En el último año se me ha pasado mil veces por la cabeza —creo que a otros muchos también— irme a vivir al campo, al pueblo.

Cuando en algún que otro círculo, o reunión, lo comento, depende dónde, siempre ha habido quien me ha tachado de loco, incluso alguno de aquellos que procede de allí.

Sé que no es lo mismo salir del campo en busca de una vida mejor, que volver cuando ya has conocido que esa vida que creías mejor, moderna, cómoda, con sus cosas muy buenas; a algunos ha terminado por machacarnos, dejándonos sin alma y libertad.

Porque… ¿qué es la libertad? ¿La ciudad te aporta libertad o te la quita? Que cada uno, sobre todo si conoce la vida en los pueblos, la vida rural, se conteste. Partiendo de la base, tal vez, de que este último año no sea el mejor para reflexionar sobre ello: estamos prácticamente encerrados.

Cada persona, desde luego, tiene su vida. En mi caso, todavía tengo algunas prioridades que me obligan a estar enganchado a la ciudad, sea por responsabilidad personal o laboral. No quiere eso decir que no me sienta más enraizado en el campo, en lo rural, que en esta caótica urbanidad. Tampoco quiere decir que no se pueda equilibrar lo uno con lo otro.

Equilibrio

En este último año, este en el que no se me ha permitido pisar aquellos caminos que quiero como quiero, oler el humo de sus chimeneas, escuchar el silencio, contemplar sus cielos al atardecer o, simplemente, sentarme en una de las piedras que forman las lindes del camino, todavía lo he echado mucho más de menos.

Y lo he echado mucho más de menos porque, aunque sé que los que habitan los pueblos, los que quedan, tienen sus muchos problemas y dificultades que superar en el día a día, los problemas de aquí, cuando lo son, toman una dimensión radicalmente diferente.

Es verdad que esto puede ser absurdo para muchos, sobre todo esos que te dicen «y tú ¿qué vas a hacer allí?» o eso de «¡anda, anda, anda, pero no digas tonterías hombre!» Las comodidades que te ofrece la ciudad no se tienen en el pueblo: los centros comerciales, las avenidas de tiendas y bares, los servicios públicos (educativos o sanitarios), las calles atestadas de coches, los ruidos, etc.

Es verdad que algunos de los que te dicen eso, tardan en llevar a su hijo al colegio 30 minutos, en llegar al trabajo 60 minutos, o cuando van al médico, al cine o al teatro tienen también que desplazarse en el tiempo. Es verdad. Pero es que, si a todos nos gustase lo mismo, todos estaríamos en los mismos sitios y lugares. Y entonces aparecen las aglomeraciones, los problemas.

Uno que ya echa canas, que ya ha tenido suficiente sobredosis de todo esto, tiene cada día más claro que para vivir cada vez necesita menos de eso y mucho más de paz. Cada uno tiene sus necesidades y, también, prioridades.

Nunca he hablado de convertirme en un ermitaño, aunque a veces lo pueda parecer, porque tampoco lo soy. Vivo cada vez más el equilibrio. No sé si en estos momentos me pesan los problemas o la ciudad; o son los problemas que me he creado viviendo en la ciudad, en un sistema sumamente egoísta, inmerso en la competitividad, de representación, de escaparate de lo material y el poder.

Hoy más que nunca, viviendo lo que vivimos, lo tengo clarísimo: o reactivamos el campo o tendremos un futuro bastante complicado.

Hubo un tiempo en el que los que teníamos pueblo, veraneábamos en los pueblos, éramos como de otra clase social; hijos de esos padres que emigraron a la capital, a las ciudades, para trabajar sin descanso horas y horas y así poder ofrecer a sus hijos, nosotros, lo que ellos no habían tenido: colegios, universidades y oportunidades de vida.

Hemos sido nosotros los que hemos perdido aquellos valores humanos, solidarios, respetuosos, humildes y sencillos, terminando por perder la verdadera esencia del Ser.

¿Qué es lo que realmente nos importa?

¿Qué es lo que realmente queremos?

¿Vivir así, con este estrés diario al que nos sometemos para acabar presos de un posible infarto?

En los pueblos hay calles donde ya no hay ni una sola casa habitada, donde tan solo algún gato solitario es capaz de pasearse en el frío y largo invierno.

Solo cuando se conoce algo es cuando se puede opinar. Es verdad que no es lo mismo ir de fin de semana, o en los veranos calentitos, que vivir todo el año.

¿Por qué cada vez más personas, jóvenes en su mayoría, incluso con la vida más o menos organizada en sus ciudades, lo dejan todo y se instalan en un pueblo?

¿Están locos? ¿Se les ha ido la cabeza?

Sinceramente creo que entienden que la vida es mucho más que las prisas, el ruido, la competencia, los grandes despachos o fantásticas tarjetas de visita y cuentas bancarias con el máximo de ceros.

Entienden que se puede teletrabajar en la distancia, lógicamente, si tu profesión te lo permite. Entienden que se puede crear, escribir, vivir cubriendo tus necesidades a la perfección.

Entienden que se puede disfrutar de la naturaleza, de la vida saludable, de la esencia del Ser, con las comodidades que lo rural también ofrece.

Entienden que en lo rural se recuperan los valores perdidos, la educación en la sencillez, la humildad y el respeto. Entienden que es más importante crecer desde dentro que desde lo externo que, curiosamente, es lo que nunca te llevarás.

Pero todo es respetable, claro que sí. Tan respetable lo uno como lo otro. Ejemplos hay de todo y para todo. Realmente las decisiones en nuestra vida las tomamos cada uno de nosotros y la libertad está en tomarlas pensando en nosotros. Tomar la decisión de volver al campo es una decisión bella y también valiente.

Curiosamente, en estos dos años que llevamos conviviendo con la maldita pandemia, es cuando más se está hablando de todo esto.

Se paga por tener casa en un pueblo. Aquellos que lo menospreciaban, porque era como de «pobres», este año han vuelto a los pueblos, a la libertad, a lo abierto.

Es alucinante, muchos de nosotros que vivimos en pisos en la ciudad, llegaba el verano y queríamos irnos a un apartamento de 3×3 en la playa, atestada de coches y de gentes, porque eso vestía más que ir al pueblo.

Ahora hay lugares remotos donde no quedan casas ni en venta ni para alquilar.

Pero seguro que todo esto pasará, como todo, va por épocas y por modas, y los pensamientos olvidarán que, gracias a mucho de los pueblos, al campo, hemos tenido legumbres, hortalizas, frutas, verduras, carnes en la nevera cada día de confinamiento.

Últimamente se habla mucho, se escribe, de la despoblación como uno de los principales problemas de nuestro país. Tengo, tal vez, una opinión crítica hacia muchos de los que hablan desde los despachos y que jamás pisan las calles o han sentido la vida de los pueblos; no así, reconozco, a muchos de los que, desde un sentimiento humano, enraizado en el sentir de lo rural como esencia de la vida, están escribiendo y poniendo en valor aquello que, si no lo remedia un milagro, terminará por perderse.

Los debates que no aportan soluciones, ni resuelven nada, son debates insulsos que no sirven más que para perder el tiempo.

La despoblación, el éxodo que comenzó allá por los años cincuenta del siglo pasado, fue fruto de unas políticas equivocadas que, como he escrito cada vez que tengo oportunidad de hacerlo, han conseguido que cerca de 5,000 municipios de los 8,125 con los que cuenta nuestro país estén habitados por menos de 1,000 vecinos, 2,652 por menos de 500 y 1,286 por menos de 100 personas.

Muchos de esos municipios, como mi pueblo, no hace más de tres décadas, disfrutaban de una población que rondaba las 5,000 almas que han pasado, en la mayoría de los casos, a ser parte de una historia que ya no vuelve.

Cuando entro en el pueblo, el mío, circulando por la N-301, como he venido haciendo desde que mi padre compró aquel Seat 850 blanco, y dejo a mi espalda, más allá de El Provencio, Las Pedroñeras, El Pedernoso, Mota del Cuervo, Quintanar de la Orden, Corral de Almaguer, Ocaña, Aranjuez, Valdemoro, Pinto, Getafe, esa inmensa ciudad que es Madrid, junto con todo lo que representa, esa nebulosa envuelta en ruido que normalmente invade mis pensamientos comienza a desvanecerse hasta terminar por desaparecer. Me lleno de calma.

Es el momento en el que huelo la tierra, escucho el cantar de los pájaros que normalmente se me hace imperceptible, el rumor del viento y el sabor de lo auténtico.

Consigo aclarar la mente al instante. Consigo ver, admirar lo que me rodea de la misma manera que consigo respirarme, contemplarme hacia dentro.

Es cuando desaparece ese ruido que me acompaña en el interior de mi ser. Respiro. Huelo el silencio, ese silencio que va apoderándose de mi interior, generando un espacio que se llena de una belleza inmensa que te hace gritar hacia dentro: soy, estoy. Me siento y siento. Soy consciente del presente y de todo lo que me rodea.

He llegado al pueblo, un pueblo como esos otros muchos que envejece, sin freno, pero que para algunos será siempre el pueblo: Minaya.

Leía hace poco un texto de Alejandro López Andrada, que da comienzo a un libro que titula El viento derruido, en el que dice:

La memoria de un pueblo no reside en su materia: en la cal y en las piedras de sus casas y edificios, sino, más bien, en los hechos y las palabras, en el alma de las personas que lo habitan, incluso en aquellas que en otro tiempo lo habitaron y, a pesar de estar lejos de él, aún lo recuerdan de una manera auténtica y profunda.

Si dejamos perder el pueblo, perdemos nuestra vida.

Minaya, por poner uno entre cientos, es lo que es por sus gentes; pero también no es lo que debería ser por sus gentes.

La despoblación es un hecho real, que vemos y sentimos los que amamos «el pueblo», lo rural, pero no puede quedar en un problema en el que solo quepa esa resignación que parezca no se puede hacer nada más; la despoblación, el pueblo, debería ser un desafío, una oportunidad de futuro.

Históricamente se alentó al éxodo rural. Se alentaba a abandonar esos trabajos extraordinariamente duros y mal pagados, como son los agrícolas, para buscar vidas más prósperas y cómodas en las ciudades.

En España, quien quedaba en el pueblo era el «paleto» y quien vivía en las ciudades el «señorito». El señorito se reía de aquel que quedaba al fresco de las esquinas encaladas de Minaya, cuando volvía una vez al mes, con ese traje comprado a plazos en la ciudad. Y ese humilde, sencillo, extraordinario vecino del pueblo, que con el cigarrillo entre los dientes veía el rápido prosperar del estúpido y engreído «señorito», no quería que sus hijos quedasen para trillar la parva en la era y en cuanto podían reunían los ahorros suficientes para mandarlos también a la ciudad.

Y así, los pueblos, el pueblo, van muriendo mientras se apodera de los que todavía quedan, la tristeza y el mal presagio al futuro.

Y es el futuro por el que debemos trabajar otros; esos otros que sentimos, conocemos, amamos la música que esconde lo rural, los compases lentos y serenos, los silencios, la naturalidad, la lentitud del tiempo.

El pueblo tiende a desaparecer si no le ponemos remedio y, los remedios, normalmente los debemos comenzar a poner nosotros mismos, instalando en el valor que merece aquello que tenemos: lo nuestro. No dejándolo marchar ni perder como si no hubiese otro remedio.

En estos pueblos, sobre todo en algunos, como el nuestro, todavía hay gente joven que no se resigna, que no se retira, que todavía pelea, aunque a veces parezca que lo haga contra esos molinos de viento que nos rodean.

Los jóvenes que apuestan, que quieren quedarse no solo lo hacen porque sea su tierra, su lugar de nacimiento, que también, sino porque no quieren abandonar la esencia de sus vidas e introducirse en esos mundos que han desvirtuado tanto la vida a otros. Invierten y arriesgan por sobrevivir. ¿Por qué no ayudarles más? O, tal vez, es que a alguien le interesa que todas estas zonas queden vacías en el olvido, para dejar de invertir ya lo mínimo que se invierte en ellas.

El reloj no se ha parado

Ahora parece que lo moderno es crear ciudades inteligentes, smart cities. Y yo me pregunto, amigos, ¿por qué no apostamos por proyectos que generen pueblos inteligentes?

¿Por qué no se invierte en los pueblos?

¿Por qué no se presta, se cede, suelo en los municipios que lo tienen, como el nuestro, para la instalación de empresas emergentes que no tienen por qué estar cercanas a las ciudades, pero sí con las comunicaciones necesarias como para subir a la capital en un par de horas?

¿Por qué, por ejemplo, no se generan espacios rurales para acoger a todos esos refugiados o migrantes que vienen huyendo de sus lugares de origen buscando esperanza? No sé, se me ocurre.

Hay que buscar un diálogo entre lo urbano y lo rural. Nada es incompatible: cooperación, emprendimiento, sostenibilidad.

Minaya esconde una profunda belleza, como lo esconde cada pueblo de España.

¿Alguien ha agarrado con las manos esa tierra marrón del campo, recién arada, y dejado escurrir entre los dedos, mientras las manos quedan cubiertas por una lámina de diminutos granos que recuerdan el color del barro pero que rezuman vida?

¿Alguien ha corrido entre los trigales o se ha tumbado mirando ese cielo completamente estrellado desde una era?

Caminar por ese silencio que solo te aporta el campo, que es libertad, entre esos caminos que separan las siembras, en los que los murmullos del viento ronronean componiendo los versos que van construyendo tu vida.

Saludar a esas gentes, vecinos, humildes, sobrios, simplemente personas ajenas a todas esas excentricidades que vivimos, los que vivimos, en ese sistema mal llamado de progreso, en el que nos hemos criado y criamos a nuestros hijos expuestos a un mundo inhumano, insolidario, incívico y mal educado donde lo único que prima es el individualismo, la deslealtad, la competitividad y la crispación.

El pueblo se merece un valor, el valor de ese modo de ser que cada vez se hace tan necesario en este país nuestro: esa poética de la vida, del movimiento, del encuentro con uno mismo como fuente fundamental para entregarnos a los demás.

El pueblo, como lugar primigenio de agrupación de personas, es la referencia esencial en la construcción de un país: aldea, pueblo, ciudad, provincia, región, nación.

Cada uno tenemos un pueblo porque el que no lo ha tenido alguna vez, lo ha soñado

Los años, la experiencia, la vida, con sus pasos positivos, pero no exenta de tropezones desagradables, me hace amar, cada vez más, lo rural.

Creo que nunca he sido una persona de ciudad, tal vez por ello me siento y sienta, tan fuertemente arraigado, ese lugar que considero mi pueblo, Minaya.

En días como el de hoy, que me entra no solo la nostalgia, sino la parte de culpabilidad por no haber salido corriendo, de este conglomerado ruidoso, a pasar unos ratos por las calles, por los campos ahora primaverales, de sus tierras, me vienen a la mente esas imágenes que me acompañan siempre, que forman parte de mi caminar y de mis versos.

Despertar con el cantar de los cientos de gorriones o el gorjeo de mis amadas golondrinas; caminar mientras la mirada se pierde en ese infinito dorado que forma el sol sobre los cebadales; contemplar cómo las cepas buscan con sus brazos asarmentados la luz, o esos almendros en flor que inundan muchas tierras y que cantan mientras el viento les abraza.

Hilvanar los recuerdos que recorren cada una de sus calles, esas mismas que corrieron mis padres de jóvenes y recorrieron los abuelos con sus blusones, albarcas y esas manos labradas por el campo.

Y eso es un pueblo, uno más entre todos, pero para cada uno el suyo. Pueblos capitaneados por su torre de iglesia que, como un faro, pasado el cruce de Casas de Gachas, nos indica ese lugar especial, en ese paraje llano de la Mancha en el que, sin duda, uno no dejará de hacer existir.

Perder los pueblos es perder una enorme riqueza humana, de sentimientos, de cultura.

He escrito, escribo y seguiré escribiendo sobre los pueblos y sobre la poética vida del pueblo.

Muchos buscan por ahí fuera, en playas paradisiacas, en lugares lejanos o no tanto, mucho de lo que pueden encontrar a su lado, en su pueblo.

Somos muy dados a alarmarnos, a emocionarnos en el instante, o echarnos las manos a la cabeza cuando leemos, vemos imágenes o noticias, por ejemplo, sobre el cambio climático y sus consecuencias. Pero en las ciudades seguimos llenando los depósitos de gasoil, desparramamos agua o nos cuesta reciclar.

Se nos saltan las lágrimas cuando vemos esas imágenes de pueblos a miles de kilómetros de nosotros, con niños desnutridos, fallecidos entre las zarzas, famélicos, por falta de comida o agua; pero lo vemos desde un sillón en el que no falta, al lado, esa lata de Coca Cola o cerveza, con unas viandas que luego sobrarán e irán a la basura.

Y cierto es, nos puede esa emoción global, y exigimos que se pongan los medios, que se haga algo, incluso muchos de nosotros, para arrancarnos ese sentimiento de culpa, colaboramos con una u otra organización para tratar de aportar un granito de arena que solucione, mínimamente, tal desequilibrio. Pero, sin darnos cuenta, sin querer mirar, estamos dejando morir nuestra historia; estamos dejando morir nuestros pueblos y a mí, personalmente a mí, esto me sacude también emocionalmente.

Hay quienes quieren, o prefieren, olvidar su pasado, incluso reniegan de sus raíces u orígenes; les da vergüenza, parece, decir de dónde son. Es fruto de esta cultura nuestra. La de veces que he tenido que escuchar, o escuchamos todavía, bromas sobre Albacete. Habiendo nacido, físicamente, en Madrid, siempre he dicho y digo lo mismo: soy de Minaya, Albacete. ¿Y qué?

Hemos perdido la emoción por lo nuestro, por nuestros orígenes, me cuesta creerlo.

Con estas breves, inconexas, a veces sin sentido, líneas, que ni siquiera sé si se leen, a veces trato de pellizcar esa emoción: la emoción que genera lo rural, lo auténtico, lo nuestro, el pueblo. Y no es una cuestión de ideas, de creencias: es una cuestión de emoción, de sentir.

La esencia de un pueblo es la esencia del Ser; la esencia del Ser de cada uno es su vida.

Mi recuerdo, mi memoria, es la memoria de mi vida y mi vida, por suerte, no es solo la vida de los míos sino de todas esas calles, esos tejados, esos campos, de todas esas gentes que son y serán: el pueblo.

No sé si mis palabras son un alegato a la esperanza o, simplemente, una llamada a la poesía.