Preguntar es vergüenza de un instante; no preguntar es vergüenza de una vida.

(Haruki Murakami)

Cuando era niño me gustaban las clases de geometría en la escuela. La maestra se aparecía con el instrumental de escuadra, compás, regla y transportador, y para dibujar un círculo estrujaba una tiza sobre la pizarra o trazaba una pequeña equis y en el punto resultante apoyaba el extremo fijo del compás que tenía un clavo. Pero me quedaba siempre la misma duda: el centro del círculo se veía, de lejos, como un punto, pero de cerca distaba mucho de serlo: era una superficie relativamente chica, pero con dimensiones, y el centro del círculo debía estar en el centro de esa pequeña mancha de tiza.

Con el tiempo aprendí que el punto geométrico es una abstracción convenida para poder especular in abstracto acerca de puntos sin dimensiones, líneas sin anchura y superficies sin espesores. En pocas palabras, el punto es algo que no existe del mismo modo en que existen «las cosas»... y ya sospechaba algo extraño cuando se me decía que en la recta determinada por dos puntos había infinitos puntos. Ahora, intuyendo estos puntos inviables, podemos realizar un ejercicio inverso.

Supongamos que tenemos un disco macizo de, por ejemplo, acero. Lo colocamos sobre una batea giratoria y la hacemos girar. El disco gira: todo el disco gira alrededor de un punto. Se sabe que debe tener un centro. Y ese centro debe ser un punto central que, en tanto que centro no esté alrededor de nada, de modo que es un punto que no debe poder girar, porque de hacerlo lo haría alrededor de algo. En algún «punto», el disco no puede girar. Pero si es cierto que en todo el disco hay dimensiones, se colige que no hay puntos abstractos y, por la misma razón, el disco no puede tener un centro... lo cual no podemos concebir: que el disco no tenga un centro.

El círculo, como forma simbólica abarcativa, permite imaginar al «yo» como una entidad en el centro de algo. Pero, en general, las diferentes psicologías tienden a considerar al yo como una «construcción» psicológica: el yo es parte de una estructura consciente de la mente (Sigmund Freud); el yo es el núcleo de un constructo mental (Carl Jung); la «autodiscrepancia» donde el yo se edifica desde la perspectiva de uno mismo y de la de los demás (Edward Higgins); el yo como un rol en una construcción dramática (Erving Goffman); el yo como la «autocomplejidad» construida desde nuestros roles sociales, rasgos de personalidad y de aquello que hacemos (Patricia Linville); etc. En todos los casos, el yo es construido, pergeñado por... ¿por quién? ¿Hay un «quién» en esta visión constructivista que funge como germen de ese edificio al que llamamos «yo»? Se debate la construcción, pero apenas se insinúa un «uno mismo» que desate la acción constructiva; ante ese «punto adimensional» de la mente, el discurso científico se sofrena. El pensamiento científico evita tener que confrontar ese punto imposible de nuestro disco de acero. Por detrás de ese punto adimensional (que está, pero inexistentemente) se extiende el dominio de lo artístico, religioso o lo esotérico con sus implicancias místicas al través de la estructura de la mente y hacia ese pensamiento espiritual y divinal impensable. Y es aquí donde la ciencia no quiere pisar: ella responde al «primer hombre» de Ortega: el «nosotros» —comunidad científica—, que luego —con el «nosotros» asegurado— se dedica a construir el «yo» —individualidad.

Y aunque la ciencia usa principios explicativos (argumentos que explican pero que no son explicados, lógicamente inválidos), ¿por qué se niega a usar, metodológicamente, el principio explicativo por excelencia que es Dios? Se puede profesar cualquier religión y ser a la vez un importante científico: un domingo podemos enseñar que Dios creó a Adán y a Eva y el lunes que un prehomínido originó al Homo sapiens. Aunar campos cognitivos puede acercarnos a cierta magia, lo que no sería algo de despreciar. De hecho, el punto necesario e inhallable del disco de acero de nuestra mente es el que valida estos campos y es el que está más allá de estas «construcciones», sugiriendo algo de cierto perfil mágico... como lo hace una partícula virtual en Física Cuántica. Ese punto es el «yo» que no se construye psicológicamente, sino que es el germen de las construcciones psicológicas. Se trata de un «algo» que no es un algo, como lo son esas construcciones. Antecede a su propio ser, pero tampoco lo excede. Como alguna vez hemos dicho, «existir» es dejar el ser (ex-essere) y lo que conocemos, aquello con lo que nos manejamos y desenvolvemos, es el resultado de haber abandonado el centro inmóvil, adimensional, del yo. El yo no hace sombra ni se ilumina.

El yo, en este punto, se nos está pareciendo demasiado al ser, sea lo que fuera que creamos que el ser es. Y el ser no puede hacer nada sin degradarse en la existencia: el yo es mudo, pasivo, inerte y reconcentrado en sí mismo: crear «estructura» sería degradarse, tal como un Dios espiritual se degrada creando un mundo material. Por eso es tan difícil encontrarlo en el centro de nuestro disco de acero: si lo halláramos, sería porque abandonó su naturaleza de yo... Hasta decir «el yo» es traicionar su naturaleza, porque referirlo es vincularlo con nosotros. Somos las «circunstancias» de Ortega, antes que el yo que se desenvuelve entre ellas... pero a ese yo nos debemos. Ninguna de las partes del disco podría ser lo que es ni estar donde está sin ese centro que no está en ninguna parte... Se trata de una cuestión gnoseológica: la cuestión es si el problema del yo también es gnoseológico. Cuando «Vacchagotta el errante» le preguntó directamente al Buda si había o no un yo, él se hundió en un profundo silencio. Cuando Moisés le pregunta a la voz cómo se llamaba, la respuesta fue un evasivo: «yo soy el que soy». Si no hay nombre, no hay cosa; ¿podremos conocerla si es, pero no está?

Si, como sostiene el paradigma contemporáneo de la Complejidad Organizada, el organismo individualizado no se resume en la materia que lo compone, sino que su naturaleza se amarra a todo el universo, ¿no deberíamos acercarnos a una idea de yo a través de una especie de teología negativa, apofática (como Plotino, San Agustín, Pseudo Dionisio, etc.), aplicada ahora al yo, donde —como a Dios— solo se lo pueda conocer por lo que «no» es? Así, entenderíamos un poco mejor esta impermeabilidad del yo respecto de toda afirmación sobre él. El yo sería tan solo la oquedad que queda en el centro de aquellas «estructuras» teorizadas por psicólogos o intuidas por cualquiera de nosotros, dentro de la «locura» lacaniana de señalar nuestra imagen en una foto diciendo: «Este de aquí soy yo». ¿Cómo podemos entrever esta idea indecible del yo como el indecible dios de Moisés? ¿Por las pasiones? «Las deducciones de la pasión son las más confiables», sostenía Kierkegaard. Y esos carriles de dispersión de las pasiones —creando la realidad— ¿son las ideas que organizan «las estructuras»?...

Mientras tanto, el yo sigue ahí: en su centro inexistente; en silencio como el Buda buscando el no-yo; evadido, como el esquivo dios de Moisés. Ambas estrategias ayudan a la trascendencia: el Nirvana y la Gloria nos llevan al antes del yo y al después del yo. Amar al prójimo es la fuerza de la idea que nos permite negar al yo, reinstalándolo en el otro y volviendo al «nosotros» que nos inauguró como personas. El no-yo budista trasciende la conciencia del yo a través del silencio... ese enemigo del «parloteo» de la «estructura psicológica» que denunciábamos más arriba. Pero, como sea, el yo sigue intocado, inasible e incomprensible. Está rodeado de una nube indefinida de ideas, pasiones, estructuras, energías que parecen emanar de él y que constituyen nuestra estructura psicológica. ¿Será el silencio budista? ¿Será el «nosotros» del cristianismo? ¿Qué cosa «no hay, habiendo» en el lugar del yo que nos obliga a «yoar»? ¿Será, como soñaba San Agustín, que cuanto más nos acercamos al yo iremos viendo cómo Dios nos ve? ¿Será una posibilidad que de ese yo algún día nazca otro Dios (Mateo 5:48), así como de un bloque de mármol carraresi nació alguna vez un Moisés gigante de las manos de Miguel Ángel?

Este laberinto de preguntas no aspira, sin embargo, a obtener respuestas. Quizás quede una sola gran pregunta por hacer, y esta sí con algún intento de réplica: ¿quién es el que hace estas preguntas? Pues la respuesta que arriesgamos sería: las preguntas las hace la respuesta. Proponer que la pregunta sea «la respuesta» nos deja sin nada, pero es lo que, en definitiva, hemos estado persiguiendo sin entenderlo o sentirlo del todo desde el comienzo: la quietud del yo vista desde el revoloteo de nuestra maquinaria psicológica. En esa quietud reside nuestra sensación de identidad. Ese es nuestro punto que no gira en el disco de acero de cada uno y es identidad pura: indecible, impensable, intransferible.

El gnóthi seautón socrático, el «conócete a ti mismo», ¿no será más que un lanzarse hacia las murallas de la nada, hacia ese espejo final narcisista que nos separa del mundo de la muerte?