A sus 33 años, y tras haber superado una infancia llena de miserias, la primera mitad de la vida de Giuseppe Ferlini llegaba a un punto muerto. La había llevado a medio camino entre el romance del aventurero y la libreta de cobros del mercenario. Practicó la cirugía en los campos de batalla que se cocieron a lo largo del Mediterráneo y, con su talento y su labia, consiguió que se le abrieran las puertas en el Egipto de Mehmet Alí. Ayudó a modernizar el sistema de salud del ejército, y para 1830 ya era médico titular en uno de sus regimientos de infantería.

Muchas y variadas pudieron haber sido las formas, desde aquel momento, con las que habría logrado que su nombre quedara escrito por siempre en los salones de la historia. Con la autoría de crónicas o el estudio de los monumentos a su alrededor, con el coleccionismo de antigüedades o la publicación de unas memorias picantes y llenas de aventura como las de Giacomo Casanova. Pero nada de eso cruzó por su mente, y fueron los pasos por Sudán los que se encargaron de igualar su mera mención con algunas de las peores vergüenzas.

El ascenso desde la humildad en Italia hasta el prestigio en tierra de faraones hizo poco en menguar el escozor que irritaba a su espíritu. Desde la vagancia por Europa hasta el paso por el corazón del Imperio Otomano. Desde las guerras por la liberación de Grecia hasta su desembarco en Alejandría; la búsqueda de la fortuna, la vil y dorada fortuna, fue el motor único que lo llevó a intentar la conquista del mundo. Como médico del ejército, se le ordenó ir y venir a lo largo de un territorio que no dejaba de practicar hechicerías sobre él. Como hombre de su inteligencia, estaba al tanto de las excavaciones, las reliquias y los estudios que de esos paisajes hacían otros exploradores de Occidente.

Conocía las historias sobre el imperio de Kush, antaño en la región de Nubia. Conocía las hazañas de sus reyes que guerrearon contra los faraones y sabía de la importancia que las reinas, las kandakes, tenían en esa cultura. De ellas habría leído en los cafés del Cairo o en los burdeles de Alejandría. Quizá durante las noches de guardia en el desierto, bajo la mirada de Iah, Heru-deshet y Her-wepes-tawy, que eran las máscaras añejas con las que Luna, Marte y Júpiter velaban sobre esa geografía.

Entre las kandakes, una de las más célebres fue Amanishaketo. Se enfrentó a las fuerzas romanas que intentaron someter a Kush a sus caprichos, y su poder fue el suficiente para negociar una paz justa con César Augusto. Su regencia fue menos que la de un parpadeo en la Historia, apenas once años, pero de sus riquezas se tiene noticias por las obras civiles y religiosas que se gestaron a su nombre. Por el oro y la joyería con la que fue enterrada en su propio templo, pues, como el resto de la monarquía nubia, apreciaba la estética fúnebre de los egipcios. En Meroe, la capital, solían construirse complejos que insinuaban la influencia de las pirámides más al norte, pero diferenciadas en ciertas propiedades de su geometría. Pequeñas, esbeltas, pertenecientes a una dimensión más cercana a lo humano, se asemejaban más a la vivienda que al mausoleo. Una tradición arquitectónica que fue ejercida hasta quedar engullida por el desierto y la ruina, y que no saldría de nuevo a la luz hasta su descubrimiento, siglos más tarde, a manos de Frédéric Cailliaud.

Aunque el reino de Kush permaneció en la memoria de la Historia gracias a su mención en la Biblia, Meroe pasó a ser una mera leyenda. Un chisme del que hablaban los brujos, los beduinos y los exploradores que se perdían en el azul y cobre de la distancia. Un cuento de comadres al que Egipto opacaba con su legado. Una leyenda que Frédéric Cailliaud conocía igual que la minería y la botánica de la región gracias a su interés por las tradiciones locales, así como los años dedicados al servicio de Mehmet Alí durante su primera campaña africana, allá en 1815.

Aunque para 1818 estaba a gusto de vuelta en Nantes, la importancia de su trabajo como botánico, minero e historiador aficionado le ganó más que el aprecio de la comunidad científica. Sus compañeros vieron en él a un intelectual en el que las ciencias y las humanidades coincidían sin roces. Los nostálgicos de Napoleón, a un aventurero con cual concluir algunos de los objetivos arqueológicos del corso. El Palacio de las Tullerías estimó en su persona a un representante del intelecto nacional al que podían dar acceso a sus arcas y recursos infinitos. Toda la asistencia y equipo técnico que le fuera necesario. Toda la ayuda económica de mecenas, políticos y curiosos por igual.

Entre ellos la de Pierre-Constant Letorzec, un aspirante a oficial de la marina que destacaba por entre cadetes y superiores por su dominio en la lectura y confección de mapas. Poco más que un niño de buena cuna, las pirámides y los jeroglíficos eran su otra pasión. Se inmiscuían en los sueños cada noche, y por las mañanas le hacían compañía mientras su imaginación divagaba entre ciudadelas y mausoleos. Frecuentó las sociedades de anticuarios para informarse acerca de toda noticia sobre esos asuntos y, en una de tantas reuniones, coincidió con Cailliaud, a quien ofreció su experiencia como cartógrafo de la misma manera como le ofreció su admiración y amistad. Poco más tarde, con la bendición del gobierno, partieron juntos rumbo a Egipto.

Era 1819, y para Mehmet Alí, aquella segunda campaña fue la oportunidad de encomendar a uno de sus extranjeros preferidos a la prospección de recursos minerales. Allá lejos, en las tierras sudanesas recién incorporadas a su proyecto para la modernización de Egipto. Francia, en cambio, ganó con Cailliaud a un paladín. Uno que no era aficionado a los juegos de la intriga, pero al menos más fuerte que un mero peón en el tablero de las naciones. Los mapas que trazaría junto a Letorzec, los dibujos que haría por su propia mano, cualquier detalle de la geografía y las costumbres locales podía llegar a servir algún día a la grandeza de Francia.

Junto a su equipo, Cailliaud y Letorzec minaron recursos con el visto bueno de Mehmet Alí, y dedicaron la entereza de sus ratos libres a los proyectos personales. Sondearon los oasis y desiertos en busca de ruinas y reliquias, catalogaron la minería, flora y fauna, se informaron sobre las costumbres contemporáneas y ancestrales. Forjaban, sin saberlo, algunas de las bases de la egiptología. Cailliaud ilustró los paisajes recorridos, los jeroglíficos y grabados vistos en las rocas de los templos y Letorzec cartografió las rutas de cada uno de los viajes.

Entre toda esa actividad, tuvieron que enfrentarse a las mojigangas y berrinches de otros exploradores. Gente que envidiaba la facilidad con la que ambos se movían por Egipto gracias a los permisos de trabajo que llegaban desde palacio. Gente que se encargó de alborotar las tensiones de ciertos nativos sospechosos por la presencia de extranjeros que se movían a su gusto por el país. ¿Qué hacían ese par de franceses hurgando bajo la tierra como gusanos, paseándose a su antojo por entre las tumbas, tomando para deleite personal las migajas de un pasado que no les pertenecía?

Una de esas conspiraciones de chismes les obligó volver hasta el Cairo en 1821. Viajaban por el sur, en Aswan, junto a un destacamento militar. Cailliaud intentó negociar la compañía de algunos soldados para su regreso a la capital, consciente como era de que esos no eran lugares para el vagabundeo de dos europeos, pero la petición y las promesas de paga no convencieron al capitán. ¿Cómo se atrevía a pedirle algo como eso? Egipto sería por siempre grande, eso y más era verdad, pero no significaba que los recursos del ejército estuvieran disponibles para ser desperdiciados en los asuntos de cualquiera.

Cailliaud y Letorzec marcharon de vuelta sin otra protección más que la del dios bajo cuya cruz habían nacido. O tal vez los cuidó el ojo de alguna de las potestades celestes que siglos atrás habían velado sobre los pueblos del Nilo. Quizá solo fue la suerte la que permitió que llegaran hasta el Cairo sin ningún incidente de nota. Incluso pudo tratarse de la mera serenidad de quienes se saben benditos por una buena estrella. Esa serenidad y despreocupación que, como observó Ernst Jünger más de cien años después, «protege como un amuleto de las potencias inferiores».

En El Cairo, Cailliaud desmintió las historias de contrabando de reliquias que los rivales habían tejido alrededor suyo. También confirmó la validez de las firmas y sellos que le permitían viajar por todo el territorio en compañía de Letorzec y, tras el descanso de unos días, cubrieron el camino de regreso a Aswan. Su intención era reunirse con el destacamento del ejército que hacía poco habían abandonado. Descubrieron, en cambio, que este se encontraba ya en el interior de la recién conquistada Sudán, bajo la orden de cuidar la paz en los lugares donde el recelo de los vencidos era incapaz de disiparse.

Solos y sin alternativa, Cailliaud y Letorzec cruzaron hacia las tierras sudanesas, a los dominios de la vieja Nubia. Exploraron como si el tiempo les fuera igual de abundante que los granos de arena sobre los que caminaban. Registraron, dibujaron y cartografiaron la ubicación de los monumentos y ruinas a su paso, y con el ir de los días avistaron al fin a los militares descansando cerca del monte Gebel Barkal. Dormitaban a la sombra de los templos caídos y las piedras quemadas que marcaban el extremo meridional al que la mano de Tutmosis III había llegado más de tres mil años antes. Ahí, donde alguna vez Amón y Mut caminaron entre egipcios y nubios para recibir culto y libaciones por igual.

El contingente europeo que acompañaba a los militares aseguró que se trataba de la mismísima Meroe, a pesar de que nada ahí indicaba que semejantes promesas fueran ciertas. A Cailliaud le pareció más bien una invención. El intento de unos exploradores mezquinos por alcanzar un poco del renombre que prometía la naciente disciplina de la arqueología. Conocía las leyendas sobre la capital de Kush, y sabía que las fuentes la ubicaban mucho más cercana al paralelo 18, un poco más al sur de Gebel Barkal. Con la excusa de la prospección mineral por la que Mehmet Alí lo tenía en tan buena estima, pidió permiso para abandonar al destacamento militar y marchar rumbo al pequeño poblado de Shandi, cercano al Nilo.

La ocurrencia no agradó al capitán. ¿Para qué querían esos dos adentrarse en un país recién doblegado? Los sentimientos de los sudaneses hacia el expansionismo egipcio no eran del todo amables, y sabido era por todos que esas regiones eran poco dulces con los europeos. Cuánta era la terquedad de ese par de hombrecillos. Qué afán el suyo de dejar atrás la protección de los sables y los mosquetes por marcharse a rascar la tierra y la piedra en busca de sabría Alá qué cosas. Locuras de franceses, sin duda alguna. Cosas de cristianos, seguramente, pero también era cierto que no podía retenerlos contra su voluntad.

A Cailliaud y Letorzec se les concedió viajar más al sur, bajo condición de hacerse acompañar de unos cuantos guardaespaldas y adoptar vestimentas e identidades turcas. Se les ordenó cuidar la discreción. Se les pidió guardar el silencio y abstenerse de dar opiniones. Se les imploró no inmiscuirse en los asuntos de los locales, no llamar la atención más de lo necesario y, sobre todas las cosas, respetar las costumbres. Miramientos no del todo ajenos a la manera de ser de Cailliaud y que, de cierta manera, emulaban el respeto por el entorno que exige la arqueología.

Un tipo de respeto al que otro tipo de temperamentos, como el de Giuseppe Ferlini tan solo diez años más adelante, no se molestarían en cuidar.