Los libros nunca se quedan quietos. No solo cambia su contenido a medida que nosotros los lectores vamos cambiando con el paso de los años. Ellos van moviéndose también en los anaqueles de nuestras bibliotecas personales. En la mía, por ejemplo, he distribuido mis libros de acuerdo con el valor que mi experiencia de lectura les ha asignado. Según este criterio, en la esquina superior izquierda están los más preciados, empezando con un ejemplar de El paraíso en la otra esquina con dedicatoria del premio nobel Mario Vargas Llosa. Al lado, se encuentran también todas sus novelas y debajo todos sus ensayos (¿es necesario decir que soy su admirador?). Luego, ordené mis libros por columnas y de mayor a menor importancia, empezando con clásicos como Cien años de soledad, los Cuentos completos de Borges, Sobre héroes y tumbas, La insoportable levedad del ser, La muerte de Artemio Cruz, El extranjero y otros más. En el caso del otro escritor al que admiro mucho, Julio Ramón Ribeyro, sus elegantes obras encabezan la segunda columna.

Bueno, como se podrá deducir, es en la esquina inferior derecha donde se encuentran aquellos libros que me han decepcionado. Están allí sufriendo el castigo del indigno polvo que se levanta del suelo. Fueron adquiridos con ilusión, pero algo en su lenguaje, en su trama, en sus personajes, me hizo desistir de su lectura. Por ello, con cierta tristeza, los embarqué en la nave del olvido. No sabía que en el futuro ocurriría algo que les daría la oportunidad de enderezar su destino.

Entre tanto, a partir de una circunstancia adversa, se manifestaría la primera señal de lo que estaba por acontecer. Un día en que me encontraba necesitado de dinero y espacio, tomé diez libros de ese sector de parias, los metí en una mochila negra y me fui a venderlos al jirón Amazonas, en el centro de Lima. En uno de los puestos de venta de esa gran feria de libros usados, un anciano desganado los tiró sobre el platillo de su vieja balanza, miró cuánto pesaban y me dijo te doy tres soles por todos (aproximadamente un dólar en esa época). ¿Qué cosa? ¿Solo tres soles? A pesar de que eran libros que no me habían gustado, me dio pena malbaratarlos de esa forma, así que los volví a meter en mi mochila y de regreso a casa los devolví a su nicho de olvido. Me pregunté entonces por qué no me había desecho de ellos, si supuestamente no valían nada. No lo supe en ese momento, pero luego entendería con claridad que era porque no había perdido del todo la esperanza.

Hasta que años después, una tarde cualquiera, mientras barría mi habitación, me los quedé mirando y se me ocurrió darles una nueva oportunidad. Tomé uno al azar y releí con calma sus primeras páginas. Se trataba de la novela Respiración artificial de Ricardo Piglia. En mi primer contacto con ella, tiempo atrás, me había aburrido muchísimo, pues conocía poco de la historia argentina y las constantes alusiones terminaron por fatigarme. Recuerdo también que me disgustó que esta obra de Piglia, más que una novela, pareciera un ensayo disfrazado.

Pero ahora, en esta segunda lectura todo cambió. Claro, yo había cambiado también. Ahora me interesaba mucho la historia latinoamericana, así que Respiración artificial se convirtió en la oportunidad perfecta para saber más sobre ella. Asimismo, había comenzado a disfrutar de novelas en las que las ideas eran tan atractivas como las acciones y ¡qué banquete de ellas había en la de Piglia! En la segunda parte del libro, por ejemplo, las brillantes conversaciones de Tardewski, Maggi y Renzi sobre literatura, historia y ajedrez me hipnotizaron al punto de dejar de comer para seguir leyendo sin pausas. Definitivamente, esta brillante novela había ganado su ascenso a las alturas de mi biblioteca. Con enorme satisfacción, la coloqué en uno de los estantes superiores. «Te has salvado», le dije. Aunque la verdad es que ella me había salvado a mí.

A partir de aquella experiencia, entendí que no debía considerar como un infierno inmóvil la esquina donde colocaba los libros que no me habían gustado, más bien era un transitorio purgatorio, una sala de penitencia previa a una posible asunción al paraíso. Y digo «posible» porque hay algunos libros que probablemente sigan ahí hasta que quien esto escribe tenga que partir y su alma se eleve a las alturas (esa es la idea, al menos). Así que, hoy en día, cuando un libro no es de mi agrado lo coloco con respeto y esperanza en el purgatorio y aguardo. Algún día, quizás, le llegará su redención como ha ocurrido con otros incomprendidos anteriormente rechazados como Los detectives salvajes, El proceso, Leviatán o Residencia en la Tierra, entre otros.

Para cerrar les contaré que el caso más reciente corresponde a la novela Santuario de William Faulkner. La compré con la ilusión de confirmar su fama de obra maestra. Sin embargo, en la primera lectura no pasé de la página veinte. «Aquí no pasa nada», pensé con candidez y la mandé al purgatorio. Volvería a ella al menos cuatro veces a lo largo de los años y en cada nueva oportunidad ocurría lo mismo; parecía ya un caso perdido. Hasta que un día me topé de casualidad nuevamente con mi ejemplar azul de la editorial Orbis. De pie, frente a mi biblioteca, ya sin ninguna expectativa, acometí nuevamente la misión. Esta vez las cosas cambiaron radicalmente porque intervino un nuevo factor: la paciencia. Esta vez avancé y avancé, de pronto ¡boom!; la historia adquirió una intensidad que me mantuvo pegado al libro por horas. ¿Es que podía existir tanta maldad, prejuicios, fanatismo y estupidez en el mundo? Lo devoré en un par de días y, al finalizar la lectura, quedé transformado, mareado, con resaca. Santuario de Faulkner no solo representó con supremo arte los abismos del corazón humano, sino que indagó también en las remotas raíces del mal. Fascinante. Como con el libro de Piglia, pero esta vez con la solemnidad de una ceremonia sagrada, elevé la novela de Faulkner a las alturas de mi biblioteca.

De modo que ya saben, no hay que deshacerse fácilmente de algún libro cuya primera, segunda, tercera o cuarta lectura nos haya decepcionado. El mendigo de hoy puede convertirse algún día en el fascinante rey del mañana.