados no habrán fallecido por rescatar a un compañero herido que, de otro modo, quedaría a merced del enemigo? ¿Cuántas personas habrán muerto a manos de algún torturador con tal de no delatar a camaradas que, como ellos, luchaban por un mundo más justo? O, ¿qué pensar de los jubilados de la central atómica de Fukushima, quienes, a pesar del peligro radioactivo, se ofrecieron para sustituir a los más jóvenes en las labores de limpieza porque a éstos les faltaba mucho todavía por vivir?

Vayamos ahora a la parte más oscura del ser humano, la que lo convierte en cruel, inescrupuloso, desalmado y, por tanto, despreciable. ¿También empata aquí la ficción con la realidad? Hago antes una aclaración, tal vez innecesaria: no todos los seres humanos padecen de igual manera esta característica; mientras algunos han abrazado la abyección total, otros irradian bondad. Y otra reflexión: creo, como Albert Camus, que hay en el ser humano más cosas dignas de admiración que de desprecio.

La Historia universal de la infamia de Jorge Luis Borges puede auxiliarnos en la búsqueda de una respuesta. Y eso que, con Borges, nunca se sabe bien donde acaba la realidad y donde comienza la ficción. Él mismo señala en uno de los prólogos de la obra que los relatos que componen el libro derivan de relecturas de Stevenson y Chesterton, así como de algunos filmes, mientras que, en otro, el de 1954, nos advierte de que para escribir esa obra «se distrajo en falsear y tergiversar ajenas historias». En fin, quede ello a la imaginación del lector. En uno de los relatos, «El atroz redentor Lazarus Morell», Borges cuenta que el tal Morell ofrecía el siguiente trato a los negros a los que podía acercarse: «Te ayudo a escapar si consientes en ser vendido a otro amo en una plantación distante. Después te ayudo a huir de ese nuevo amo y te conduzco a territorio libre. A cambio, me quedo con un porcentaje de la venta». Por supuesto, Morell nunca cumplía: de un balazo acababa con la vida del esclavo, no fuese a contar lo sucedido. De paso, se quedaba con todo el dinero.

En otro, «El impostor inverosímil Tom Castro», el protagonista se entera de la muerte en un naufragio de un militar inglés, Roger Charles Tichborne, cuando regresaba a su tierra después de muchos años de servicio en el extranjero. Su madre, Lady Tichborne, se niega a creerlo y publica recompensas en los periódicos para quien le lleve noticias del hijo. A Tom Castro se le ocurre una idea mejor: escribe a la madre y le dice que él es su hijo y que sigue vivo. Y para confirmarlo, invoca lunares y episodios confusos de su niñez. La dama acaba encontrando en su recuerdo lo que le pide el hijo, los lunares, las abejas que lo atacaron de niño, lo que fuere, y cuando al fin se reúnen, lo reconoce. Lady Tichborne muere y estallan pleitos por la herencia y demandas de familiares que saben que es un impostor, pero Castro cuenta con apoyos, como los de los acreedores, a quienes ha prometido pagar las deudas. En fin…

Hasta aquí la ficción —o, en su caso, una realidad ficcionada. Pero, ¿acaso no tenemos ejemplos en la vida real que superan estas infamias? Durante el mandato presidencial de Álvaro Uribe en Colombia (2002-2010), estalló el escándalo de los «falsos positivos»: cada cadáver de guerrillero muerto se recompensaba con casi dos mil dólares y cinco días de descanso. Así que, el ejército atraía a las zonas de guerra a civiles pobres con la promesa de algún trabajo, los asesinaba y los disfrazaba de combatientes. Se cobraba el incentivo y se «demostraba» la efectividad de las fuerzas armadas y el merecimiento de mayores presupuestos ante tantos enemigos. Lo increíble del asunto es que no se trató de algunos casos aislados, sino que se documentaron 6,402 falsos positivos, y podrían ser más. Esta historia ignominiosa recuerda a la de Morell y su felonía hacia los esclavos, pero va mucho más lejos, pues mientras aquel era un individuo, un ejército es una institución a la que se le supone el deber de proteger a la ciudadanía, no el de desaparecerla. La infamia se descubrió porque entre los asesinados se endosó a un tal Fair Leonardo la jefatura de un grupo rebelde. Pero Fair Leonardo tenía una discapacidad mental severa y su madre lo sabía incapaz de dirigir nada. No paró hasta que se reestableció la verdad y así se descubrió todo lo demás.

Y está el caso de Enric Marco, quien sirvió de inspiración a Javier Cercas para escribir El impostor, una novela, o no-novela, en la que narra la vida de quien se hizo pasar por un superviviente de los campos de concentración nazis y llegó a presidir la Asociación Española de Supervivientes. Marco recibió homenajes y distinciones, ofreció conferencias, concedió entrevistas, se dirigió a parlamentos… sin haber estado nunca preso. Quien quiera saber por qué lo hizo tendrá que leer el libro de Cercas, pero lo que interesa destacar aquí es que Marco, una persona real, llegó tan lejos como Castro, el personaje de ficción, o de no-ficción, de Borges.

Uno de los relatos más infames y estremecedores de los que he tenido noticia lo encontré en un panel de una exposición sobre el «Tren de la muerte», ese que atraviesa México de sur a norte y que utilizan numerosos emigrantes para escapar de la miseria centroamericana. Copio lo que relató un secuestrado, un tal Dervis, a otro:

Me escapé ayer por la tarde quitando una de esas láminas del techo. Corrí sin dirección hasta alcanzar un mercado. Entonces me acordé de que en el cuarto de la par mía quedaba gente, como treinta personas. Pregunté por la policía municipal y me fui donde ellos a contarles. «Súbase en la patrulla y enséñenos la casa» me dijeron. Y eso hice. Cuando los policías tocaron la puerta, los zetas abrieron y a mí me volvieron a entregar. Los policías se llevaron un sobre con dinero y los zetas casi me matan a golpes. Ahora piden 3,000 dólares por mi liberación.

¿Se podría concluir entonces que la realidad supera a la ficción o, al menos, que se adelanta a ella? Al cabo, siempre se está a tiempo de ficcionar lo sucedido. Que nadie descarte que, al igual que Cercas escribió El impostor, o Roberto Bolaño su gran 2666 sobre la violencia en México —y sobre muchas otras cosas—, alguno de esos magníficos escritores/as que ha dado Colombia fabule el caso de los «falsos positivos», si no se ha escrito ya; que un/a nicaragüense lo haga sobre ese presidente que arriesgó su vida luchando contra Somoza y se convirtió él mismo en un tirano cuando alcanzó el poder; o, en fin, que alguien narre, si no se han novelado ya, las violaciones en masa practicadas por los serbios en Bosnia como «arma de guerra», o por los nazis, o por los japoneses, cuando prostituían a las coreanas para saciar el deseo sexual de las tropas. Y sin llegar tan lejos, pero también como algo deleznable, tenemos la historia de un rey, hoy emérito, que se apoderó de docenas de millones de euros indebidamente. Resultaría otra historia increíble si algún narrador la hubiera imaginado antes y, en ese caso, también resultaría increíble que alguna editorial se hubiera atrevido a publicarla.

Así que, a quienes piensan que la realidad supera a la ficción podríamos concederles al menos, que le saca la ventaja de adelantarse en el tiempo. Tal vez el mejor ejemplo lo ofrece el rey belga, Leopoldo II, quien cometió infamias difícilmente superables cuando era propietario del territorio que hoy es la República Democrática del Congo. Para explotar las riquezas del país —diamantes, caucho, marfil…— utilizó a sus habitantes como mano de obra esclava. Se piensa que su proceder acabó con la vida de millones de congoleños. A pesar de las innumerables denuncias internacionales, hubo que esperar años hasta que el Estado belga se encargó de la administración del Congo, quitándolo de las manos de aquel canalla. Una de las denuncias provino de Roger Casement, cónsul británico, quien había trabajado en el Congo y quien escribió, en 1904, un informe demoledor que provocó un gran escándalo internacional. Hasta aquí la realidad. Y ahora la ficción: Joseph Conrad escribió una de las piezas maestras de la literatura universal, El corazón de las tinieblas, en la que se ocupaba del colonialismo, el racismo, la codicia y la violencia, inspirada en lo que él mismo había visto en el Congo cuando era marino. Muchos años más tarde, Apocalypse Now, la gran película que Francis Ford Coppola situó en Vietnam, se inspiró en la obra de Conrad. Y, en fin, en años recientes, Vargas Llosa noveló los horrores de aquella realidad en El sueño del Celta, una obra que debe todo al informe de Casement.

Algún lector podrá pensar: de acuerdo, pero ¿no fue capaz Julio Verne de adivinar el futuro como si tuviera una bola de cristal? Al cabo, en 20 mil leguas de viaje submarino, imaginó al capitán Nemo a bordo del «Nautilus» antes de la botadura del primer sumergible propulsado por energía que construyó Isaac Peral. Sí, pero, ¡cuidado!, Verne era ingeniero y conocía perfectamente la existencia de un submarino «artesanal» que había sido inventado en Francia años antes de su escrito.

Y, ¿qué decir de La conjura contra América, del gran Philip Roth, quien noveló que el aviador Charles Lindbergh, conocido por sus ideas filonazis —y, sobre todo, porque fue el primer piloto que cruzó el océano Atlántico en solitario— ganaba las elecciones a Franklin Delano Roosevelt y desencadenaba una persecución antijudía en EE. UU? La obra de Roth ofrece bastantes claves que podrían endosarse a Trump quinquenios después, cuando levantó cruzadas contra emigrantes y negros y dinamitó todo lo que pudo acuerdos internacionales esenciales, como los referidos al cambio climático. Ahora bien, las corrientes aislacionistas en EE. UU. vienen de antiguo y las ideas nazis que inspiraron la novela de Roth se habían practicado ya, con todo su horror, más de medio siglo atrás.

¿Concedemos entonces que la realidad supera a la ficción? Antes de la respuesta definitiva, exploremos otros terrenos. Quienes abogan por la exuberante imaginación humana frente a la sorprendente realidad poseen un argumento casi imbatible: el mundo de la fantasía. Allí encontramos desde un hombre convertido en burro, en El Asno de oro de Apuleyo, la única novela latina completa que hemos heredado, hasta hadas, genios, alfombras voladoras, palacios y tesoros nunca vistos, como los que narra Shahrasad —o Scheherezade— al rey Shahrayar, velada tras velada, durante Las mil y una noches, para evitar su muerte. Aunque es difícil conocer con exactitud lo que contenía la versión original de Las mil y una noches, pues relatos como «Ali Babá y los cuarenta ladrones», «Simbad el marino» o «Aladino y la lámpara maravillosa» parecen haber sido incorporados con posterioridad a los que conformaban originalmente el libro hace más de un milenio, en lo que nos atañe, la montaña que permite el paso a sus tesoros al grito de ¡Ábrete Sésamo!, o el efrit de la lámpara encontrada por Aladino, que construye su fabuloso palacio en una noche y facilita su matrimonio con Badrúl-Budur, la hija del rey, no tienen réplica en el mundo real.

Como tampoco la tienen, si nos trasladamos a tiempos más recientes, el conejo que, mirando el reloj, siempre se queja de que va a llegar tarde, o el gato que habla con Alicia, o las peripecias de los superhéroes Supermán, Batman, el Hombre Araña, el Capitán América o la Mujer Maravilla, que tanto deleitaron al público desde los cómics y las pantallas de cine con sus superpoderes —lanzar rayos, poseer una fuerza sobrehumana, volar…— utilizados en general para derrotar al mal; como Harry Potter.

Así que, podríamos convenir que, aunque realidad y ficción empatan en la bondad, y en que aquella supera a ésta, o al menos se le adelanta, en la infamia, la realidad no le llega ni a la suela del zapato a la desbordante fantasía humana.

Pero, ¡un momento!: ¿qué pensarían sobre esta conclusión gentes de mirada limpia, como los indígenas del Amazonas, o un extraterrestre, o un grupo de niños, si se les explicase que disponemos de 14 mil ojivas nucleares con la capacidad de destruir docenas de veces toda obra humana en nuestro planeta; o que los enormes casquetes polares se derriten sin remisión por el cambio climático que provocamos; o que el gasto mundial en armamento alcanza los dos billones de dólares, muy cerca del PIB de la India con sus mil trescientos millones de habitantes; o en fin, que el uno por ciento de la población mundial posee la misma riqueza que el 99 por ciento restante? ¿Seguro que les asombraría más que un tipo vuele, un oso hable o un conejo consulte su reloj de bolsillo apremiado por la puntualidad?