En Madrid no se hablaba de otra cosa que no fuera el derbi europeo, que se disputaría por la tarde en el Estadio Santiago Bernabéu. Un sol espléndido aterrizaba sobre la castellana y pude comprobar que el ambiente olía a evento importante. El metro se bañaba de camisetas blancas. Al salir, los cánticos en estéreo que venían de todas partes, las banderas y bufandas le ponían a uno en situación.

Bajando la calle Rafael Salgado, que bordea el fondo norte del estadio, coincidí con el desfile de los cuatro mil hinchas atléticos escoltados por la policía que se dirigían al campo. Un paseíllo más bien carcelario (solo faltaban los rollos de papel higiénico en llamas cayendo arbitrariamente desde las alturas). Las hordas rojiblancas entonaban sus cánticos ensordecedores a la vez que intercambiaban “piropos” con la afición madridista que apuntalaba cualquier lugar de la calle y veía el sinfín de camisetas colchoneras que se perdía en una de las torres de acceso al Bernabéu.

Había razones para tal expectación, para una tensión contenida y una rivalidad más grande de la habitual. Un año más, Madrid se convertía en la capital de la Europa futbolística. Tras la final de la pasada temporada, Real Madrid y Atlético se veían las caras en los cuartos de final por el título de 2015. Desde entonces, desde que Ramos subiera a los altares con aquel gol en el minuto 93, en Madrid reinaba el color rojiblanco. En seis encuentros desde aquel día (todos los de la presente temporada) el Real Madrid había sido incapaz de superar a los del Cholo Simeone. En el camino, una Supercopa de España y un doloroso cuatro a cero en el último enfrentamiento liguero. Total, una angustiosa pesadilla para los blancos, que a pesar del buen partido de ida en el Vicente Calderón, la eliminatoria se marchó a Chamartín con cero a cero, nuevamente sin conseguir la victoria. Y a perro flaco… Lesión de Modric, de Bale y de Benzema. Un drama, vamos.

Ya sentado en mi lugar pude comprobar ese runrún que rondaba por las cabezas merengues. Atrás quedaron los derbis relajados, sabedores de la victoria y con la guasa en la lengua a la mínima. El hincha futbolero suele demostrar el respeto a un rival de dos maneras muy diferentes: con un exceso de alabanzas, como justificando la posible derrota; o, como en este caso, vomitando descontroladamente una retahíla de improperios de manera incesante. Desde luego, el máximo representante de lo segundo lo tenía detrás sentado. Un fiel seguidor que tardó pocos segundos en cromar su tez blanca en un rojo pasión (nunca mejor dicho), consecuencia del ímpetu que derramaba en cada grito. Podía ser peor, y lo fue. Saltaba el Madrid al césped y la multitud madridista hacía uso de las miles de banderas que el club había colocado en cada asiento para entonar el comienzo del espectáculo. Mi amigo explotó de júbilo (esta vez) y ondeó la bandera con una alegría desmedida. Ese éxtasis le permitió evadirse por unos instantes y olvidar que a sus cuatro lados existía alguien más. “Perdona, ¿puedes mover la bandera ahora con la otra mano y me rematas la raya al medio?”, le dije, bajándole de su nirvana.

Y comenzó el partido. Todo lo dicho, escuchado y excusado se perdía en el aire. Suele pasar que las expectativas entre tanto análisis previo ni se acerquen a la realidad. Ni emoción, ni ocasiones, ni gaitas. El Cholo y su equipo ni se movieron del autobús que les trasladó al Bernabéu. Entraron directamente al campo y allí se plantaron. El Real Madrid, que llevaba el peso del partido por asignación voluntaria del rival, hacía lo que podía. Pero el ritmo era lento, muy lento. Me cuentan que hubo partidos de curling más emocionantes. Pero es increíble lo que la implicación y la pasión por unos colores hacen del ser humano. A mi alrededor, la afición veía el partido en un ¡ay! constante. La tensión se masticaba según avanzaba el tiempo.

Sorprendentemente la rácana estrategia del Cholo iba tomando forma. Ni rastro de la presión, del robo en campo rival y salidas a la contra con las que había matado al Madrid en los últimos partidos. Una simplona y suicida espera, dirigida a una prórroga con sabor a penaltis. Tras múltiples intentos estériles durante 80 minutos apareció Chicharito. Esto es como aquellas películas para adolescentes de institutos americanos, donde el triple lo acaba encestando el pardillo de clase en la final del campeonato escolar. El mexicano se convirtió en el héroe inesperado de la noche marcando el gol que le daba el pase al Madrid en la eliminatoria. Total, que otro año, cuando más importaba y donde quedaba una dolorosa espina, el Atlético se lamía las heridas con la cabeza gacha. “La Copa de Europa es la competición del Madrid, aquí son palabras mayores”, decían muchos. No les faltaba razón. Por la sangre del madridista corre un ADN muy ligado a la historia de esta competición. Diez orejonas brillan en la sala de trofeos. Pocos dramas ha vivido el aficionado blanco en relación con la Champions. Cuando peor pintan las cosas algún factor, que escapa de lo predecible, rompe el guión e improvisa un final feliz.

El "partido a partido" de Simeone se quedó corto esta vez. Un planteamiento que hubiera necesitado algún partido más para acercarse a la portería rival. Ya le pasó en Lisboa con su apuesta ciega por Diego Costa, al que tuvo que cambiar a los cinco minutos. La pasada noche no estuvo a la altura de las circunstancias con mucho a su favor para rematar la faena de la temporada. Al Madrid con lo justo y un ánimo decreciente le bastó para merecerse la clasificación. Ahora toca la Juventus, un guión muy parecido. Espero poder vivirlo y contarlo. Prometo ir despeinado de casa.