Entre la primera y la sexta catarata del Nilo, con la extensión del Sudán por el sur y el peso de Egipto en el norte, se encuentra Nubia. Es una región de importancia histórica que hoy se divide entre las fronteras de ambos países, a pesar de que hubo una época en la que se valió por la fuerza de su propio nombre. A gloria suya, los nubios cuentan con ser de los primeros constructores de civilizaciones, de imperios tan lejanos en el tiempo que las arenas del olvido y el desierto los han sepultado junto con los nombres de sus héroes y monarcas. De entre estas glorias brilla Kush, el más grande de sus imperios. Tan grande, que guerreó contra los propios faraones sin importarle lo largas y mortales que fueran sus sombras.

La guerra marcó las diferencias entre ellos, pero el comercio y las relaciones que se dieron durante los momentos de tregua y paz permitieron la polinización de sus culturas. Los nubios legaron a los egipcios la vigésimo quinta dinastía, con sus regentes de piel negra. Los segundos, en cambio, dejaron sentir a los primeros el peso de su estética, incluso su mística. Las calles de Meroë, capital de Kush, comenzaron a reflejar la supremacía de Egipto en las ropas que vestía su gente, en la rica orfebrería de sus maestros artesanos, en los detalles fúnebres y religiosos que permitieron una relación más sofisticada entre los nubios y Sebiumeker, con Mendulis y Menhit, con el resto de la comitiva de sus dioses allá arriba, en el más allá por encima de la bóveda del cielo.

Los periodos de tranquilidad jamás fueron suficientes para apaciguar la sed por el conflicto que hermanaba a los dos imperios. A pesar de la vigilia de Amón-Ra y Osiris, Egipto pasó a ser víctima de la decadencia y las invasiones. La enfermedad y la modorra de una muerte lenta enturbiaron el aire con el que se regocijaban los faraones, no sin antes dominar en su totalidad al pequeño Kush, que con semejante estacada perdió su escaso poderío sobre la región. Macedonios y romanos aparecieron en el horizonte, y su destino lo decidieron manos extranjeras que lo administraron poco mejor que a un burdel. Un héroe, un rey de la épica nubia, recuperó a Kush de la vergüenza, pero ni siquiera eso evitó su colapso bajo el peso de las plagas, las intrigas de Palacio y condiciones climáticas cada vez menos favorables.

Aunque de Kush se sabe gracias a las citas que le dedica la Biblia, su capital, Meroë, fue un rumor del que las leyendas y los susurros hablaron durante las eras posteriores a su caída. De la antigua realeza, uno de los nombres más queridos fue el de Amanishaketo, la kandake, como llamaban los nubios a sus reinas, que repelió a las fuerzas del emperador Augusto en su intento por someter a Nubia. Su trono se levantó en Meroë del 10 a. C. hasta el 1 d. C., y a su recuerdo hay varios monumentos y referencias escritas que conmemoran logros políticos y militares. Tan radiante fue en la constelación de la monarquía, que tras su muerte mereció entierro en su propia pirámide, repleta toda ella de riquezas.

El sitio del último reposo de Amanishaketo fue una de las casi doscientas pirámides que adornaron el complejo funerario de Meroë; estructuras pequeñas y estilizadas que insinuaban la influencia mayor de Egipto. Esa gloria funeraria que la muerte reservaba a la sangre más noble fue uno de los collares de perlas con los que se embelleció la vieja Kush antes de que el desierto y las ruinas engulleran a la capital en el olvido, en un sueño dentro del que permaneció cautiva junto con Troya y Petra, con Machu Pichu y Göbekli Tepe, y con otras tantas ciudades que antaño fueron la materia prima del mito y la leyenda, los chismes de exploradores y los cuentos de hadas. Hasta que la mirada de un arqueólogo o el golpe afortunado de una pala las sacudió de vuelta a la luz del día.

Así pasó entonces que, en 1820, tras vivir una serie de intrigas y asuntos turbios, llegó al Sudán Frédéric Cailliaud, después de una breve estancia de descanso en París. No era la primera vez que el joven visitaba el Norte de África, y su nombre ya era conocido en ambos continentes por la clase de personas que escriben la historia a su antojo. Con apenas treinta y tres años, había dedicado los últimos cinco a la prospección de esmeraldas en Egipto, al estudio de su botánica y categorización de sus rocas, al coleccionismo de antigüedades y el registro de la cultura y tradiciones, pues el paso de Napoleón por esas tierras apenas había logrado calmar el hambre Occidental por las grandes civilizaciones. Exhaustas Roma y Grecia de su hechizo, e incapaz de ver en sus ancestros paganos un mendrugo de los misterios milenarios, la curiosidad y la codicia de Europa se inmiscuyeron en el pasado de los pueblos al otro lado del Atlántico y al sur del Mediterráneo.

Pero Cailliaud no era un europeo más de los que buscaban riqueza y fortuna en las arenas por las que vagaban los chacales de Anubis. La suya no era la llamada a la aventura, mucho menos la codicia vulgar por el dinero con la que se tatuaron la frente hombres de mejor cuna que él, sino la recolección ordenada y meticulosa, algunos incluso le dirían necia, del saber científico. Gloria para él y para Francia no en el pillaje del patrimonio cultural de las naciones —aunque de eso también hizo un poco—, sino en el entendimiento del mundo.

Aunque las estrellas bajo las que nació pactaron que su nombre estaría por siempre vinculado al redescubrimiento de Meroë, el grueso de sus intereses jamás insinuó un destino en los archivos generales de la arqueología. Menos que una ciencia, durante esos años aquello fue más bien el pasatiempo de unos pocos; el deleite de hombres sobrados de tiempo y dinero, entusiastas de las antigüedades y la Historia de Heródoto. Una actividad propia de las clases a las que Cailliaud, tercer hijo de un matrimonio que conoció el hambre, difícilmente podía acceder. Su padre se dedicó a la cerrajería, aunque de vez en cuando servía de concejal público. Fue uno de los mejores cerrajeros de toda Nantes, en verdad un maestro de su oficio, pero los misterios que guardan los candados poco le importaron a Cailliaud, para quien no había nada más hermoso que la porosidad de un mineral entre las manos.

Optó por hacerse aprendiz de joyero, un negocio en el que encontró no solo la posibilidad de mayor independencia económica, sino también un lazo entre su amor por la belleza mineral y el trabajo a detalle. Invirtió las horas libres en estudiar dibujo, que le vino fácil gracias a su destreza y buen ojo, y cultivarse en mineralogía, botánica y tanta historia natural como le fuera posible. En aquellos días, la Creación aún era pequeña y joven; faltaban más de veinte años para que Charles Lyell publicara Principios de Geología, más de treinta para que Johann Gottfried Galle descubriera Neptuno, más de cincuenta para que Darwin mandara imprimir El origen de las especies y más de ciento ochenta para que el telescopio espacial Hubble fotografiara miles de galaxias en unos cuantos centímetros cuadrados del campo profundo. En aquellos días, el universo terminaba un poco más allá de la órbita de Urano y era tan solo algunas horas más antiguo que Adán. En aquellos días, lo único que se esperaba de una persona medianamente educada era un dominio general de casi todo lo descubierto hasta entonces bajo el Sol, que aún no era demasiada cosa. Así era en aquellos días.

Cailliaud marchó a París en 1809 para trabajar como joyero, y su experiencia y contactos en la capital le abrieron las puertas a las arcas de la ciencia francesa. Por un par de años, se entregó de lleno a los manuales de mineralogía y a los aspectos más finos de su profesión, con lo que se valió del patrimonio suficiente para continuar con los estudios a lo largo del Mediterráneo. Su curiosidad lo llevó hasta Grecia y poco después al corazón de los territorios otomanos, donde se encontró de pronto en Estambul ante el sultán Mahmut II, quien, al igual que los monarcas de Kush, sentía muy profunda la debilidad por la joyería y las piedras preciosas.

Desde luego que trabajaría para él, debió decirle el francés al Gran Turco. Sería un honor ofrecer sus servicios a la Casa de Osmán, juraría tal vez el joyero, quien pasó a sorprender a la corte con su inteligencia, talento y buen gusto. Muchos y bonitos cumplidos pudo dedicar el cristiano en alagar la hospitalidad que le ofrecía la mano del Padishá, aunque también es posible que la kandake Amanishaketo, de haberlo conocido, no hubiera desperdiciado palabras con ese sultán, ese hombrecillo vanidoso que comandaba uno de los imperios más poderosos de la Historia, pero desperdiciaba el delicado genio de Frédéric Cailliaud en caprichos y fruslerías.

La corte de Mahmut II fue reconocida por las piedras preciosas con las que el joven joyero adornaba las vainas en las que los dignatarios extranjeros cubrían sus espadas. Por los regalos que hacía brillar con esmeraldas, ópalos y jades para así calmar la sed de los caudillos y preservar la tranquilidad de los aliados. Por los ingenieros, científicos, militares, músicos y aventureros de Occidente que se movían en las calles y las plazas de Estambul, pues entre otras cosas, al sultán le interesaba modernizar al Imperio. Cailliaud se codeó entre sus compatriotas e hizo amistad con gente de otras geografías, cada uno llevado a vivir entre los otomanos por el interés, el dinero o la necesidad. Es posible, aunque no hay manera de saberlo, que en aquel cosmopolitismo escuchara hablar de un tal Giuseppe Ferlini, un boloñés que, con la excusa de sus incipientes saberes médicos, había encontrado la manera de moverse a sus anchas por los territorios del sultán.

Se podría incluso aventurar un escenario ficticio, pero no del todo improbable. Ambos hombres, —hoy se les consideraría apenas unos niños—, podrían haberse conocido en algún café, uno de esos sitios en los que los únicos otomanos serían los espías del Padishá. El francés, largo y fino como una estalactita, tomando un té en alguna mesa mientras hojea un tratado sobre conchas marinas, otro de sus tantos intereses. El italiano, grueso y pequeño, más parecido a un barril de ron, le pregunta qué es eso que está leyendo. La conversación lleva de un sitio a otro y la profesión joyera del primero atrapa la atención del segundo. No pueden ser más diferentes el uno del otro.

Aunque diez años más joven que Cailliaud, Ferlini ya mostraba las cicatrices del conflicto. Es 1815, y para ese entonces ya ha vagado por media Europa en busca de mujeres, fama y fortuna. Se gana la vida con trabajillos de cirujano auxiliar, y solo Dios sabe si no improvisa mientras corta y cose a los heridos. El robo y la extorsión tampoco le son ajenos. Vive en posadas en ruinas, le gusta el tronar de los mosquetes y el baile de los sables, el oro alrededor del cuello y las bebidas que separan a los fuertes de los débiles. La nobleza científica de Cailliaud puede causarle cuidado, pero escucha con atención cada palabra que el francés le regala. Le dice que su tiempo en la corte de Mahmut II ha terminado, y su nuevo destino está en Egipto y el Sudán.

Los ojos de Giuseppe Ferlini observan el futuro cuando le escucha. Los faraones que en ese momento conversan con Amón-Ra no tienen razones para preocuparse por el pequeño italiano. Pero la kandake Amanishaketo, cuya pirámide en Meroë continúa sumergida en el sueño del olvido, se sacude un poco en su sarcófago y hace tintinear las joyas que hasta en la muerte la embellecen.