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Es también una forma del engaño la corrupción, actividad intrínsecamente secreta que ha contaminado el ejercicio de la autoridad institucional desde tiempos antiguos pero parece haberse vuelto sistémica. Es ella la que explica que el poder económico haya logrado en nuestro tiempo el control del poder político, tal como ha sido característico de los regímenes fascistas, convirtiendo nuestra así llamada democracia en una plutocracia oculta.

Tal como indica la etimología de la palabra corrupción, entraña ésta una descomposición o podredumbre a través de la cual las cosas ya no funcionan como deberían, y se asocia esta disfunción (a través de la cual la justicia ya deja de ser justicia o deja la ley de servir a lo justo, o la beneficencia de servir a los necesitados) un elemento de seducción que le ofrece a los funcionarios satisfacciones personales irresistibles para las personas “normales”. Naturalmente ciertas personas son más propensas a la corrupción que otras, ya que por su carácter pueden algunos individuos pecar de incorruptibles, así como el severo policía perseguidor en la novela Los Miserables, en tanto que otros se orientan más hacia su propio beneficio y menos hacia los ideales éticos. Pero si queremos entender la realidad omnipresente de la corrupción no podemos decir que ésta se deba tanto a la venalidad de ciertos individuos como a un apagamiento generalizado de los ideales en la cultura de nuestro tiempo. Y más importante aún me parece el hecho de que prácticamente “cada persona tiene su precio”. En otras palabras, la omnipresencia de la corrupción tiene su asiento en que no sólo es poderoso el dinero sino que es incalculablemente poderosa la superabundancia del dinero gestionado por el poder. Y por pocos que sean los individuos aislados que pueden conseguirlo todo a través de su dinero, no es difícil para las empresas o para los bancos favorecer sus intereses a través de la influencia sobre toda clase de funcionarios, sean estos policías, jueces o (sobre todo) parlamentarios. ¿Y es acaso casualidad que los presidentes de las grandes repúblicas hayan sido tan prósperos? ¿No es parte ya de un orden corrupto que las campañas presidenciales requieran de millones? Es como si las leyes electorales ya estuviesen concebidas desde el supuesto de que los líderes políticos deban ser miembros de la clase privilegiada.

Digamos, entonces, que es ocioso concebir una economía justa mientras no se pueda establecer como parte del orden económico alguna medida que limite la corrupción; y la respuesta a ello, teóricamente, sólo podrá consistir en una limitación del patrimonio que las instituciones dedican a sus intereses, además de una futura educación dedicada a la formación de personas honestas. Siendo que la primera de estas vías es difícilmente concebible mientras las empresas sigan siendo jurídicamente irresponsables, pareciera que debemos tomar muy en serio lo que ya comprendieron los colonizadores de los Estados Unidos y declararon los autores de los Federalist Papers: que un gobierno regido por la ley sólo puede funcionar en tanto que las personas sean virtuosas. La educación, sin embargo, insiste en sus rutinas de trasmitir información, y descuida los factores emocionales de los que dependería la recuperación de los valores y una formación ética que no constituya una vuelta al moralismo anticuado de la sociedad patriarcal autoritaria.

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No podemos decir, desde Marx, que la explotación haya escapado al análisis crítico del pensamiento económico ‒ pero al ponerse de relieve hoy en los círculos económicos cuánto se equivocaba Marx, o cómo fueron insuficientes sus propuestas, pareciera que se quisiese olvidar esa conciencia de la explotación que alguna vez estimuló movimientos revolucionarios. Y aunque fue uno de los méritos de Marx llamar la atención sobre la omnipresencia de la explotación en la vida humana desde los tiempos de la esclavitud hasta su tiempo, ha sucedido que en vista de que terminó en el fracaso la revolución que su pensamiento desencadenó en Rusia y se desmembró la unión de repúblicas socialistas, volviendo a establecerse en su territorio el capitalismo, es poco lo que se habla hoy en día de explotación, y menos aún de Marx, como si se pretendiese dejar en claro que su pensamiento ya no nos sirve. Aún se ha dejado de hablar de “capitalismo”, como si al emplear el apelativo más honroso de “economía de mercado” se implicara que el carácter intrínsecamente explotador y depredador de capitalismo fuese una cosa del pasado. Y aunque el espíritu explotador continúe animando al mundo socio-económico, pudiera pensarse al leer a los economistas que funciona el mundo de las transacciones comerciales sin la puesta en juego de la rapiña de los poderosos sobre los pobres indefensos ‒ y fuese sólo el movimiento inevitable de la historia el que ha obligado a los empobrecidos ciudadanos a rescatar a los bancos. Y ¿no es eso coherente con que cuando algún país le entrega su gobierno a un banquero muchos se alegren de que por fin se harán bien las cuentas y habrá justicia? Pero ¿es que hemos olvidado todo lo que se descubrió sobre los bancos cuando Islandia consiguió quitarse de encima a los que le estrujaban su patrimonio, al revelar, entre otras cosas, la implicación corrupta de las supuestamente expertas y confiables “agencias de calificación”?

Si bien la ciencia económica en su pretensión de explicar la circulación de la riqueza de las naciones no incluye en sus libros ni a la astucia ni el engaño, ni el poder amenazante de las armas o de los embargos, pero si el “propio interés”; no estoy seguro que se haya planteado dónde termina el sano interés de tener lo necesario para sostener una buena calidad de vida ‒ que podríamos entender como un sano amor de las personas por si mismas ‒ y dónde comienzan la codicia, el afán insano de ganancias y la consiguiente explotación.

Pareciera que algunas personas requieren de menos para satisfacerse que otras en vista de que sus necesidades son más simples, en tanto que hay quienes tienden a la insaciabilidad, como si necesitaran resarcirse de algo que les faltó durante su desarrollo temprano. Freud habló de “impulsos canibalísticos”, e incluso llegó a pensar que son parte de la naturaleza humana; pero pienso que son un aspecto de la envidia, y que ésta constituye una forma especial del sufrimiento neurótico ‒ por más que suela causarle no menos sufrimiento a los demás que a los envidiosos mismos. Pero aún si la intensificación del los deseos y el correspondiente descontento de los envidiosos sea patológica, no se equivocaba Freud al percibirla como universal en el entorno social que hemos creado, en el cual la envidia seguramente explica no menos cosas que la libido o el narcisismo. Especialmente si queremos comprender la vida económica, no podemos dejar de incluir en nuestros esquemas ese afán de más y más que subyace a las relaciones explotadoras con el entorno humano y natural.

Pero no es un fenómeno estrictamente moderno el que el espíritu explotador sea encubierto, ya que cuando los indoeuropeos domesticaron el caballo, se estableció entre ellos el robo subrepticio y nocturno de caballos como una forma dominante del enriquecimiento. Y en la era de aquellos grandes imperios (“Egipto”, “Babilonia” y “Roma”) a cuyos nombres los judíos y cristianos antiguos daban un sentido tan metafórico como geográfico) el poder explotador había aprendido a hablar el lenguaje paternalista de lo grande, lo sublime, los “grandes valores” y sobre todo “lo que los dioses mandan”. Lo único nuevo en nuestro tiempo es que la hipocresía se ha vuelto menos creíble, y el pueblo se está dando cuenta de esa verdad muy antigua que ya Dante se atrevió a enunciar a fines de la Edad Media en su Divina Comedia ‒ a saber, que el mundo está mal gobernado.

Creo, sin embargo, que si se comienza a percibir ahora la impostura que en otro tiempo no nos permitíamos sospechar, ello se ha debido a que, gracias al progreso de la comprensión psicológica que ha traído consigo la evolución de la cultura, se nos ha vuelto transparente la naturaleza de algo que se ha asociado desde casi siempre al mando y a la explotación y que he llamado “el espíritu moralista y policial”, o espíritu moralista-represivo”, que le ha servido de pantalla a la explotación, justificándola, idealizándola, disfrazándola, imponiéndonos respeto y prohibiendo nuestra sospecha.

Parte primera
http://wsimag.com/es/economia-y-politica/9037-el-patriarcado-y-sus-dominios

Parte segunda
http://wsimag.com/es/economia-y-politica/9650-reflexiones-sobre-nuestra-economia