Aunque muchas personas piensan que las batallas de Santa Rosa y Rivas fueron las únicas o, al menos, las más decisivas en la Campaña Nacional de 1856-1857 contra el ejército filibustero liderado por el esclavista William Walker, cuando se estudian en detalle los acontecimientos de dicha epopeya patriótica se capta que eso no es así. En realidad, todas lo fueron, en mayor o menor grado, pero, por su valor geoestratégico, las faenas bélicas en el río San Juan —ocurridas entre diciembre de 1856 y abril de 1857—, sí fueron las más definitorias. Esto fue así porque se pudo cortar el suministro de reclutas, armas y víveres para el ejército filibustero, provenientes de la costa oriental de EE. UU., e impedir su ilimitada movilidad por el ancho y caudaloso San Juan.

En efecto, era diciembre de 1856. El país aún no se reponía de la devastación y el pavor causados por la epidemia del cólera. No obstante, para entonces Walker ya se había proclamado presidente de Nicaragua y estaba más fuerte que nunca. O sea, había que ir de nuevo a combatirlo.

Esta vez la estrategia bélica sería mixta, y consistiría en atacar al enemigo en dos puntos geográficos muy distantes, pero interconectados. Para ello, se dispuso que un selecto batallón —previamente acantonado en Liberia, y al mando del general José María Cañas Escamilla—, penetrara en Nicaragua para unirse a los ejércitos de otros países centroamericanos, y también se envió al puerto de San Juan del Sur el bergantín Once de Abril, comandado por el capitán peruano Antonio Valle Riestra. Mientras tanto, dos columnas, una de vanguardia y otra de retaguardia, encabezadas por el sargento mayor Máximo Blanco Rodríguez y el general José Joaquín Mora Porras, respectivamente, viajarían en diferentes momentos hacia el río San Juan, para ingresar ambas por el río San Carlos.

En términos operativos, había que desalojar al invasor de los puertos de San Juan del Sur (en el Pacífico) y San Juan del Norte (en el Caribe), al igual que de sus tres bastiones militares a lo largo del río San Juan (La Trinidad, Castillo Viejo y el fuerte de San Carlos), pero carecíamos de grandes embarcaciones para afrontar batallas navales. No obstante, ante tan adversa y descomunal misión, imposible a primera vista, primaron el ingenio y la astucia. Es cierto que se contaba con la asesoría del estadounidense Sylvanus Spencer —gran conocedor del río y de los movimientos de los vapores de la Compañía del Tránsito—, pero el ingenio y la voz de mando provendrían de Blanco.

Por fortuna, él tuvo la oportuna idea de llevar un diario de las acciones ejecutadas. Este, junto con los diarios parciales del capellán Rafael Brenes y de un combatiente anónimo, así como con los partes, boletines y noticias desde los frentes de batalla, permitió al extinto historiador Rafael Obregón Loría reconstruir los hechos de manera pormenorizada en su libro clásico Costa Rica y la guerra contra los filibusteros. Cabe acotar que, en años recientes, esos tres diarios fueron recopilados junto con los testimonios de tres oficiales filibusteros en el libro Los diarios de la Campaña del Tránsito y la otra cara de la moneda (EUNED, 2017), editado por el amigo y colega de afanes Werner Korte Núñez. Por tanto, el lector interesado en profundizar puede recurrir a dicha obra.

Lo que deseo en este artículo es referirme a una carta de Blanco, dirigida a don Juan Rafael (Juanito) Mora Porras, presidente de la República y, por eso mismo, Capitán General del Ejército. Dicha carta encierra un gran valor histórico, pues en ella Blanco explica las razones por las que, en febrero de 1857, debió abandonar con su tropa La Trinidad, que había estado en posesión de los costarricenses desde el 22 de diciembre de 1856, cuando ocurrió la primera batalla en ese estratégico punto, en esa esquina ribereña donde el río Sarapiquí desemboca en el San Juan. La carta dice así:

Exmo. Sr. Gral. Presidente

Muelle de Sarapiquí
Feb. 15/1857

Debe S.E. [Su Excelencia] considerar el sentimiento con que he tenido que hacer la retirada de que con esta fecha doy parte al Sr. Mtro. [Ministro] de la Guerra, pero me ha parecido una cosa indispensable. Lo que sí me es más doloroso es que no haya sido sobre el Castillo, tanto por asegurarlo como porque esta tropa pudiera seguir sirviendo, pero ya ahora dificulta, tuve una deserción terrible. Cuando eran las once del día solo peleaban como ochenta hombres, los demás decían estar enfermos, moribundos parecían. De los oficiales no tengo qué decir; se han portado bien, lo mismo que los Sargentos José Castillo y Pedro Porras (el Negro).

Este combate, Sr. Presidente, ha sido tal vez el más fuerte que ha tenido Costa Rica: han sido trece horas de fuego firme, de no haber cuatro segundos sin tiros, [que] se han cruzado sobre 400 cañonazos, y gracias a nuestros trozos de plátano, que después reformé algo, hemos tenido tan poca pérdida, pero ellos le aseguro han perdido cuatro tantos más.

Si nosotros hubiéramos tenido embarcaciones para flanquear, como ellos, le aseguro que desde las nueve de la mañana les hubiéramos quitado hasta sus cañones, pero somos muy chiquitos, vivimos muy incómodos. El Sr. Gral. [José Joaquín Mora] me mandó 50 hombres para que D. Francisco Alvarado ataque a los filibusteros el 11, pero no me pareció prudente, porque a mar de estar ellos atrincherados tienen mayor número que el que nosotros pudiéramos oponer. Más bien yo propuse ese día al Gral. la retirada al Castillo, por la inseguridad de este punto [La Trinidad], pero todo ha sido tarde. A mí me parece que ellos no han hecho nada en favor del pícaro Walker, porque en el Castillo y en el fuerte [de San Carlos] saben, por mis cartas, que estoy falsamente colocado, que aquí con mil hombres se podrá con dificultad defender de 100.

S.E. [Su Excelencia], si yo he obrado mal estoy resuelto a aguantar el peso de la ley, pero no era posible resistir; si yo amanezco [aquí] el 14 no salimos ninguno, porque el campamento es tan malo que haría necesario [tener] unas trincheras de cuarenta varas de alto para siquiera llevar una caja de parque de una parte a otra, pero hemos estado perfectamente debajo.

Si yo fuere culpable, no valdrán mis razones, pero cualquiera que conoce las posiciones del combate puede decirle.

Soy aguardando sus órdenes.

Su Oficial,

Máximo Blanco

Cuando, hace unos siete años, hallé esta carta en el Archivo Nacional, la cual corresponde al expediente de Guerra y Marina No. 13424, no reparé en su valor histórico. No obstante, ahora que me propuse escribir este artículo, me percato de que pareciera que ha permanecido inédita hasta hoy. Por ejemplo, no aparece en Proclamas y mensajes ni en Crónicas y comentarios, libros conmemorativos que en 1956 editó el periodista e historiador Francisco María Núñez —abuelo de Werner—, a nombre de la Comisión de Investigación Histórica de la Campaña Nacional 1856-1857.

En cuanto a otras fuentes, Obregón menciona que, desde Muelle, Blanco «le escribió al presidente Mora y le envió el parte al ministro de Guerra», que para entonces era el coronel Rafael G. Escalante Nava, pues Manuel José Carazo Bonilla había renunciado. En efecto, ya instalado en Muelle, donde había un rancho que funcionaba como aduana y guarnición militar, al ingresar al territorio nacional, en su diario Blanco cita que, llegados ahí a las seis de la tarde, «preparé el campo y puse un correo al Gobierno dando parte de lo ocurrido». Nótese que Blanco habla de un solo documento y Obregón de dos, lo que sugiere que este historiador sí tuvo acceso a la carta que ahora doy a conocer.

Otra fuente clave es el voluminoso libro Walker en Centroamérica de Lorenzo Montúfar Rivera. Este destacado intelectual y político guatemalteco, quien residía en Costa Rica en aquella época, sí incluye el parte que Blanco remitió al ministro, el cual apareció en la prensa de entonces, casi de inmediato (Boletín Oficial, 18-II-1857, p. 1). Ahí se nota que dicho documento, al cual alude Blanco al inicio de su carta, es bastante amplio y explicativo, pero mucho menos extenso que la detallada narración que hace Blanco en su diario en relación con los acontecimientos de aquel fatídico viernes 13 de febrero, cuando sobre los pocos ranchos de La Trinidad ya al alba empezó la lluvia de balas desde tierra y de cañonazos desde el muy poderoso Texas —un buque de ocho cañones recién llegado de EE. UU.—, secundado por el Rescue, un vapor viejo que los filibusteros habían reparado en San Juan del Norte.

Antes de continuar, es pertinente hacer algunas breves acotaciones a la carta aquí presentada, las cuales se desprenden de esos otros dos documentos de Blanco. En primer lugar, él ya había pactado con el general Mora que, en caso de verse forzado a abandonar La Trinidad, lo haría hacia el Castillo Viejo, que estaba en manos de nuestro ejército, pero las circunstancias no lo permitieron. En segundo lugar, cita al sargento Pedro Porras con el apodo de El Negro, quizás para evitar confundirlo con Pedro Porras Bolandi —primo hermano de don Juanito—, quien era el jefe de la guarnición en Muelle. En tercer lugar, alude a trozos de plátano, porque fue con vástagos de esta planta que habían podido levantar unas endebles trincheras. Finalmente, a menos que fuera una hipérbole literaria, es exagerado que Blanco diga que hubiera requerido contar con trincheras de más de 30 metros de altura.

Para retornar a la carta enviada a don Juanito, contrasta con el parte a Escalante en cuanto a que las explicaciones son mucho más breves, y además contiene una disculpa formal, propia de su rango militar, a la vez que expresa su disposición a afrontar las consecuencias de su decisión de retirar la tropa del escenario bélico. Sin embargo, de seguro él confiaba en que don Juanito no ignoraba que apenas semanas antes él había logrado, sin disparar una sola bala, pero con inmensa sagacidad, capturar los vapores Wheeler, Morgan, Bulwer, Machuca, Scott, Ogden y San Carlos, que de manera rutinaria recorrían el San Juan y que tanto poder conferían a las fuerzas filibusteras.

Por eso, conocedor del desempeño de este ducho y valiente militar en la batalla de Rivas y en la hazaña de la captura de los vapores, don Juanito entendió la postura de Blanco. Esto explica que dos días después remitiera su respuesta a Blanco, en la que le expresaba haber recibido su carta y leído el parte a Escalante. Al final de cuentas, sentenció que: «Todo es de mi aprobación. Usted ha actuado conforme lo demandaban las circunstancias. Nada ha perdido usted de la misma opinión que siempre me ha merecido». A su vez, le manifestaba que «desde que supe lo indefenso del punto [La Trinidad] por su mala situación, esperé que no podríamos defenderlo contra fuerzas superiores». Asimismo, lo exhortaba a que «anime a su gente y dígales que no se aflijan, que pronto serán vengados en un nuevo combate», mientras que le informaba que los combatientes podían obtener ropa limpia en Muelle, para que entraran «marchando y en el mejor orden, vitoreando al Gobierno y abajando a los filibusteros».

En efecto, la tropa retornó a la capital el domingo 22 de febrero, según lo narra Blanco en su diario. Aunque los esperaba una banda militar en el Paso de la Vaca, no hubo ningún acto formal de recibimiento de parte de las autoridades gubernamentales, al punto de que «entramos a los cuarteles a dejar las armas, nos tocaron fajina [un toque de campana para llamar a comer, en el argot militar] y ni muchas gracias. Solo nos dijeron que después se nos pagaría toda la campaña. ¡Tiempo de inmortal memoria para el Ejército de Costa Rica!».

Así, como una especie de «ángel caído», había terminado la historia bélica del héroe indiscutible de las batallas en el río San Juan. Para peores, mediante una carta dirigida al ministro Escalante, días después el general José Joaquín Mora la emprendió contra Blanco. Esto aparece discutido brevemente en Obregón, quien justifica la acción de Blanco.

Por fortuna para nuestro ejército, a pesar de haberse perdido el bastión de La Trinidad, la situación mejoraría. Aunque, envalentonados con este golpe, los navíos filibusteros arremetieron contra las fuerzas acantonadas en la fortaleza del Castillo Viejo, y hasta se estuvo a punto de perder esa batalla, nuestros combatientes supieron vencer, guiados con gran tino por el capitán Faustino Montes de Oca Gamero y el coronel inglés George Cauty. Empero, el enemigo reculó y permaneció en las inmediaciones del río San Carlos, para rearmarse, replantear la estrategia y contraatacar, lo cual hicieron a inicios de abril, pero fueron derrotados de nuevo. Ya desmoralizados, se les pudo desalojar sin mucha dificultad de La Trinidad, y nuestras fuerzas se enrumbaron hacia San Juan del Norte, donde estaba el núcleo de operaciones del filibusterismo.

Al final de cuentas, ya sin el río San Juan bajo su dominio, y tras perder varias batallas en tierra contra los ejércitos aliados centroamericanos, Walker capitularía en Rivas el 1 de mayo de 1857. Es decir, una historia con un final feliz, pero después de tantísimos avatares y padecimiento.

Sin embargo..., hasta ahora me percato, apreciados lectores, de que todo lo que he dicho hasta aquí no había pensado escribirlo. ¡Se me fue la pluma (o las teclas)! Porque, en realidad, el día que hallé la carta de Blanco en el Archivo Nacional, la fotocopié más bien por un detalle algo jocoso.


Carta

(Cara frontal de la carta de Máximo Blanco. Foto: Jafeth Campos, Archivo Nacional)

En efecto, como en esa época no había sobres engomados para enviar cartas, su privacidad se lograba al sellar con lacre rojo el pliego, después de doblarlo. Y así lo hizo Blanco para tan importante mensaje; es por eso por lo que hoy, al ver el pliego abierto, en su reverso permanecen los restos del lacre. Pero lo gracioso no es eso, sino que inmediatamente debajo del nombre del destinatario, que era nada menos que el «Excelentísimo Señor General Presidente de la República», aparece un recado que dice «A Joaquín que les dé guaro á flete á los arrieros, que está obligado», en clara alusión a quienes en mula transportaban el correo y mercaderías no muy voluminosas a través de aquellas escabrosas trochas de montaña. Tal vez en Cariblanco, donde había otro puesto aduanero, era donde el mentado Joaquín —quizás Joaquín Arley, quien era uno de los empleados del gobierno en esa zona, y el año anterior había peleado en la batalla de Sardinal— debía dar a los arrieros el guaro necesario para sobrellevar la pesada travesía por aquellos lodazales, hasta llegar al Palacio Nacional y entregar la carta a don Juanito.

Al comparar la caligrafía con la de Blanco, tiene algunos rasgos en común, pero no pareciera ser la de él. De todas maneras, independientemente de quien hubiera escrito ese recado, me parece que representa una muestra de irrespeto a la investidura del presidente de la República. O, tal vez, es tan solo una muestra de la irreverencia con que la que, para bien o para mal, los costarricenses hemos tomado los asuntos públicos y políticos lo largo de la historia, y hasta hoy.