De entre la bruma de los tiempos se nos revelan antiguos relatos acerca de la existencia de divinidades que hoy parecen casi olvidadas y que se elevaban sobre los hombres con gran magnificencia y poder. En todas las culturas del mundo existen hermosas historias que narran las hazañas de estas deidades, repletas de amoríos y vicisitudes.

En Grecia, sin ir más lejos, descubrimos grandes relatos y personajes inolvidables. Los dioses griegos vivían en el monte Olimpo y, desde allí, regían el destino de los hombres. Si bien lo hacían con mayor o menor acierto; ya que sus humores y genios con frecuencia cambiantes repercutían sobre todas las criaturas y no siempre para su beneficio.

Zeus era el padre de los hombres y los dioses. Fue el que liberó a sus hermanos del mismísimo Cronos, quién poseía el poder del rayo con el que mostraba su enorme autoridad y dominio sobre todo y todos. Así, lo relató Homero en su Ilíada. También, contaba que, en la entrada de la casa del dios, se hallaban dos toneles: uno lleno de males y otro de bienes con los que impregnaba su rayo, mezclándolos. De este modo, podía causar tanto dicha como todo tipo de infortunios a quien se lo daba. A unos pocos solo les ofrecía desgracias. Estos sufrían un hambre atroz y eran despreciados por los hombres y por los dioses.

Algunos autores posteriores consideraron que Zeus le dio una de estas vasijas a Pandora. Esopo fue uno de ellos y estaba convencido de que debía haberle dado la de los bienes. Su propio nombre parecía aludir, no solo a las gracias que los distintos dioses le otorgaron, sino a «todos los dones».

Pandora fue la mujer primigenia, modelada por Hefesto con agua y barro. El origen del mito, que posteriormente sería recreado y transmitido por diversos autores, se encuentra en Hesíodo. Especialmente, en los trabajos y los días, en la que se nombró por primera vez y donde aparece como la causante de todos los males de la humanidad.

Su mito está estrechamente relacionado con el de Prometeo, que entregó el fuego a los hombres y recibió dos castigos por cada uno de los pecados que cometió contra Zeus. El primer pecado fue considerarse más sabio que el dios del Olimpo y, el segundo, fue robar el fuego para entregárselo a los hombres. Zeus, lo castigó por ello severamente. Primero, negándose a darle el fuego y, luego, enviándole a Pandora, mediante subterfugios, como obsequio a su hermano Epimeteo. Ella se convirtió en la consecuencia de la desmesura y desobediencia de Prometeo. En la versión de Hesíodo, Pandora portaría una vasija (no una caja) que no debía abrir bajo ningún concepto. Finalmente, no pudo resistir la curiosidad y abrió la intrigante ánfora. En ese momento los males contenidos en su interior se desperdigaron por el mundo. La joven consiguió tapar a tiempo el recipiente, reteniendo dentro la esperanza. En esta parte de la historia, algunos autores como Teognis, Esopo o Babrio, aseguran que lo que liberó fueron todos los bienes y que estos regresaron volando al Olimpo, salvo la esperanza.

A lo largo de la historia, a través de diversas expresiones artísticas y culturales, encontramos plasmado el mito de Pandora. Casi siempre se representa el momento en el que deja salir los males que atormentarán eternamente a los hombres. Acusada de ser la causante de todas las desgracias que asolan a la humanidad. Pandora, en realidad, no fue la causante de todos los males, sino la valedora de los bienes concedidos a los hombres. La custodia de la esperanza. Aquella que fue instrumentalizada injustamente por un dios vengativo y retorcido.

Prefiero pensar, igual que Esopo hace tantos siglos, que lo que contenía la vasija eran todos los bienes, y que la esperanza permaneció en su interior como recordatorio del bien que habita en el corazón de cada criatura que puebla el Universo. Tal vez, haya llegado la hora en la que Pandora pueda mostrarnos la esperanza que permaneció en su ánfora y seamos capaces de aceptar aquel regalo que ella guardó allí, celosamente para la humanidad.