Aún no se cumplía un mes de haber iniciado el verano de 1518, cuando doña Troffea, una mujer esmerada, pero de pocos medios, salió a bailar por las calles de Estrasburgo. Era domingo, y su danza alegró la monotonía de los herreros y sirvientas que la rodearon, la de las panaderas y zapateros que se les unieron más tarde, la de los oficiales encargados de cuidar la paz, y la de los sacerdotes escandalizados por tan profana muestra de alegría. Eran personas sin nada mejor que hacer, interesadas más en el chismorreo de puertas cerradas que en las razones por las que alguien querría sudar de esa forma bajo el sol de la tarde. Cada cual alentó a la mujer con sus aplausos y risas. Los descarados con chiflidos e insinuaciones propias de un lodazal, los mojigatos con peticiones para cuidar la vergüenza y el pudor; no fuera a ser que los niños la vieran mover las caderas.

Por ese entonces, Estrasburgo ya no era un feudo bajo el dominio episcopal, sino una Ciudad Imperial Libre —gran título— a los extremos del Sacro Imperio Romano. Su burguesía y nobleza la regentaban desde hacía poco más de dos siglos y medio, y su categoría como ciudad libre la emparentaba con Basilea, Ratisbona y Worms. Era uno de los centros del humanismo europeo, la clase de lugares en los que se construía el futuro. Ahí nació Wilhelm Stetter, representante temprano del arte alemán del Renacimiento, y a sus afueras trabajó Gutenberg en las tecnologías que derivaron en la imprenta. Fue también, desde 1517, víctima de las peores cosechas de la región. Los precios del grano y las legumbres se dispararon con la sífilis, la lepra y el pillaje que acompaña al descenso repentino en el hambre y la desesperación.

No era el mejor momento para vivir en Estrasburgo, y la despreocupación con la que doña Troffea bailaba por las calles contagió a todos los fisgones con una merecida felicidad. Sobre todo, porque don Troffea, marido y hombre muy de la época, le ordenó en más de una ocasión que dejara de causarle vergüenzas y continuara con sus obligaciones, consigna que, para gran gusto del público que continuaba formándose alrededor de ella, la mujer ni siquiera escuchó. Bailaba sin importarle su cuerpo, hinchado luego de varias horas, y con desprecio total por sus ropas, unas viles telas que comenzaban a deshilarse. Se desplomó sobre la tierra con la salida de la luna y don Troffea la arrastró de vuelta a casa, aunque a la mañana siguiente estaba de nuevo bailando por las calles. Así ocurrió al otro día. También a los siguientes dos, incluso con más ímpetu, más público y ni una sombra de alegría en el rostro de la desgraciada, quien gritaba al Cielo que por favor, en nombre de Cristo, la hiciera parar.

Después de una semana de lo mismo, y más por imagen pública que por bienestar de la mujer, las autoridades se involucraron. Mandaron tomar a doña Troffea por la fuerza, pues no dejaba de contonearse, y la encerraron en un vagón para criminales y dementes. La enviaron a lo que hoy es la tranquila comuna francesa de Saverne con la esperanza de que, en su santuario, Vito tuviera la gracia de curarla. No era una superstición cualquiera. Desde hacía siglos, aquel santo era visto como una entidad chiflada, algo colérica, a la que le gustaba de vez en cuando castigar a los fieles con brotes violentos de baile. Esa manía suya se había registrado muchas veces antes, desde 1371, y era posible que se extendiera más atrás, en las brumas de la prehistoria cristiana.

A pesar de que doña Troffea permaneció como rehén suya en Saverne, a San Vito le pareció buena idea encapricharse con Estrasburgo. El vagón en el que la habían encerrado aún no cruzaba las murallas de la ciudad, cuando una docena de los mirones comenzaron a sacudir las piernas. Dos días más tarde, eran treinta quienes bailaban en las plazas y frente las iglesias. Al cabo de una semana, ya eran poco más de cien, algunos con exceso de violencia. Común fue escuchar gritos y plegarias durante el día y más aún por las noches. Peticiones al Padre, al Hijo y a sus apóstoles, a cualquier dios pagano que aún pudiera escuchar a esos infelices que lo único que deseaban era dejar de bailar. Hombres y mujeres, niños y viejos, todos salvo los más acomodados en la vida podían comenzar a mover las piernas en cualquier momento. Al cabo de un mes, la fiebre había contagiado a casi trescientas personas.

El obispo y sus oficiales sospecharon de San Vito, a quien de alguna manera debían aplacar si no querían que la situación se saliera de control. Los burgueses y nobles que manejaban la ciudad, en cambio, no tenían intención de delegar autoridad y opinión al clero, por lo que buscaron una explicación acorde a la racionalidad de ese entonces. Una comisión de expertos concluyó que la buena gente de Estrasburgo bailaba sin miramientos por culpa de la «sangre caliente», una especie de locura causada por el desequilibrio de los cuatro humores que, se creía, gobernaban al cuerpo.

Aunque hoy es objeto de risa, la teoría humoral solía vestirse de prestigio. Venía desde los días de Hipócrates y fue la base de mucha medicina antigua y medieval. Lo melancólico y colérico, lo sanguíneo y flemático; estos humores se identificaban con la bilis negra y amarilla, la flema y la sangre. En su equilibrio estaba la salud de la persona y se entendía que la manera de restablecerlo era con el sangrado, ya fuera a manos de un médico o por las ventosas de las sanguijuelas, remedio imposible para los más de trescientos desgraciados que, a mediados de agosto, y entre lágrimas y gritos, no podían dejar de bailar.

Para las clases más corteses, esto ya no era una comedia. No solo se salpicaba de sudor y vergüenza el prestigio de la ciudad, se corría el riesgo de reducirla toda a una orgía, al hazmerreir del Imperio. Sus dirigentes e intelectuales tenían poca paciencia para las supersticiones del clero, menos aún para lo que, desde sus torres revestidas de satín, veían como los desenfrenos de la chusma. Sebastian Brant, quien veinticuatro años antes había logrado fama con la publicación de La nave de los necios, apenas y podía contener su repulsión. Aunque literato por naturaleza, su intelecto le había ganado la cancillería de Estrasburgo, condición que le amargaba la vida. Liberal en postura contra la iglesia, su opinión sobre el baile, la bebida y la diversión era más bien conservadora, asuntos que debían quedarse en casa y no en la vía pública. Junto con otros sabios de su misma calaña, y habiendo consultado los registros de pasados caprichos de San Vito, decidieron que la única manera de terminar aquello era agotando toda su energía.

Se contrataron carpinteros para levantar una gran pista entre los mercados del centro, hacia donde los ya más de cuatrocientos afectados fueron conducidos a empujones y puntas de alabarda. Bailarines sanos fueron traídos de otras partes del Imperio para animar el ambiente. También músicos que, con sus tambores, violines y trompetas, cubrieron de festividad la tragedia del momento. Sobre esas maderas brincaron más de ochocientos pies bañados en sangre, llenos de llagas y uñas rotas, entre el griterío y plegarias por misericordia, asaltados por visiones de ángeles furiosos y demonios que tocaban costillares como laúdes en las grutas del infierno. Ahí bailaron albañiles y parteras, herreros y campesinas, nietos y abuelos, una que otra monja y su respectivo cura. Don Troffea pudo estar ahí, sacudiendo las caderas como un avestruz, como su esposa un mes y medio antes, apretujado entre toda esa humanidad. Gente que pasaba por Estrasburgo, viajeros aburridos y bribones en busca de diversión, confundieron la peste con una fiesta a la que no tardaron en unirse, llevados por el alcohol y la posibilidad de terminar en la cama con alguna de las finas señoras de aquella ciudad tan imperial y tan libre.

Como los desquiciados no parecían agotarse, se ordenó más música, más baile, pero el ritmo de los tambores y la alegría de las trompetas solo empeoró la devastación. Era mediados del verano y hasta quince personas morían al día por culpa de San Vito. Llevados al límite del cuerpo y la mente, los débiles colapsaban y eran pisoteados por los demás, masacres que convencieron a las autoridades de la ineficacia de sus métodos. También justificaron al obispo y sus peones, quienes arrebataron la crisis a las manos laicas. Se trataba de una venganza divina, alegaron los religiosos tras desmantelar la ensangrentada pista de baile. Por medio de San Vito, aseguraron, el Padre condenaba a Estrasburgo y su afición por los pecados. Ordenaron cerrar tabernas y centros de apuestas, a las prostitutas las enviaron de regreso a sus casas y a cualquiera que descubrieran bailando en la calle lo amedrentaban con multa y calabozo. La prohibición calló también sobre la música, excepto aquella interpretada solo con instrumentos de cuerdas, pues las percusiones y los vientos, sugirió Sebastian Brant en concejo, incitaban al vicio. Nada de eso causó mella en la danza, que creció con la llegada de septiembre.

A falta de mejores soluciones, alguien sugirió repetir lo que se había hecho con doña Troffea. Parecía que la mujer había recuperado la compostura durante su aislamiento en Saverne y, de ser así, existía la posibilidad de tranquilizar la furia del santo. El obispo mandó acorralar varios de los cientos de bailarines, ya poco más que despojos de humanidad, para ser llevados en vagones al santuario de Vito. La operación tomó más de tres días e hizo un gallinero de aquella región tan serena. Soldados y fortachones locales arrastraron a la gente ante la efigie del santo, les obligaron a sostener cruces de madera y utilizar unos delicados zapatos de tela roja, purificados con agua bendita y aceites consagrados. En ese ambiente colmado de beatitud y letanías, entre la vergüenza y el dolor de los afligidos, la fiesta comenzó a concluir. Noticias del remedio corrieron a Estrasburgo, y, sin demora, el resto de los bailarines fueron enviados a Saverne. Al cabo de unas semanas, la peste del baile había concluido, aunque nadie supo nunca por qué ocurrió.

En 1526, cuando a nadie le importaba más el asunto, Paracelso, gran médico y alquimista, aunque no por eso el más sensato de los observadores, visitó Estrasburgo para resolver el misterio. Tras meditarlo, le pareció correcto culpar a doña Troffea de todo lo que había acontecido. Terca y rebelde, había preferido bailar en lugar de atender sus obligaciones domésticas. Tal insensatez debió ser contagiosa, en especial entre las mujeres, lo que desencadenó una epidemia de lo que él llamó «coreomanía», locura del baile, avergonzando así no solo a don Troffea, sino a toda la ciudad ante el Imperio.

Ningún científico que se respete toma en serio este diagnóstico, pero también es verdad que se ignora aun lo que pasó. Brotes maniacos de baile han ocurrido en el valle del Rin desde el siglo siete, por lo que se podría aventurar una explicación regional. Se ha sugerido el envenenamiento por cornezuelo de centeno; causa espasmos y alucinaciones no del todo diferentes a las del LSD, pero es incapaz de sustentarlos más de un par de días, mucho menos un par de meses. Una epilepsia masiva tampoco es buena explicación.

En aquellos tiempos, entre la hambruna y la guerra, la pobreza y la lepra, a medio camino entre el oscurantismo del Medievo y la luz del Renacimiento, el estrés de la vida debía encontrar la manera de manifestarse. A pesar de su prestigio, Estrasburgo pasaba por una mala temporada y no es casualidad que quienes se atrofiaron las piernas en ese verano de 1518 fueran los pobres, los olvidados y los enfermos.

Charles Bukowski, en alguna parte, se lamentó por quienes jamás han perdido la cordura, pues ignoran lo que es estar vivos. Todos hemos caído alguna vez en ese pozo y, como en un bosque, muchas son las maneras de perderse en la locura. Algunas irresponsables, como la mera voluntad o el descuido. Otras inocentes, como el simple abandono.