El arte debe de ser admirado más allá de su autor, sin importar de quién se trate, su obra es la culminación de la inspiración cuasi celestial. Y es independiente en sí misma. No le pertenece al compositor o pintor, sino a los ojos que se deleitan, al cuerpo que lo siente, al gusto que lo saborea, al oido que se transporta. Da Vinci era un conocido agresor; Gustav Klimt, el flamante pintor vienés de la segunda década del siglo XX, un mujeriego empedernido; Picasso un misógino hasta el tuétano; Freud, un enfermo adicto a la cocaína durante algún tiempo; Michael Jackson, un pedófilo reconocido, y Freddie Mercury un tipo lleno de excesos que lo condujeron a su muerte prematura; y así cientos de ejemplos de miles de cantantes, pintores, deportistas y artistas en general, de quienes ruborizamos y despotricamos cuando conocemos sus historias. Pero que idolatramos por sus maravillosos acabados y composiciones.

La única diferencia entre ellos y nosotros es que sus vidas privadas llegaron a ser públicas por diversas circunstancias, las nuestras quizá no; por eso quizá resulte tan cómodo criticar a muchos de ellos, incluyendo al mejor jugador en la historia del fútbol mundial y quien llevó este deporte a su punto álgido durante el Mundial de México 86: hablo de Diego Armando Maradona. Nacido en los arrabales de Villa Fiorito, uno de los lugares más pobres de la Argentina, Diego decía que cuando llovía se mojaban más dentro de su casa que fuera de ella. De chico no fue un niño muy brillante para el estudio, su talento se encontraba justamente al opuesto de su cabeza; en los pie. ¡Diego pensaba con los pies! Específicamente con su pierna izquierda; esa zurda endiablada que gambeteaba rivales y anotaba goles antológicos a los ingleses, uno con la mano y otro que aún no sabemos cómo dribló a 8 jugadores y entró.

Maradona pudo convertirse en una estadística más que engrosara la criminalidad, la marginalidad y la pobreza extrema en Argentina, un país que históricamente desayuna con el desarrollo, pero a su vez almuerza con el tercer mundo. Diego, en cambio, decidió tocar el cielo con las manos y convertirse en el primer mortal al que llamaríamos Dios; se convirtió en el general de las Fuerzas Armadas argentinas que gritó al terminar el himno «estos manes mataron a nuestro pibes», refiriéndose a la selección inglesa y al conflicto de las Malvinas en el que murieron cientos de chicos argentinos peleando por un sinsentido.

Diego no fue a esa guerra, pero esa tarde le robó la cartera a los ingleses, y el hombre se convirtió en mito. Maradona no fue el futbolista que fue por las drogas, sino a pesar de ellas, Nunca sabremos hasta dónde hubiera llegado si la cocaína no se hubiese convertido en su segunda pasión. La coca significó para Diego la cruz del sufrimiento que lo frenó en el camino, así como Jesus padeció mientras la cargó en su ruta al Gólgota. Diego jugaba con esa cruz sobre sus hombros, ante la mirada atónita de millones de fanáticos del Boca, del Barcelona, y del Nápoles. Fue «la espina en el talón» de la que hablaba el apóstol Pablo describiendo sus debilidades a pesar de ser un elegido de Dios... como Diego. Y hoy, en su faceta como entrenador, más que vergüenza me produce un dejo de tristeza, cada partido que dirige significa el ocaso de un Dios, muere de a poco, una agonía que la padecemos todos. Misma agonía que sufrió Jesús mientras colgaba en aquella cruz en la que los romanos lo colgaron.

Por estas razones, la obra futbolística de Maradona debe de ser vista como lo que es: arte, que hay que separarla de su vida personal, y esto no por salvarle del ostracismo y de la condena que ya de por sí padece, sino porque su fútbol le supera, lo transciende, es un regalo de Dios para los mortales; independientemente de las drogas, las mujeres, y el contubernio con los gobiernos déspotas de Latinoamérica. A pesar de ello, como dijo Maradona «la pelota no se mancha» y contra Diego no se blasfema.