Del servicio

En el servicio o saque se juega toda una concepción del tenis, de modo que las variaciones de ese gesto definen buena parte de su historia. Una vez despejados los fantasmas de la servidumbre como relación de dominio, servir es, desde un comienzo, un modo de entregarse al juego y, en particular, al adversario. En ese sentido, servir significa abrir juego, aunque no de cualquier forma. Se trata de entregar la pelota al rival en condiciones tales de exigirlo procurando que su respuesta no represente un riesgo mayor. Así, el saque como servicio oscila entre la entrega y la exigencia (se le sirve, pero no “en bandeja”). Si el saque resulta débil, quien sirve queda a merced de su rival… a su servicio. En cambio, si el saque goza de buenas virtudes el rival es puesto a prueba y el juego tiene lugar con una ventaja inicial –siempre a confirmar en el rally– para quien sirve.

La inversión de este rasgo modifica radicalmente el juego. Cuando el saque no es más servicio, sino la posibilidad de anulación del rival, se vuelve simple sometimiento del adversario. El saque deja de abrir juego para constituirse él mismo en el juego. El jugador que saca se da a sí mismo el punto mediante el borramiento del rival: a eso se denomina ace. Esta modalidad fue forjando a algunos jugadores como sacadores y a otros como devolvedores, ambos tramados por dos variables que, más allá de haber estado siempre presentes, adquieren un nuevo estatuto en acuerdo a una nueva situación del tenis: fuerza y velocidad. Nadie hubiera imaginado que la velocidad del trayecto recorrido por la pelota iba a constituir casi un fetiche: un tablero electrónico exhibe como espectáculo el número final en kilómetros o millas por hora, según el sistema de medición del organizador.

Tal vez aquel juego caracterizado por servir e inmediatamente acudir a la red –denominado “saque y red”– haya funcionado como transición, aunque sin consumar la novedad. En ese esquema el servicio gana en exigencia para el rival, pero sigue sujeto a una estrategia del punto en juego, en tanto supone saque y juego. Incluso exige el dominio de una técnica específica, como lo es jugar en la red y, para los jugadores más apegados a la línea de fondo, el ensayo de algunos de los mejores golpes del tenis, reunidos bajo el nombre de passing. El tenis cobija dentro de sí su propia negación e incorpora las variaciones históricas como variantes posibles del juego. La tendencia al juego basado en el saque es, también, una tendencia a la servidumbre, es la conjura de la adversidad por medio de la anulación del adversario. En cambio, mientras el tenis se mantiene en márgenes importantes de juego, la adversidad es enfrentada y atravesada como una relación tensa entre obstáculos y creación.

Velocidad

Por un lado, los jugadores deben adecuarse a las nuevas condiciones para permanecer competitivos en el circuito, sin embargo, la variedad de estilos hace las veces de resistencia. Al parecer, el tenis es un deporte capaz de generar sus propios contrapesos, gestando al mismo tiempo las dificultades y los anticuerpos. Diversidad de golpes, posturas corporales, rendimientos físicos, fisonomías… estilos.

Si bien trae a la escena un dilema, la velocidad cuantitativa no puede erigirse en principio rector del juego. El tenis se define también por el manejo de la velocidad en micro escalas, y ahí se inscribe la sorpresa, el desequilibrio. El tenista decide en segundos, pero esos segundos son para él eternos. Son la expresión del azar, como si en ese instante aparecieran en su mente (que a estas alturas es una con su cuerpo) casi todas las posibilidades para el golpe, unas ganadoras y otras tantas perdedoras. La decisión sobre lo que está pasando en el momento más precisamente actual, pero también eterno, hace posible la desestabilización del rival, del interlocutor. Los espectadores no vemos más que la consecuencia física de una situación ontológica, la expresión en milímetros de lo que no puede ser medido, la sombra de una iluminación. Pero no por eso quedamos afuera de la situación, ya que algo pasa en el orden de la sensación. El aplauso sonoriza una alegría desbordante, ritualiza un juego vivido. Se trata de una interlocución diferente de la del jugador, seguramente con intensidad propia.

El problema del tenis es la velocidad, así se llama la obra. Esta obra tiene sus rufianes, que hacen presos a sus rivales de un determinado manejo de la velocidad cristalizado en kilómetros por hora. Esa imagen define al menos a buena parte de los jugadores del circuito actual, cuando en algunos otros se encarna parcialmente. Otros tantos deben construirse armas diferentes (en muchos casos es la devolución del saque) para sostener cada juego, ya que su apuesta es jugar el punto a partir del servicio y no de la servidumbre. Son, propiamente, los jugadores. Para ellos más que para los primeros existe la posibilidad de agenciarse a la velocidad de múltiples maneras, es decir, singularmente. Entrenan con la finalidad de estar preparados para lo que no puede haber preparación. Llevando más lejos este argumento, diremos que entrenan para esperar la velocidad, para que de esa íntima relación con una suerte de idea de velocidad autonomizada y encarnada en los cuerpos quede un punto a favor o al menos un golpe ganador. Pero el golpe ganador no es precisamente el mismo que aquel de las estadísticas construidas por las autoridades (cantidad de “tiros ganadores”), ya que no está sujeto a una finalidad fáctica, no se reduce al resultado. La ganancia está dada por la conexión ontológica: el tenista como vehículo de la velocidad. Tan individualista que parece el juego y de golpe algo incluye al jugador junto a los otros en una percepción ofrecida al conjunto y compartida.

Estilo

A pesar de todo, la ontología del golpe no riñe con la facticidad del marcador, y gracias a ello sigue habiendo tenis. El estilo en el tenis no se contradice con la eficacia, por lo que la oposición entre “buen juego” y “juego de resultados” es falaz. Incluso se puede ver más ampliamente en el tenis un campo de batalla para estilistas, en el que los jugadores no ganan más allá de su modo de jugar, sino que ganar es, en algún punto, hacer ganar a un estilo de juego. Ahora bien, el estilo no es igual a la suma de un cúmulo determinado de gestos, sino la combinación de unos rasgos, con todas sus partículas, y la capacidad de lectura del rival, pero fundamentalmente el estilo se da en el modo que el jugador encuentra para vérselas con lo imprevisible. Es una suerte de perseverancia singular entrenada e improvisada a la vez.

El universal en el tenis estaría dado por las circunstancias en que todos ganan. Es cuando todos pueden participar de la velocidad. El tenis se transforma en vehículo. Es la condición por la cual se puede ganar más allá del marcador. Nuevamente, el marcador no define al tenis, pero tampoco se trata del zonzo consuelo según el cual “lo importante es competir”; lejos de ello aparece como uno de sus elementos, más importante para los rufianes –o para lo que hay de rufián en todo jugador– que para los jugadores. Tal vez sean los estilistas quienes al extender el juego permitan ampliar el registro de la velocidad, haciendo del tenis un deporte inevitablemente alegre.

Caballerosidad

El otro, por ser otro, es un igual. Es como en la “subjetividad radical” de Raoul Vaneigem: “A través de los demás no amarse más que a sí mismo, ser amado por los demás a través del amor que se deben” . Un amor que sólo es posible entre iguales. Una igualdad que, si bien aparece como un principio, no puede ser preestablecida ni declamada por instituciones u opiniones, sino devenida en la inmanencia de un juego. La igualdad en el tenis no remite a semejanzas en el modo de jugar, ni a la paridad de capacidades entendidas por “niveles”. Más bien se trata de una disposición del alma. El más novato puede, aun enfrentándose a un top ten, constituirse en agente de esa igualdad. Es en un sentido ontológico que puede leerse la igualdad, dada a priori como posibilidad y a posteriori como puesta en juego, aunque no por ello consecuencia lógica de los hechos que la producen, como si éstos reprodujeran o copiaran una imagen previa que se mantenía, como prefiguración, en potencia. La igualdad es reserva virtual que se da o resiste, pero no depende de un despliegue “exitoso”.

El saludo final rinde cuenta de la intensidad compartida; es la igualdad demostrada afectivamente. Incluso en esos momentos que se tornan dificultosos para uno de los contendientes, cuando todo parece indicar que la disparidad aumenta, la lucha genera más juego. El marcador depende exclusivamente de la generación del juego que extiende una partida. Todo puede dar un vuelco inesperado, por lo que se observan encuentros donde los que se enfrentan insólitamente se componen. En muchos casos la calidad de juego de uno produce calidad en el otro, en lugar de aplastarlo. El adversario es el que fuerza salidas inventivas a los obstáculos que plantea, el rival es sólo un agente de la adversidad, y la adversidad habilita. El tenis es saludo, igualdad en la diferencia.

Dos modelos de jugador

El jugador móvil hace de la carrera su apoyo; el jugador eje debe conseguir la detención para dirigir sus remates. Uno pega en movimiento y devuelve atacando, hace de la defensa una ofensiva; el otro determina una posición e inmediatamente se hace dueño de la dirección que toma la pelota, pone a correr al rival. La modalidad de este último consiste en impartir órdenes, en distribuir energía. Las rectas describen mejor sus golpes, imponentes, secos y tajantes, por lo general planos. Juega a ritmo de marcha, le hace cantar su propio himno al rival. Por eso, su victoria tiene el aspecto de un acto de humillación del derrotado. El jugador móvil describe figuras con su cuerpo deslizándose entre las bandas, acoplando sus golpes al movimiento. Pareciera que su estrategia reside en absorber los tiros del rival haciéndose vértice de dos líneas que en él se cruzan. Continúa el golpe del rival, constituyendo esta suerte de encadenamiento una temporalidad particular. Gana por impotencia de su oponente. El jugador eje, en cambio, opera por pausas que detienen el movimiento y generan condiciones para lo imprevisible, dificultan la lectura de su contrincante haciéndose lugar para el amague. Entonces, mientras éste domina consiguiendo su centro, dirigiendo y marcando el ritmo, el otro hace lo propio mimetizándose con su contrincante, como hipnotizándolo para transformarlo a sus espaldas. No necesita autoridad, es un preso bien entrenado que imita las reglas del otro, las roba y las usa en su contra. En el movimiento esconde sus golpes, como parte de una misma danza. Nuevamente, se trata de hacer vencer estilos que, entre matices, permanecen abiertos.