Muchas gracias, Illimani por la oportunidad de este pequeño conversatorio y también gracias al Museo del Jade por abrir espacios virtuales y de diálogo que nos acercan a la distancia.

La cosmovisión de cada cultura está íntimamente ligada a sus creencias, emociones, sensaciones y perspectivas del mundo que le rodea y que imagina, y que, a su vez, influye en procesos colectivos y de interrelación social producidos por entidades sociales; lo que conlleva a una correlación entre los sujetos culturales y la colectividad. Dentro del concepto de cosmovisión, están implícitos los de comunicación y transmisión, dado que la primera no puede trascender sin las otras dos; lo que significa que estos conceptos deben verse unificados para asegurar la continuidad de lo que conlleva esta construcción cultural.

El historiador mexicano, Alfredo López Austin, describe a la cosmovisión como un producto de la historia dinámico, en perpetua transformación, por lo que su vigencia va cambiando, ya que depende de las condiciones de cada realidad cultural; tal es el caso de la herencia cultural, los procesos históricos e incluso las regiones en las que se desenvuelven los individuos que forman parte del organismo social al que pertenecen.

Si bien con la descripción anterior se entiende que la cosmovisión de las culturas no es universal por las razones antes mencionadas, sí se puede expresar que las culturas inmersas en la civilización mesoamericana poseían conexiones cosmogónicas que las relacionaban entre sí, tal es el caso de las ritualidades y la simbiosis entre naturaleza y sociedad.

La ritualidad mesoamericana estuvo presente en los procesos simbólicos asociados a la alimentación, a las creencias politeístas y al actuar comunitario de las sociedades en la región. La gráfica lingüística, las esculturas y la arquitectura fueron claros ejemplos de representaciones rituales, como reflejo de su cosmovisión, regida por la naturaleza y los ciclos de esta. Este culto se vinculó con los calendarios, una de las creaciones más sobresalientes de esta civilización.

La conjunción naturaleza-sociedad era evidente en las culturas mesoamericanas, pues encontraban equilibrio entre ambas, ya que consideraban como entes vivos a los elementos que el paisaje les ofrecía, y mantenían, a manera de culto, producciones agrícolas que permitían su subsistencia, así como estructuras arquitectónicas basadas en cerros y montañas que creaban un vínculo entre el inframundo, la tierra y el cielo, como morada de espíritus asociados a la tierra, la fertilidad y la lluvia.

Al respecto, la Dra. Johanna Broda en el libro Pirámides Montañas Sagradas explica:

La carga simbólica de las pirámides, está íntimamente ligada a la recreación de la denominada ‘Montaña de los Mantenimientos’, ese espacio sagrado y mítico de donde provienen las aguas, tanto la que emana en forma de corrientes, como la que se genera en forma de lluvia. Se trata también del lugar donde se almacenan los granos que dan sustento a la población y el sitio donde moran los ancestros.

Durante los años en los que existió Mesoamérica como territorio y civilización, el medio ambiente, el cuerpo y la sociedad se regían como uno solo, aunque con sus divisiones sociales, las cuales permitían que los individuos llevarán a cabo actividades que les posibilitaban enfocarse en ocupaciones propias del arte, del conocimiento, e incluso de la comercialización; lo que creaba una distribución social basada en oficios y en estratificaciones que admitían el pleno desenvolvimiento de cada sector, tanto de subsistencia como ceremonial.

Con la llegada de los españoles a Mesoamérica, este «nuevo mundo» se vio obligado a «adaptarse» a condiciones tributarias y teológicas que vieron mermados sus intentos y esfuerzos por crear vínculos cosmogónicos entre la naturaleza y la sociedad. Por esta visión del mundo de la que hablamos, los originarios se vieron apartados de sus costumbres y tradiciones al ser considerados poco desarrollados por reverenciar ídolos paganos (inexistentes para los europeos) y por vivir de modo «salvaje» en espacios no considerados propios de la civilización. Así, Roger Bartra escribiría: la ciudad es condición intrínseca de la idea de civilización, «por oposición a la ciudad, el bosque es el espacio ontológico del salvajismo».

El conquistador ibérico creía en su superioridad de personaje territorial con mayor beneficio, por ser del Viejo Mundo, frente al indígena que vivía en plena profanación por ser simbiótico con la naturaleza. De acuerdo con John Elliot, «Los europeos se encontraron con la necesidad de responder al reto de la adaptación y a la urgencia de introducir cambios en la tierra»; como una manera de liberar al «salvaje» de su estado. Aquí nuevamente encontramos el desconocimiento de lo nuevo y la poca aceptación de la otredad.

Para realizar dicha proeza, uno de los actos que llevaron a cabo los hispanos fue el de evangelizar a los indígenas y arrancar las ideas de adoración de los dioses a los que los americanos rendían tributo, trayendo a frailes que educaran en el cristianismo y así, cambiaran los pensamientos profanos de los conquistados.

Vemos como maneras propias de la ideologización y sometimiento, la destrucción y desaparición de ídolos y estructuras dedicadas a los dioses mesoamericanos, ejemplo de esto son las iglesias colocadas sobre pirámides, templos y adoratorios, tal es el caso de la Iglesia de Nuestra Señora de los Remedios de San Pedro Cholula en Puebla y su Gran Pirámide debajo o el de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México y el Templo Mayor, cuyas piedras y elementos prehispánicos fueron utilizadas para construir casas habitación y otros templos de sus alrededores.

Los europeos despojaron a los indígenas de hábitos y creencias para enfocarlos en la explotación y dominación de elementos como el oro y la plata en México y Perú o en los obrajes como unidades manufactureras de telas, inicialmente en Nueva España y gradualmente en Perú, Quito y el Nuevo Reino de Granada; por nombrar algunas ocupaciones. Esto dejó completamente de lado la adoración politeísta en la mayor parte de la población, concretándose así la apropiación del espacio y modificando la visión de los pueblos originarios, aunque no del todo, dada su amplia tradición agrícola que permitió continuar en la historia y su adaptación al cristianismo con transformaciones que incluían vivencias de su nueva cualidad de conquistado; lo que le permitió mantener una unidad de pensamiento propia y de resistencia, cualidad que se ha mantenido desde el siglo XVI hasta nuestra época.

Aunque se intentaron ocultar por muchos años los rastros arqueológicos, los Estados nación decidieron que estos formaran parte de su historia; no obstante, continúan sin darle su lugar a los pueblos originarios, cuyos ancestros crearon esos mismos vestigios.

Con el paso del tiempo, los propósitos funcionales, utilitarios y cosmogónicos de los templos y esculturas, fueron sustituidos por otros valores con la finalidad de darles autenticidad a los vestigios procedentes de los pueblos mesoamericanos, como si estos no tuvieran ya alguna. El valor de los vestigios se vio reconfigurado debido a la necesidad de proveerles de simbolismo y de explicaciones adecuadas y acotadas al mundo capitalista y moderno.

Así, la interpretación de los objetos rituales, de vida cotidiana y de creencias se convirtió en la creación de enfoques sintetizados y estéticos que de algún modo despojan de sus atributos originales a los mismos, es por eso por lo que es de suma importancia conocer sus propiedades en sus culturas de origen para intentar dotarlas y ajustarlas a sus realidades. Estas acciones las han realizado historiadores y antropólogos que trabajan descifrando simbologías y aplicando conceptos y terminologías para acotar lo mejor posible elementos que permitan el acercamiento a las culturas antiguas y a sus maneras de ver el mundo.