El romanticismo es, ante todo, una determinada concepción del mundo y una determinada forma de comportamiento humano que aparece en las sociedades occidentales desde el último tercio del siglo XVIII, logrando su plenitud en la primera mitad del siglo XIX. Puede hablarse de un romanticismo literario como de un romanticismo político, filosófico, o incluso de un romanticismo existencial biográfico.

La incorporación de España al movimiento romántico se opera en los años comprendidos entre la Guerra de la Independencia y el advenimiento de la burguesía moderada, ecléctica y realista, a la dirección de la vida pública española, antes de 1850.

Posiblemente sea lo tardío de su implantación lo que lleva a que el romanticismo en España constituya una auténtica explosión, en la que proliferan obras de todo tipo y en la que surgen autores desconocidos hasta entonces y que en muchos casos caerán pronto en el olvido. Literatura apegada a un momento, que se mueve en un terreno superficial, colorista y brillante, sin llegar al fondo de las cosas.

Si el siglo XVIII fue una época de reglas, clásica, el siglo XIX había de ser indisciplinado, anárquico. El ideal clásico era el equilibrio de facultades, sentido común dimanado de la razón. En el ideal de vida de los clásicos debe preponderar el equilibrio en las facultades, sin destacar la sensibilidad y la imaginación. La sensibilidad y la imaginación eran facultades accidentales, secundarias, influenciadas por cualquier factor físico y cargadas de vicio y pasión, capaces de contagiar la esencial, noble y universal razón.

El clasicismo lleva la primacía de la razón al campo de la creación estética, haciendo residir la belleza en la conformidad de un canon, es decir, con una norma que tiene validez universal, porque se apoya en algo considerado como universal, a saber, la razón humana. En cuanto se refiere a la sociedad en que vive, la actitud del hombre clásico es, en principio, de aceptación, por más que le parezca perfectible y, por tanto, aspire a reformarla mediante el uso de su razón, de su sentido común, de su mente.

El equilibrio anímico, los esquemas de vida, los cuadros sociales típicamente estamentales serán desbaratados por las nuevas generaciones románticas. El auge de la burguesía, el fuerte incremento demográfico debilitará las creencias clásicas y la seguridad de unos hombres con todos los problemas resueltos hasta ahora.

El individuo se rebelará contra la sociedad, y la obra romántica será la más clara rebeldía contra todos los valores establecidos. El modelo de individuo romántico carece de equilibrio para aceptar su ambiente, se mostrará en contra él y buscará algo que pueda satisfacer su espíritu; sus desengaños le llevan a convertirse en un reformista utópico, en un progresista desubicado, en un idealista poco pragmático.

Por la sensibilidad, en el romántico se libera un hombre común que gracias a la imaginación se libera de la realidad. Dios, la naturaleza, el propio país y la mujer son los cuatro mundos en los que el romántico clavará su afectividad hasta convertirlos en sentimientos.

Lo cierto es que la confianza humana en la razón, en lo normal, en el sentido común, va a disminuir fuertemente; la sensibilidad la imaginación y las pasiones van a ocupar el lugar de la razón. El hombre romántico va a confiar, más que en su razón, en su sensibilidad.

La razón hace posible el diálogo y facilita la sociabilidad humana por cuanto es, como el buen sentido, común a todos los hombres por el mero hecho de ser tales.

El propio sentimiento es el supremo término de referencia del hombre romántico. Con él se explica fácilmente que la concepción del mundo propia de romántico esté integrada, no por un sistema de ideas, sino por un complejo de sentimientos. En efecto, la «idea» que acerca de Dios, de la sociedad, de la patria, pudiera tener el hombre romántico, forzosamente ha de impregnarse de aquella sensibilidad previamente elevada a la primacía de las facultades anímicas; la idea, impregnada de todo el complejo específicamente personal de orden afectivo, imaginativo, sensible, se convierten en sentimientos, a saber; sentimiento religioso, sentimiento de la naturaleza, sentimiento amoroso... Los cuatro órdenes de sentimientos que acaban de ser citados son esenciales en la concepción del mundo propia del romanticismo. Todos ellos hunden sus raíces en una aspiración general e inconcreta difusa en el estado de ánimo propio del hombre romántico, que sufre en la soledad un «dolor cósmico» (Weltschmerz, según los románticos alemanes) sin causa ni remedio.

En el marco de la cultura clásica, las peculiaridades nacionales tienen una importancia secundaria: la razón es universal, las obras bellas lo son en razón de la fidelidad con que siguen unas normas intemporales y sin fronteras. En el marco de una cultura romántica, las peculiaridades nacionales tienen una importancia esencial; cada nación tiene su propio genio, su propio espíritu (Volkgeist), que se manifiesta en su lengua, en su cultura, en su historia, en las costumbres de sus hijos, en su folklore. Las obras bellas lo son en razón de la fidelidad con que expresan ese Volkgeist o espíritu del país. Las culturas románticas son tantas como naciones, como espíritus nacionales; cada país tiene su propia cultura nacional.

El romanticismo español constituye una parcela especialmente importante del movimiento romántico europeo. El romanticismo europeo manifestará, en abierto contraste con lo que hiciera la cultura del clasicismo, una curiosidad y una admiración resuelta por los temas españoles, por la cultura española. Lo español será ciertamente, en la Europa de la primera mitad del siglo XIX, una categoría romántica.

El comportamiento colectivo del romanticismo español se manifiesta en la guerra como quehacer y género de vida. La misma Guerra de la Independencia no es sino una categoría romántica, una afirmación de una personalidad nacional frente a la pretensión uniformadora, racional y clasista de la Europa napoleónica; el levantamiento popular, el pueblo en armas, las acciones callejeras colectivas e individuales, frente al primer ejército del continente, traslucen un signo romántico, una interpretación milagrosa de la vida, un paroxismo pasional, incomprensible en el siglo XVIII. El guerrillero y las guerras de guerrillas son la espontaneidad e individualismo frente al canon clásico, conjuntado y preciso, de la guerra tradicional.

La primera oleada romántica no fue bien asimilada por el régimen de Fernando VII. Esta primera corriente era la corriente de reaccionarios y aristócratas románticos, encabezada por Chateaubriand. Simpatizan con la España oscurantista desde el punto de vista arqueológico, convirtiéndola en la «Turquía de occidente», sin la oposición de los liberales. Este romanticismo contrarrevolucionario «a lo Chateuabriand» había dado lugar a una sensibilidad tradicionalista, a saber; el romanticismo histórico. Se apasionan por la historia y sobre todo por la Edad Media; el menosprecio por lo clásico, el amor por lo medieval, el gótico, la vida caballeresca, las Cruzadas, confieren al romanticismo «histórico» su carácter de tal. Descubren la epopeya de la Reconquista española y a España como excepcional país romántico. La resistencia a Napoleón durante la Guerra de la Independencia intensifica esta corriente, y el tema español pasa a ocupar un puesto de honor en el romanticismo europeo, tanto en el campo literario como en el pictórico y musical.

La política antiliberal de Fernando VII ve con buenos ojos este romanticismo tradicionalista y contrarrevolucionario. Es recibido en España por el influjo de Chateaubriand y Walter Scott, y tiene sus admiradores en el padre de Fernán Caballero, Juan Nicolás Böhl de Faber, Alberto Lista y Agustín Durán. Oyen también su voz Próspero Bofarull, los hermanos Amat, Aribáu y el primer periódico romántico barcelonés, «El Europeo». Serán los antecedentes del «floralismo» y del catalanismo literario conservador.

Hacia 1824 el romanticismo empieza a cambiar de signo político, y en 1827 Víctor Hugo escribirá que «el romanticismo es el liberalismo de la literatura». Se manifiesta este anhelo de libertad en los planos político, social, poético, religioso, moral, etc.

La posición de todos los románticos españoles es claramente liberal, y entre ellos, Mariano José de Larra y José de Espronceda, más libres de convencionalismo sociales que un Martínez de la Rosa o un Duque de Rivas, captarán la necesidad de incorporar al pueblo y a la juventud a la vida nacional del país.

Estos románticos liberales españoles están influenciados por el romanticismo de cuño francés, exponente de la revolución francesa de 1830. Ya no se añora el pasado ni la Edad Media, impregnada de sentimiento religioso, sino que se muestran como resueltos simpatizantes de la revolución política llevada a cabo por el liberalismo. En España cuaja, pues, cuando la burguesía liberal se hace con el poder y retornan los emigrados, esto es, poco más o menos, hacia 1834. Estos románticos aceptan el nuevo progreso y las nuevas condiciones sociales, y aunque tratan de evadirse de la prosaica vida cotidiana por la vía de la poesía, fundarán una revista romántica con este significativo título: El Vapor (Barcelona 1833).

Los orígenes de este romanticismo liberal hay que buscarlos en la valoración de unos hechos indispensables para el conocimiento del romanticismo liberal español. Nos referimos a la «Carta Magna» del liberalismo español, esto es, la Constitución gaditana de 1812. Continúan los orígenes con la «conspiración» y el «pronunciamiento», acciones típicas de la política liberal durante el reinado de Fernando VII. Todo ello revela unas formas y unos tipos humanos que responden de lleno al patrón romántico.

Lo mismo que en política, en el intenso y breve apogeo del romanticismo español, podemos advertir dos tendencias que son las siguientes; la de los viejos doceañistas que vivieron la Guerra de la Independencia y traen del exilio una tendencia a la moderación, a saber; Martínez de la Rosa, Toreno, Duque de Rivas, Alcalá Galiano, Istúriz, Entronca.

Son contemporáneos de otra generación, más radical, nacida durante la Guerra de la Independencia y salida a la vida pública durante la Guerra Civil. Frecuentemente anticlericales, partidarios de la vía de la liberación, a través de una religiosidad libre y sin dogmas, son menos conscientes de su integración en una cultura nacional. Participan de un liberalismo moral, opuesto a casi toda la moral anterior, introducido por su más ilustre representante, Mariano José de Larra, quien dirá: «Un fin moral osado, nuevo, desorganizador de lo pasado, si se quiere, y fundador del porvenir».

Donde destacará el romanticismo español, más que en el aspecto literario, retrasado y mimético, es en el plano existencial. Según Aranguren; «en cambio, el Romanticismo encarnado y vivido por los españoles apareció, a los ojos europeos, como la realización del Romanticismo, el Romanticismo hecho existencia».

Hay que referirse, en este sentido, a las Cortés de Cádiz, conspiraciones y pronunciamientos liberales. Pero será en la Guerra Carlista donde se demostrará que el romanticismo no es sino la expresión del choque de dos formas de vida, a la tradicional y la de la nueva sociedad, mercantil e industrial, y de la crisis de adaptación de las gentes al mundo moderno. Enfrentamiento entre vieja sociedad clerical, señorial, sobre una estática economía agraria, y una sociedad liberal, sobre una economía comercial e industrial y con cierta movilidad social.

La Guerra Carlista consistió en la lucha entre la Cataluña litoral y la Cataluña montañosa, entre las costas vizcaína y guipuzcoana, con Bilbao y San Sebastián al frente, y el hinterland, especialmente alavés y, sobre todo, navarro.

El romanticismo legó una Guerra Carlista, un cruento testimonio colectivo, una guerra sin cuartel en la que se pasaron por alto las leyes militares y hasta las más indispensables normas de conducta humanitaria. La presión internacional hubo de intervenir para poner freno a tanta pasión y odio desatado dentro de la Nación española.

Pasando de lo imaginado a lo realmente vivido, el romanticismo también legó una serie de figuras románticas; el conspirador, el bandido, el gitano, el mendigo, toda la simbología poética europea tiene cabida en España, hasta el punto de aparecer el español, como una extraña mezcla, a dosis diferentes, según los casos, de gitano, bandido, torero, grande de España, monje y guerrero.

El general romántico será una figura de excepción. El romanticismo llena las vidas de esos protagonistas visibles; Riego, Zumalacárregui, Torrijos, Diego de León, Fernández de Córdoba, Serrano, Zurbano, Espartero, Prim, Narváez, O’Donnell...

Las libertades románticas adquieren una democratización sexual, femenina, y la mujer española, ardientemente voluptuosa y con una gran pasión sexual, se pone de moda en Europa. Son cientos de extranjeros los que vienen en España en viaje romántico-turístico, alentados por un exotismo al alcance de su mano. Les gusta el país del lance de honor y del gesto, les gusta vivir una temporada peligrosamente en un país no muy burgués, les gusta encontrar las dificultades de un viaje arriesgado, con malos caminos e incómodas posadas y siempre pendientes de la sombra del bandido. Volverse a su país de origen sin topar con un bandido era un viaje perdido.

Esta España romántica en sí y sobre todo para los otros, tiene elementos de admiración por la pasada grandeza y desprecio por la miseria presente, hay una dignidad harapienta, reminiscencias árabes, grandes y bandidos, hidalgos y pícaros, restos de Inquisición, sangre, toros...

España es un país de ensueño de no mucho lustre, aventura y paraíso para los otros, mayoritariamente turistas. Pero la verdadera realidad animada al desengaño romántico liberal, como en Larra, estaba muy por debajo de lo que se veía y brillaba; corte, reinas, cortejos, políticos y, sobre todo, generales.

Se admite generalmente la fecha de 1834 para señalar los orígenes del romanticismo liberal español; es decir, el momento en que los liberales de tradición doceañista, formalmente afectos hasta entonces a una estética clásica, se pasan al romanticismo conservando su propia ideología política. El fenómeno había ocurrido en Francia diez años antes.

El romanticismo liberal tiene en común con el romanticismo histórico todo aquellos que puede ser considerado como propio del romanticismo en general; es decir, su radical contraposición al clasicismo. Pero la actitud contrarrevolucionaria, transida de nostalgia hacia el pasado, exaltadora de la Edad Media, impregnada de sentimiento religioso, será sustituida, en el romanticismo liberal, por una actitud de resuelta simpatía hacia la revolución política representada por el liberalismo.

Así como el romanticismo histórico tiene un claro abolengo septentrional (germánico, inglés...) el romanticismo liberal muestra un cuño francés predominante.

El romanticismo liberal español tiene una prehistoria más prolongada y sugestiva que su fugaz período de apogeo. Esta prehistoria comprende todo el período durante el cual todo el liberalismo doceañista español se mantiene formalmente adicto al patrón clásico. Si por sus convicciones de orden cultural y estético los liberales españoles del período señalado suelen ser clasicistas, su comportamiento humano y sus reacciones espontáneas suelen responder ya a la mentalidad romántica.

El apogeo del romanticismo liberal español se da entre 1834 y 1840. Coincide con el regreso de la emigración liberal de los viejos doceañistas que vieron la Guerra de la Independencia, y que traen del exilio una tendencia a la moderación y un evidente influjo del romanticismo nórdico, histórico, con la aparición de una nueva generación cuyo más ilustre representante será Mariano José de Larra.

Entre los primeros predominaban los andaluces; el granadino Martínez de la Rosa, el cordobés Duque de Rivas, los gaditanos Antonio Alcalá Galiano y Juan Álvarez de Mendizábal.

La joven generación, más radical, anticlerical frecuentemente, menos consciente de su integración en una cultura nacional, muy preocupada por los acontecimientos de Francia, está constituida por hombres nacidos durante la Guerra de la Independencia y salidos a la vida pública en plena guerra civil. La influencia sentimental e ideológica de esta coincidencia no necesita ser destacada. Ellos ven en la literatura algo que debe comprometerse, como beligerante, en la contienda decisiva a que están asistiendo; la lucha entre el nuevo orden burgués salido de la Revolución, y las fuerzas del Antiguo Régimen. Ellos serán los que impongan la Constitución de 1837, basada en el principio de la Soberanía Nacional, frente al Estatuto Real de Martínez de la Rosa.

Las Cartas Marruecas de José de Cadalso

En este ambiente de intensa influencia francesa hubo de vivir José de Cadalso. Su formación intelectual, su cultura, sus viajes por Francia le ponían en el grave riesgo de alejarse de la tradición literaria española, pero su ardiente amor patrio le salvó, aunque en algún género, como el dramático, rindiera tributo a la moda afrancesada.

Nacido en Cádiz el 8 de octubre de 1741, hijo de un comerciante, su educación corrió a cargo de los jesuitas y de su tío el Padre Mateo Vázquez. Antes de cumplir veinte años había recorrido ya media Europa y hablaba francés e inglés, además del latín y el griego.

Se rodeaba de personas socialmente influyentes que le servían para poder medrar. Tenía una gran y cínica habilidad para granjearse cualquier amistad. Aunque, en verdad, Cadalso renegaba del ambiente cortesano cuando las circunstancias le eran adversas, y entonces acudía al tópico del menosprecio de corte y alabanza de aldea, ensalzando una naturaleza bucólica y artificial al más puro modelo romántico. Pero en realidad parece que para él tenían más importancia su posición social y sus deseos de influir en la política del país. Claro que, a medida que pasan los años, es mayor el desengaño, al principio relejado en sátiras frívolas y luego en actitudes de aislamiento, en críticas escépticas, si no pesimistas, como muchas que aparecen en las Cartas Marruecas, o en comentarios mordaces, que encontramos en su epistolario.

Sus Cartas Marruecas se publicaron por vez primera en 1789 en el Correo de Madrid, antes llamado Correo de los ciegos de Madrid. Cuatro años más tarde, en 1793. Escritas al estilo de las Lettres persanes, de Montesquieu, ya que, a Cadalso, le gustaba de seguir las corrientes literarias de su tiempo y, una de ellas, era esta de las obras de crítica política y social en las que se fingía un viajero exótico que trasladaba a los amigos de su lejano país las impresiones que producía en él la contemplación de nuestras costumbres occidentales. El iniciador de esta modalidad literaria no fue Montesquieu, sino Du Fresny, que publicó en 1707 los Amusements serieux et comiques d'un Siames.

Lo que interesa en esta obra es la crítica serena y razonada de las «cosas de nuestra patria», que Cadalso conoció y amó. La ágil travesura de los eruditos aparece en algunos lugares de las Cartas Marruecas al burlarse el autor de preocupaciones, modas y usos de la vida cortesana; pero en otras muchas páginas el tono se eleva y adquiere una superior dignidad, ya porque vibra el autor con una evidente e irreprimible acción patriótica, ya porque se eleva a conceptos morales que si bien son típicos del humanitarismo del siglo XVIII.

Cadalso lamenta la decadencia en que vive en su tiempo la patria querida, estudia la forma de levantarla de su postración y presenta, como gloriosos modelos, a los varones ilustres de la antigüedad. Ya en las primeras cartas estudia la historia de España y, sobre todo, la conquista de América, para oponerse a la injusta crítica de los extranjeros, elogia a los varones insignes de la casa Borbón y, más tarde, pinta reiteradamente el carácter de los españoles, subrayando, junto a la inercia, otro vicio nacional: el orgullo, que es, desde otro punto de vista, verdadera virtud social. Es amargo el cuadro de la decadencia de España, pintada simbólicamente como una inmensa casa que se derrumba. Cadalso intenta señalar algunas causas, entre ellas el atraso de las ciencias y la escasa remuneración de los que a ellas consagran sus actividades. La relajación de las costumbres le arranca páginas indignadas, pero, en general, la pintura de la sociedad de su tiempo está hecha con ligereza irónica.

Pero Cadalso no hace solo labor crítica, destructiva, quiere, a la vez que ir señalando los defectos, indicar la forma de corregirlos, y esto le lleva a soluciones de tipo moral, más individualistas que nacionales; es decir las páginas de este tipo que encontramos en las Cartas Marruecas están encaminadas, más que a dar soluciones para los problemas de la nación, a conseguir la perfección moral del individuo. Por eso muchas de estas páginas tienen un valor pedagógico que nunca han subrayado nuestros olvidadizos historiadores de la pedagogía: así, cuando habla de la educación de la juventud a de la elección de libros. Cadalso en el fondo es un pesimista, que cree que el hombre ha nacido para ser infeliz, y considera como su estado más envidiable el que se logra en la vida retirada, a cantar la cual consagra alguna de sus más bellas páginas. Lo más interesante de sus ideas es el concepto absoluto de la bondad como norma humana. Censura Cadalso (carta XXXVII) que los adjetivos «bueno» y «malo» hayan sido sustituidos por «bonito», «hermoso», «luido»... La bondad humana es lo único que le obsesiona; por eso afirma que el maestro no debe preocuparse por hacer al niño más instruido, sino por hacerlo mejor (carta XLII). Es decir: no solo enseñar, sino, ante todo, y con preferencia, educar. En este sentido pedagógico, Cadalso es un escritor moderno.

Mariano José de Larra y los Artículos

Mariano José de Larra nació en Madrid, el 24 de marzo de 1809. Hijo de un médico afrancesado, por lo que se tiene que trasladar a Francia tras las batallas de Arapiles y de Vitoria. A raíz de una amnistía que Fernando VII concedió, en 1818, a los exiliados, la familia Larra decide regresar a Madrid.

Por esto, Larra se desenvolvió en un ambiente de recelo hacía él, ya que se sentía desplazado en una cultura diferente a la francesa donde se había criado. Estudio en el Colegio Imperial de los Jesuitas y en los Reales Estudios de San Isidro. Después de esto, Larra estudia leyes en Valladolid, aunque no acaba estos estudios, ni los posteriores de medicina que cursa en la Universidad de Valencia.

En los años 30, Larra sale de España haciendo una ruta por Europa. Se convirtió en un escritor y periodista afamado en toda Europa, incluso pensó quedarse a vivir en Francia. Pero el deber nacional le llamaba, pensaba que tenía que volver a España porque había llegado el momento de que los liberales llegasen al poder.

Durante su ausencia Mendizábal había llegado al poder. Si en un primer momento Larra es partidario del líder del Partido Progresista, pronto trueca las alabanzas en dardos, inclinándose por el Partido Moderado de Istúriz. Cuando llegó al, poder Istúriz, Larra sale elegido diputado por Ávila (1836), pero por el Motín de La Granja, nunca entró «Fígaro» (seudónimo de Larra), en el Parlamento.

La vida de Larra resulta perfectamente sincronizada con una trascendental crisis española. Entre la convocatoria de las Cortes de Cádiz y la desamortización se desenvuelven la revolucionaria vida de Larra y la revolución liberal. Su obra es la de un testigo excepcional de su tiempo.

La palabra artículo, en la prensa romántica, connotará descripciones, usos, costumbres, sin embargo, cabe matizar que Larra está muy lejos de utilizar dicha palabra con las corrientes al uso. Larra utiliza un medio de comunicación de vital importancia, el periódico, y se sirve de un género que gozaba de gran éxito en la época, el artículo.

A Larra no le preocupa lo exterior del personaje, sino todo lo contrario. Su análisis se dirige a mecanismos más complejos, a seres retratados interiormente, como si él penetrara en sus interiores para desmenuzar y escudriñar el modelo elegido. No le preocupa, ni mucho menos, lo pintoresco; no cae en un patriotismo dulzón y de fácil etiqueta. Larra siente un tremendo dolor por España, dolor consecuente que le lleva a analizar los males que aquejan a su patria y coartan su ideología de hombre liberal.

Su crítica nace de un profundo amor a su patria. Tal vez esto contrastara con la voz de aquellas personas que utilizaban este sentimiento como sinónimo de alabanza por todo lo que fuera español, se tratara o no de oscurantismo, de costumbres soeces, de conceptos inequívocos; patriotismo casero que contrastaba frecuentemente con la actitud de Larra, con el ideario de un hombre al que nunca se le podrá tachar de no amar a su patria.

Sus artículos son testimonio vivo e imperecedero de una sociedad pasada que encuentra perfecto acoplamiento en las gentes de hoy.

Los artículos son publicados en los siguientes diarios; El Duende Satírico Del Día, El Pobrecito Hablador, La Revista Española, El Correo De Las Damas, El Observador, Revista Mensajero, El Español, El Mundo y El Redactor General.

En muchas ocasiones abordará la cuestión política con ironía, frontalmente y, en ocasiones, halagando aparentemente para denunciar el hecho en cuestión. En sus comienzos literarios solo existen veladas alusiones a la falta de libertad de expresión. Podemos decir que sus artículos políticos comienzan a aparecer hacia el año 1833. Los más significativos son «El Ministerial», «La cuestión transparente», «Revista del año 1834», «Fígaro de vuelta», «La calamidad europea», «La junta de Castel-Branco», «La planta nueva», «¿Qué hace en Portugal Su Majestad?», «Dos liberales o lo que es entenderse», «Cartas de un liberal de acá a un liberal de allá, primera contestación», «La gran verdad descubierta», «Dios nos asista», «Cartas de Fígaro»...

En «El Ministerial», Larra nos ofrece una singular definición del hombre político, especie en verdad cambiante por las mutaciones operadas en su persona.

En «La cuestión transparente», escribe no solo acerca de los empleos, sino también sobre los derechos sociales, libertad de imprenta... En «La calamidad europea», Larra enumera una serie de infortunios o calamidades que se han cernido sobre Europa. Tras una visión muy particular de sucesos que forman parte de nuestra historia.

Artículos muy significativos son los dirigidos al carlismo y a los ministerios de Martínez de la Rosa y Mendizábal. Lanza sátiras implacables contra el carlismo por suponer que de él irradian auténticas, fuerzas antagonistas que impedían en el progreso de España. Tanto el pretendiente como los facciosos son tachados de cobardes y ridículos, inmersos en un total oscurantismo. En sus artículos «La junta de Castrel-Branco», «¿Qué hace en Portugal Su Majestad?» y «El último adiós», la figura de don Carlos y sus seguidores salen mal paradas desde el comienzo hasta el final, haciendo Larra gala de una sutil y mordaz ironía que encrespará los ánimos a cualquier seguidor del pretendiente.

En «La planta nueva», Larra analiza al faccioso de forma perspectivista, con rasgos típicamente botánicos. De esta forma, el faccioso se nos presentará como persona cobarde y dada al robo y al saqueo. lo mismo sucede en «Nadie pase sin hablar al portero», donde un grupo de facciosos, comandados por curas, se asemejan más a una cuadrilla de salteadores que a otra cosa.

Críticas a los partidos políticos del momento como su artículo «Los tres no son más que dos y el que no es nada vale por tres», censurando a los partidos tradicionalistas, progresistas y liberal-moderado. Al primero por considerarlo retrógrado, al segundo, por ambicioso, y al tercero, por considerarlo temeroso a la reacción absolutista. Las críticas a este último partido fueron tal vez las más insistentes y duras, en especial a partir de finales de 1834. En «Dos liberales o lo que es entenderse», censura al autor del Estatuto Real, pues impedía el ejercicio de las libertades y todo intento de progreso. Los ataques a Martínez de la Rosa y a Mendizábal se prodigan en sus artículos. Si en un principio Larra había acogido favorablemente el Ministerio respectivo de estos gobiernos, el desengaño llega pronto a su ánimo; de ahí su paulatino cambio producto del desengaño político. Por esta razón, Larra carga también su pluma contra Mendizábal por su forma de llegar al poder y por su nefasta desamortización, como se desprende de su comentario al artículo «El Ministerio Mendizábal. Folleto por don José de Espronceda».