El fútbol ocupa buena parte del tiempo de mucha gente. Tanto si se practica como si se es aficionado, aprovechar un rato para darle patadas a un balón los fines de semana o comentar la actualidad de tu equipo es lo más normal del mundo. Pero como en todas las disciplinas, hay quienes no se sienten atraídos por la magia de ver rodar el balón por el césped, conducido por un señor “en calzones”, (así es como algunos describen el juego para dar a sus opiniones un tono despectivo) y sin ninguna otra misión que “darle patadas a una pelota”. Sí, hay personas indiferentes al fútbol y luego están las personas que detestan el fútbol.

Algunos llegan a considerarlo una actividad nociva que contribuye a que las masas dejen de pensar en lo que realmente importa: Las desigualdades sociales, los problemas políticos, la falta de inversión en medicina o en cultura… No verán nada de eso como un verdadero problema mientras su equipo haya ganado el partido del domingo.

Pero, ¿es el fútbol una actividad que puede catalogarse como cultural? ¿O es todo lo contrario, un juego que destruye todo lo que el concepto de ‘cultura’ engloba?

Ni es una pregunta fácil de responder ni pretende ser respondida mediante esta corta reflexión. Podemos encontrar ejemplos que avalan estas dos corrientes de opinión. Hechos acontecidos con el fútbol de por medio que han terminado dando a este deporte tan popular una imagen anti-cultural y también otros que, por el contrario, han demostrado que muchos de los valores que transmite son valiosos para la educación y la formación de la sociedad.

El fútbol es una actividad física que potencia la salud del individuo si se practica adecuadamente y es también un juego de equipo, en el que los jugadores deben compenetrarse, apoyarse, ceder protagonismo o provocar oportunidades, aunque es cierto que en ocasiones los objetivos económicos de los clubes potencian otro tipo de actitudes no tan plausibles.

Precisamente ese concepto de “juego en equipo” es el que provoca que la organización del mismo, así como la mentalidad de los jugadores y los aficionados o su lenguaje, adopten actitudes culturalmente cuestionables. Nos referimos al ‘belicismo’ deportivo: Un equipo de fútbol “ataca” y “defiende”. Los jugadores deben “disparar” a la portería para “derrotar” al rival, que es el enemigo, y para ello existen “tácticas” ofensivas y defensivas. Hay pocos ambientes banales más parecidos a una batalla que contemplar el “enfrentamiento” entre dos equipos de fútbol.

Este es un argumento muy utilizado por quienes no sienten amor por este deporte. Sin embargo, la necesaria compenetración, el aprendizaje progresivo para ayudar al compañero a avanzar mediante el juego combinativo, defenderle cuando le atacan o sentirse parte de un grupo, son actitudes valiosas de cara a los jóvenes. ¿Es esto, entonces, catalogable como cultura?

El conocido escritor Paul Auster dijo: “El fútbol es un milagro que le permitió a Europa odiarse sin destruirse”. Para muchos pensadores es bueno que la sociedad expulse sus inquietudes diarias y encuentre alivio a sus problemas cotidianos olvidándose de ellos por un rato dentro de un estadio. Esta idea va muy en consonancia con la creencia de que el ser humano es “violento por naturaleza” o, al menos, tiende a ser así cuando es fagocitado por la masa. Si aceptamos que el fútbol ha contribuido a unir a los pueblos después de dos guerras mundiales (la Liga de Campeones europea es la competición más importante del planeta a nivel de clubes y un mundial de fútbol solo tiene comparación con los Juegos Olímpicos, evento también deportivo), entenderemos que algo bueno ha hecho por la cultura.

También es verdad que ha ayudado a consolidar dictaduras. Hitler se apoyó en el fútbol para tratar de validar su idea de ‘raza aria superior’ y acabó fusilando a los jugadores del Dynamo de Kiev después de que estos ganaran un partido a una selección alemana escogida para el evento, en plena ocupación nazi de Ucrania. Con Mussolini, Italia ganó dos Mundiales. El Real Madrid de Di Stéfano, Puskas, Gento y compañía fue el mejor embajador que pudo tener la España de Franco para que la imagen de su régimen totalitario fuese vista de forma más suave en el exterior. Ya entonces se decía que el fútbol era “el opio del pueblo” para que los españoles no pensaran en política.

Momentos de la historia, estos últimos, extraídos de las reflexiones del famoso escritor y periodista Eduardo Galeano. Precisamente, hay autores muy reconocidos en el mundo de la literatura que han escrito sobre fútbol, poetas que le han dedicado versos y escritores que han revelado inquietudes políticas y culturales de los propios protagonistas del balón. El libro Futbolistas de izquierdas, de Quique Peinado, saca a la luz los problemas que en su día tuvieron hombres conocidos del balompié como Sócrates, Lucarelli u Oleguer Presas por manifestarse políticamente; Y aunque no se trate de fútbol, en El factor humano de John Carlin se demuestra lo fundamental que fue un deporte, en este caso el Rugby, para unir a blancos y negros en Sudáfrica en torno a la figura de Nelson Mandela.

Si el fútbol está presente en la poesía, en la narrativa, en el periodismo, en la política o en la historia en sí misma, no es posible desvincularlo de todo ámbito cultural. La cuestión es si es el juego en sí mismo o la intencionalidad de quienes lo manejan, especialmente en estos últimos tiempos, lo que puede hacernos dudar.