Lejos de las cadenas hoteleras que hoy pueblan sus calas y de la infraestructura creada para el ocio nocturno, Ibiza mostraba, hacia 1932, una muy incipiente actividad turística. Todavía se revelaba como uno de los puntos más remotos del Mediterráneo y los pocos viajeros que arribaban a sus puertos lo hacían atraídos por el rumor de un paisaje cuya exuberancia natural solo podía compararse con la virginidad de sus playas y la tranquilidad y el sosiego de la vida de sus pobladores. En este contexto y atraído por el estilo de vida que allí podría llevar —diametralmente opuesto al que podía ofrecerle cualquier capital europea—, Walter Benjamin desembarca en la isla por primera vez en abril de 1932. La segunda estadía sería en el verano del año siguiente, solo que ya no sería en calidad de turista sino de exiliado político debido a las circunstancias propias de la Alemania de entreguerras.

De sus dos estancias ibicencas y de las impresiones generadas por estas, Benjamin deja constancia no solo en la correspondencia que mantiene, entre otros, con quienes fueran sus amigos más cercanos —Gershom Scholem, Theodor Adorno o Gretel Karplus— sino también en una serie de escritos reunidos bajo el título «Serie de Ibiza», una prosa sorprendentemente poética en la que uno puede sumergirse y sentir el calor del sol, el ensordecedor canto de las chicharras, el descanso de una sombra en el bosque e imaginar, así, cómo era Ibiza noventa años atrás.

Por su parte, Vicente Valero recrea en su libro Experiencia y pobreza: Walter Benjamin en Ibiza (Periférica, 2017) de la forma más documentada y estimulante posible las estancias del pensador alemán en esta isla del Mediterráneo. Sin lugar a dudas, el paso de Benjamin sobre Ibiza constituye una página de gran valor en su vida y obra, una página que quizás no haya obtenido la atención debida y sobre la cual aún quedan aspectos por iluminar si se tiene en cuenta que allí escribe Infancia en Berlín hacia el 1900 y allí inicia, en 1933, lo que sería su exilio definitivo.

La esperanza de una vida posible

En el preciso momento en el que tú te diriges a las metrópolis europeas, yo me retiro a su rincón más alejado (Benjamin, 2008: 35 —Carta a Gershom Scholem).

Qué fácil sería si se pudiese vivir año tras año como aquí, donde no hay día que lleve dinero en los bolsillos, a no ser que tenga que pagar el alquiler semanal (Benjamin, 2008: 47 —Carta a Gershom Scholem).

Poco o nada sabía Benjamin acerca de la isla cuando desembarca en el puerto de Ibiza en abril de 1932, luego de una larga travesía marítima «a bordo del buque de carga Catania tras once días de un viaje que comenzó muy agitado» (2008: 37), pero las recomendaciones de su amigo Felix Noeggerath sobre la tranquilidad y los bajos costos que ofrecía la isla resultaron suficientes para persuadirlo de abandonar Alemania y dirigirse rumbo a la por entonces más pobre de las islas Baleares. Tal y como le cuenta a Scholem en la primera carta enviada desde San Antonio a tan solo tres días de su llegada, el viaje a la isla surge por sorpresa, aunque responde, al mismo tiempo, a su delicada situación económica, «tan marcada significativamente bien por ingresos inesperados, bien por largos períodos de sequía» (Benjamin, 2008: 35).

En la bahía San Antonio, concretamente, en Sa Punta des Molì, Benjamin consigue vivir en una casa propia, comer «tres comidas muy preparadas al estilo regional» (2008: 37) y pagar por todo ello tan solo unos 1.80 marcos al día. Si bien tuvo que renunciar a todo tipo de comodidades por el simple hecho de no estar disponibles o, de estarlo, encontrarse en mal estado —«cosas como luz eléctrica, mantequilla, licores, agua corriente, posibilidades de flirtear o leer el periódico» (ibid.: 51)—, los días transcurridos durante la primera de sus estancias parecen haberse sucedido con una relativa tranquilidad:

Me levanto a las siete y me doy un baño en el mar, donde por muy lejos que mire no hay ni un alma en la orilla o, como mucho, a la altura de mi frente un velero en el horizonte; tras esto, un baño de sol, apoyado en algún tronco no muy rígido en el bosque, un baño cuya fuerza curativa llega a mi cabeza a través del prisma de «Paludes», esa sátira de Gides (ibid.: 50).

La escasez de comodidades no significaría un problema para quien estaba no solo dispuesto, sino también decidido a renunciar a todo tipo de convencionalismo burgués a cambio de una vida tranquila, de una subsistencia que, aunque apenas asegurada, fuese capaz de permitirle dedicarse a la tarea de escribir su propia historia de infancia y juventud. Benjamin, que dependía económicamente de los pequeños trabajos que enviaba a la prensa y que conocía, por lo tanto, la fragilidad de su posición, encuentra, durante los primeros meses en Ibiza, la posibilidad de vivir casi dignamente en un ambiente que resultaría favorable para una personalidad solitaria como la suya: allí era posible escuchar historias y narrarlas y sería posible también contar la suya propia para cumplir con su ambición de volver a Berlín desde el recuerdo y la memoria «no solo por la paz interior posibilitada como un resultado de la independencia económica, sino también por la disposición de ánimo que le proporciona a uno su paisaje, el más virgen que jamás he encontrado» (ibid.: 37).

Una Arcadia amenazada

Benjamin pensaba que el intelectual libre era, de todos modos, una especie moribunda hecha no menos caduca por la sociedad capitalista que por el comunismo revolucionario; en realidad sentía que estaba viviendo en una época en que todo lo valioso era lo último de su especie (Sontag, 2021: 143).

Como la agricultura y la cría de ganado aún se practican aquí bajo una forma arcaica, no cabe encontrar más de cuatro vacas en toda la isla, ya que los campesinos siguen apegados a una economía a base de cabras; tampoco es posible ver algún tipo de maquinaria agrícola, y los campos se riegan como hace cien años por ruedas de labranza arrastradas por mulas (Benjamin, 2008: 37 —Carta a Gershom Scholem).

Cuán grande habrá sido la impresión causada por aquella primera visita a la isla en una coyuntura política que aseguraba a Europa una guerra segura y excluía de su futuro todas las expectativas profesionales de un intelectual de izquierda. Mientras Europa se encaminaba hacia las ruinas sin haber terminado de recoger los escombros de su pasado reciente, Ibiza acogía a sus viajeros en un espacio idílico del cual Benjamin no solo destaca sus aspectos geográficos, sino también históricos que, como otros intelectuales de la época, no tardó en idealizar. Valero señala —y hay que poder pensar lo que esto pudo haber significado para Benjamin— que «Ibiza había preservado su carácter antiguo, la herencia recibida de diferentes civilizaciones, la soledad ensimismada de una comunidad que continuaba siendo fiel a sus tradiciones y en la que no había conseguido entrar ni uno solo de los habituales signos del progreso» (2017: 14). El impacto producido por la revelación que suponía llegar a un lugar en el cual «la Antigüedad podía ser contemplada como un objeto animado y no como un montón de ruinas» (ibid.: 35) signa una experiencia que deja huella visible en sus escritos ibicencos.

En Ibiza no solo encuentra el ambiente propicio para continuar con su tarea de escritor, sino también —y quizás, de forma inevitable— una ocasión aún más propicia para reflexionar en torno a lo que es una constante en su obra: la relación entre lo antiguo y lo moderno y el avance del progreso sobre la tradición. En un pequeño rincón apartado de la capital, Benjamin consigue acceder «a un mundo en el que todavía se hilaba y se tejía, se rascaba y se trenzaba: ese mundo en el que, según Benjamin, había sido posible siempre el arte de contar historias» (2017: 54).

Walter Benjamin, al igual que otros intelectuales de la época, se interesó especialmente por los valores artesanales que presentaba la sociedad premoderna de la isla en la década del 30, en especial, en lo concerniente a la vivienda tradicional ibicenca en la medida en que, si bien todas «se ajustaban a un mismo esquema arquitectónico tradicional que venía repitiéndose desde hacía siglos invariablemente, no había, sin embargo, dos casas iguales» (Valero, 2017: 130). Al mismo tiempo que la modernidad y la industrialización conducían a la pérdida del «aura», la isla se le revelaba como un espacio aún no alcanzado por las fuerzas arrolladoras del capitalismo y, según sus propias palabras, «al margen de los movimientos del mundo, incluso de la civilización» (Benjamin, 2008: 37).

No obstante, la amenaza del progreso estaba presente en lo que era apenas un indicio, un leve guiño anticipatorio de aquello en lo que convertiría Ibiza con el paso de las décadas y que Benjamin ya pudo vislumbrar en su segunda estancia, tan solo un año más tarde. En la primera de las cartas que escribe a su amigo de la juventud, Gershom Scholem, a pocos días de su llegada, el 22 de abril de 1932, apunta:

Queda decir finalmente que existe una serenidad, una belleza en los hombres —no solo en los niños— y, además de eso, una casi total libertad de los extraños que debe conservarse mediante la parquedad de informaciones sobre la isla… Desgraciadamente, todas esas cosas pueden quedar amenazadas por un hotel que se está construyendo en el puerto de Ibiza (2008: 38).

El 16 de junio de 1933, en una nueva correspondencia mantenida con Scholem en su segunda visita a la isla, escribe:

Ahora aprovecho cualquier oportunidad de dar la espalda a San Antonio. Si te fijas bien, en su entorno, golpeado por todos los horrores de la actividad de sus habitantes y especuladores, no existe ya ni un rincón apartado ni un minuto de tranquilidad (2008: 209).

Los días de Benjamin en Ibiza y las impresiones que esta isla arrojó sobre sí están fuertemente marcados por la condición que determinó, en primera instancia, cada uno de sus viajes, pero también, por el avance del turismo como actividad económica y el desplazamiento que esta generó de las actividades agrícola-ganaderas de la población insular y, en consecuencia, del aspecto arcaico que en principio lo había cautivado. Si en las cartas y los escritos de 1932 se destaca, fundamentalmente, la impresión generada por la belleza del paisaje y las posibilidades que este ofrecía a un personaje de andar solitario como Benjamin, en las cartas de 1933 resulta insoslayable el tono de agotamiento e incertidumbre producido por las dificultades que supone ser un exiliado en condiciones de pobreza en una isla que poco a poco encarece sus costos debido al aumento de la presencia de turistas y extranjeros.

El origen de un mito aún vigente

Llevo aquí el tipo de vida que gente centenaria confiaría a periodistas como si fuera un secreto (Benjamin, 2008: 50 —Carta a Gretel Karplus).

Es cierto que en el fondo puedo sentirme satisfecho con una constelación de hechos que -al menos durante dos meses- me puede garantizar un techo sobre mi cabeza; y sobre este techo, el azul del cielo y, a su alrededor, una tierra maravillosa. Sin embargo, uno no debe dejarse engañar: todo lo que se encuentra entre estos dos polos —el de la serenidad: el alojamiento; el romántico: disponer de un paraíso— tiene desde luego un aspecto terrible (Benjamin, 2008: 154 —Carta a Gretel Karplus).

Las dos estancias ibicencas de Walter Benjamin no han sido sino también dos alejamientos obligados de Alemania, tanto por motivos económicos como por motivos políticos y por la ineludible vinculación que existe entre ambos. Para Vicente Valero esta situación —similar, por cierto, a la de otros intelectuales alemanes— constituye «el principio de su deriva personal definitiva, marcada por la soledad extrema, la ausencia total de expectativas, la penuria y el exilio» (2008: 12). No obstante, el autor ibicenco también señala que los escritos de la época dan cuenta de un momento de felicidad en la vida del pensador, muy probablemente el último antes de su temprana muerte en la costa catalana en 1940: instalado en el pequeño pueblo de San Antonio —aunque con todo tipo de carencias y una ausencia casi total de comodidades—, Benjamin encuentra tiempo para bañarse en el mar, pasear por el campo, escribir «en el bosque, tumbado, es decir, del mejor modo posible» (Benjamin, 2008: 42). Allí tiene oportunidad de releer La cartuja de Parma, de volver a Proust y adentrarse en la biografía de Trotsky.

Así, sin siquiera proponérselo, Benjamin «contribuyó también a fundar el mito de Ibiza» (Valero, 2017: 83). La Ibiza hippie que hoy intenta persistir en mercadillos que no pueden esconder su naturaleza comercial, pero cuya atmósfera aún se respira en la libertad y despreocupación que caracteriza cierta parte del estilo de vida que puede llevarse entre sus orillas y acantilados, si bien estuvo impulsada por el movimiento hippie en la década del sesenta, fue creada en los años treinta por intelectuales y artistas que convirtieron esta isla en «un espacio en el que era posible escribir o pintar libremente, bañarse desnudo, tomar hachís y, sobre todo, sentirse intérprete de la naturaleza en una especie de Arcadia perdida y felizmente encontrada» (ibid.: 82). Albert Camus lo haría en 1935 y a Rafael Alberti y su esposa, María Teresa León, los pillaría allí, en pleno viaje de turismo, el estallido de la Guerra Civil en 1936 teniendo que esconderse en el monte hasta la llegada de los republicanos. Elliot Paul se instala en Santa Eulària incluso después de haber vivido los años veinte en París y Walter Benjamin encuentra en el paisaje y la tranquilidad de Ibiza la atmósfera ideal para dedicarse a lo que por entonces ocupaba su vocación de escritor: Crónica de Berlín e Infancia en Berlín hacia 1900.

Ibiza, tan reconocida mundialmente por sus raves y sus largas noches, supo albergar a artistas e intelectuales —en su mayoría antifascistas— que, como Benjamin o Hausmann, en los años 30 concentraban sus esfuerzos en mantenerse a flote, lo que en pleno ascenso del nazismo significaba «estar más allá de las fronteras alemanas» (Benjamin, 2008: 57). Estos intelectuales, junto con otros artistas en condiciones similares, hicieron de la isla un espacio idóneo para una vida pausada y reflexiva creando un espacio mítico donde proyectar la creación de una obra cuyo desarrollo necesitaba desplazarse y huir de la convulsión propia de las metrópolis europeas. Así, Ibiza se convierte en uno de los cálidos y diáfanos refugios del Mediterráneo y da origen a la internacionalización de un mito que destaca su primitivismo y celebra la herencia de las civilizaciones que la poblaron durante siglos de historias: fenicios, cartagineses, romanos, godos, visigodos, árabes o turcos.

«El hombre que recorre su camino al sol»

Aquí el suelo suena hueco, el sonido que responde a las pisadas reconforta a quien está andando. Con este sonido la soledad deposita la tierra a los pies del caminante. Cuando llega a lugares que le agradan, sabe que es la soledad quien se los señaló; ella le señaló esta piedra como asiento, aquella hondanada como nido para sus miembros (Benjamin, «Al sol», 2013: 132).

La figura de Walter Benjamin está, por razones evidentes, íntimamente ligada a la ciudad en su escena moderna. Sin embargo, en un momento en el cual el destino del mundo occidental se jugaba en Europa y tenía como epicentro a Alemania, el autor berlinés se retiró obligadamente a Ibiza y allí escribió una serie de textos que, en resumen y de forma muy general, pueden ser pensados como una suerte de homenaje a sus días en la isla o, al menos, a los momentos de tranquilidad y plenitud que allí encuentra. Los escritos que conforman la serie ibicenca, en general, y algunos como «Al sol», en particular, nos devuelven a un Benjamin poco habitual para el imaginario colectivo porque es un Benjamin que no pasea entre la multitud que atesta las ciudades, sino que es un personaje solitario que ahora camina por el bosque recogiendo almendras y observando las diecisiete variedades de higos. Distante del flâneur que pasea entre la multitud y el vértigo de la mercancía que desborda los anaqueles de las galerías en medio del triunfo de la burguesía, Benjamin en Ibiza se asemeja más al paseante solitario que, como quería Rousseau, se pierde en la naturaleza más virgen y tan solo se detiene para observar todo aquello que la isla podía, en su abundancia, ofrecerle al viajero de aquel entonces y, afortunadamente, al de ahora.

Las dos estancias de Benjamin en Ibiza constituyen, en cierta forma, una gran metáfora de unas de las materias que lo ocupó en su propia actividad como pensador. Asiste, en la primera visita, a un mundo en el cual la experiencia de la singularidad aún no ha sido arrasada y la isla se le revela, así, como uno de los últimos reductos en los cuales la tradición aún prevalece por sobre las comodidades burguesas. Mientras tanto, su segunda estancia derivará en la comprobación de que la especulación del mercado puede avanzar, incluso, sobre el último reducto de exotismo, naturaleza y tradición. También llegaría la guerra en 1936 a este rincón por tiempo mantenido al margen de los acontecimientos del mundo y el desembarco de las tropas fascistas no solo detendría el desarrollo económico impulsado por la internacionalización de Ibiza en favor de su explotación turística, sino que también motivaría el abandono de los extranjeros que allí se alojaban. Misma suerte habría corrido Benjamin si regresaba a Ibiza por tercera vez tal y como su nostalgia le sugería.

Así, con todo el exilio por delante, Benjamin abandona Ibiza el 26 de septiembre de 1933 y, enfermo de malaria, inicia su etapa definitiva de exiliado político que terminará con un aparente suicidio en la costa catalana, en la pequeña localidad de Port Bou, exactamente siete años más tarde, el 26 de septiembre de 1940. En Ibiza, Benjamin vuelve a Berlín desde la memoria, recupera el contacto con la oralidad como cadena de transmisión de la narración y encuentra en sus cielos abiertos el —quizá— último respiro de vida antes de iniciar la marcha del exilio que lo despojaría de todo.

Notas

Benjamin, W. (2008). Cartas de la época de Ibiza. Valencia: Pre-Textos.
Benjamin, W. (2015). Infancia en Berlín hacia el mil novecientos. Madrid: Abada Editores.
Benjamin, W. (2013). Cuadros de un pensamiento. Buenos Aires: Ediciones Imago Mundi.
Sontag, S. (2015). Bajo el signo de saturno. España: De bolsillo.
Valero, V. (2017). Experiencia y pobreza: Walter Benjamin en Ibiza. España: Periférica.