En el orden de la literatura, como en los otros, no hay acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial de una infinita serie de efectos. Detrás de la invención de Coleridge está la general y antigua invención de las generaciones de amantes que pidieron como prenda una flor.

(J. L. Borges ‘La flor de Coleridge’ en «Otras inquisiciones»,1952)

Aquellos ensayos que Borges escribe en situaciones disímiles a las de su momento más vanguardista, por un lado, y a la de su proliferación como cuentista, por otro, propician un elemento programático interesante para pensar no solo su poética narrativa, sino también y, sobre todo, el conjunto de la literatura dentro de la cual se inscriben con eximio. En cierto sentido, estos ensayos escritos en las décadas del 30 y el 40 conforman una serie de textos en prosa cuyos postulados podrían haber formado parte —si la intención de autor se hubiera supeditado a ello— de un manifiesto para el arte narrativo con sus propias reglas y convenciones en el cual la noción de «artificio» ocupa un lugar preponderante. Isabel Stratta habla de una «teoría estética fragmentaria» (2006: 2) para referirse a aquellos momentos en los que Borges siembra en sus artículos las bases de lo que puede entenderse no solo como una estrategia de autor sino también como la sustanciación de reglas y convenciones que determinarán buena parte de su ars poética.

Si nos propusiéramos realizar la inabordable y no menos injusta tarea de condensar en un único binomio gran parte de los debates en torno a lo literario, podríamos postular —aunque a riesgo de incurrir en un reduccionismo radical— la distancia que opone mímesis a diégesis. Entre una y otra categoría media una concepción de narración diferente: mientras que la mímesis supone un relato de reproducción de una realidad preexistente al texto y cuyos acontecimientos, si no son reales, estarán signados por el irrevocable carácter de la verosimilitud, la diégesis responde a una lógica puramente textual que, al no operar por imitación, procede —podríamos pensar— con una mayor libertad creativa. En el caso de Borges en particular, la creación se erige como un valor y recibe, concretamente, el nombre de «invención», la cual contribuye a la creación de un universo antirrealista dentro de cuya teoría su parangón negativo será, específicamente, la novela de caracteres.

En «El arte narrativo y la magia» (1932), Borges esgrime una reflexión crítica sobre los mecanismos narratológicos a partir de ejemplos concretos que le aportan The life and death of Jason de Morris y Narrative of A. Gordon Pym de Poe, para trabajar a partir de ello dos narraciones que presentan aventuras extraordinarias y que, por lo tanto, rechazan una poética propiamente realista. En relación con esto, el autor argentino arguye que la novela de caracteres «finge o dispone una concatenación de motivos que se proponen no diferir de los del mundo real» (1932: 244). Es preciso señalar la disyunción por la que opta enlazar ambos verbos en tanto que, si asumimos que no responde a una elección vacilante, pone de manifiesto que, al operar la poética realista por imitación de una realidad, es en pos de su propio propósito que anula los mecanismos de invención y, por lo tanto, no se trata ya de una ficción sino de una mera disposición de hechos y personajes, una mímesis que avanza en detrimento de cualquier posibilidad diegética.

Reconociendo que «el problema central de la novelística es la causalidad» (ibid.), Borges distingue dos procesos causales: uno natural «que es el resultado incesante de incontrolables e infinitas operaciones» y uno mágico, «donde profetizan los pormenores, lúcido y limitado» para finalmente circunscribir a este último la honradez de la novela. Al desechar —o, lo que es lo mismo, reducir a una mera simulación psicológica— la causalidad natural, podemos reconocer en Borges la estimación de un valor que se asienta en la artificiosidad que demanda una estructura narrativa que se asienta, en buena medida, en la limitación. Limitación en el sentido contrario a lo que representa la excedente presencia de minucias descriptivas que saturan toda narración con pretensión realista y que de ningún modo son recuperadas dentro del relato. Esta limitación que pondera Borges, por el contrario, demanda una economía del texto dentro de la cual cada elemento que lo conforme deberá tener necesariamente una justificación aprehensible dentro de los límites que impone una lógica puramente textual, hecho que determina el mandato que, en palabras de Borges, señala que «todo elemento en un cuidadoso relato, es de proyección ulterior» (1932: 246).

Pasible de ser leído de manera conjunta con el ensayo recientemente aludido, «La postulación de la realidad» (1932) es otro de los textos críticos que constituyen lo que Stratta denomina «las primeras tesis borgeanas sobre el arte de narrar» (2004: 41). Aquí el autor configura lo que denomina «dos arquetipos de escritor (dos procederes)» (op. cit.: 223) a partir de las categorías de lo clásico y lo romántico, aunque —cabe aclarar— despojadas de su connotación teórica habitual. Desde esta perspectiva, lo que caracteriza al autor clásico es su confianza en el lenguaje, la habilidad para condensar rasgos significativos, la evitación de lo expresivo y de la representación superficial de la realidad. Por el contrario, lo romántico se vale del método continuo del énfasis y de la expresión que suele devenir en imprecisiones.

Borges define y ejemplifica los tres modos que puede asumir la postulación clásica de la realidad y sostiene que el primero de ellos consiste en «una notificación general de los hechos que importan», el segundo modo «en imaginar una realidad más compleja que la declarada al lector y referir sus derivaciones y efectos» (1932: 396) que, a su vez, se caracteriza por ser estrictamente literario mientras que no así el tercero, el cual —aunque difícil, diestro y eficiente— estriba en la invención circunstancial aplicable de manera general.

Las virtudes que precisan la noción de artificio en Borges serán el orden, la economía de recursos, la invención y la causalidad puramente lógica o maravillosa, es decir, elementos todos que hacen de una narración un acontecimiento artificioso, un hecho ficcional que —por su propia naturaleza— difiere del mundo empírico y cuyo mundo referencial habrá de estar necesariamente orientado hacia el propio interior de la obra, allí saturado bajo pretexto de poder prescindir de manera absoluta de cualquier contexto real de referencia. Esta pretensión de artificio que nuestro autor demanda de toda la literatura hace que incluso la literatura realista constituya un conjunto dentro del vasto campo que representa la literatura fantástica que, en Borges, es toda la literatura. Tal como señala Stratta, el ideal narrativo borgeano se centra en el argumento, en una técnica cuyo garante será la premeditación que el autor tiene de una idea de la cual se hará cargo la invención argumental, así como también de la economía con que se ejecute en el propio espacio del relato.

Notas

Borges, J. L. (1932). Discusión. Buenos Aires: Ed. Sudamericana, 2016.
Borges, J. L. (1952). Otras inquisiciones Buenos Aires: Ed. Sudamericana, 2016.
Stratta, I. (2006). Borges cuentista: las reglas del arte. En: Fragmentos: revista de língua e literatura estrangeiras. No. 28-29, pp. 29-40.