En una de las calles del centro de Luanda (Angola), una mujer camina a paso vivo, con un barreño en la cabeza lleno de pescado. Ofrece su mercancía a gritos con normalidad, a sabiendas de que el silencio es la más frecuente de las respuestas. Un hombre la detiene y le pide que le muestre las piezas que está vendiendo. No compra y la joven coloca penosamente de nuevo el barreño sobre su testa para continuar su destino. Andará varias horas más por las calles de alrededor, hasta que consiga vender todo o comience a oscurecer. A esa hora Luanda me parece una ciudad cualquiera. Corazón de un país de aquellos llamados fallidos, sus calles no se alejan de los sentimientos más humanos. Los más corrientes. El amor, el odio, la nostalgia, la esperanza pueden encontrarse en cada rincón de la empinada ciudad. El mar la baña aunque ella parece preferir la orilla. O eso parece por los trabajos a los que somete esa orilla a través de grúas, que construyen día tras día sueños en forma de rascacielos, sacados de la imagen de poder vendida durante décadas por occidente.

Fernando ha escuchado pasar a la mujer con el pescado, pero ni tan siquiera ha levantado la cabeza del libro que tiene entre manos. Los escasos 300 dólares que recibe mensualmente por su trabajo de guarda en una vivienda no le sirven para pensar en comprar algo que no sea arroz y harina con la que su esposa cocine el funge diario. Además está concentrado leyendo la carta de San Pablo a los Corintios. Su mujer está perdiendo la confianza en que su hijo pueda convencerse de que debe respetar más a la familia pasando más tiempo con ella, y él se empecina en buscar la fe y la tenacidad, que en ocasiones le faltan, en este pasaje sagrado. Cuando le pregunto si la lectura le ayuda con soluciones o tan solo le hace aguantar el destino de su situación, me explica que solo quiere convencerse. “Cuando llegue a casa, tendré que parecer convencido, para que mi mujer no se desmorone”.

Fernando bien puede valer una lección. Desde la tribuna de su maltrecha silla de plástico se aferra al convencimiento para no dejar caer su castillo de valores. Se siente inexplicablemente seguro cuando Jesús le guía en alguno de sus problemas. Quizá, algunas mañanas, mientras se enjuaga la boca en un pequeño aseo sin luz, duda. Puede ser que cuando tiene que hacer el penoso viaje diario de más de 3 horas para llegar a su puesto de trabajo, entre el tráfico insoportable e insuperable, de repente su vista se nuble para dejar paso a una lista de razonamientos hirientes sobre su destino. Tal vez, cuando ve a otros con dos piernas, dos brazos y una cabeza, como él, que pasean en lujosos coches, se pregunte por qué ocurre todo aquello. A qué se debe tales diferencias. Pero si tiene la Biblia cerca, se siente a salvo. Y eso es irrenunciable para alguien que pocas veces puede sentirse invulnerable. De hecho es tan frágil que su destino es pender de un hilo. Y para no caer de ese hilo, necesita convencerse. Ahí aparecen los Corintios.

La libertad tiene dos caras. La propia esencia de la libertad, es decir, el hecho de ser libre. Y las condiciones en las que esa libertad se crea. Tan importante es una cara como otra. Fernando a priori parece libre. Tan solo 30 segundos observándolo, cualquiera puede darse cuenta de que no lo es. Aunque poco le importa. Las ciudades no son gigantescas residencias vacías de personas. Tienen olor, color, sabor. Y con Luanda ocurre que esa libertad se puede ver, saborear y oler en el escaparate pero si se pregunta dentro de la tienda, el dependiente dice que no le queda. Aunque si le gusta, es usted libre de quedarse viéndola a través del cristal. Como aquellas televisiones que congregaban a los caminantes frente a los establecimientos pendientes de un partido. Fernando, cuando era joven acostumbraba a quedarse mirándola desde fuera, en la calle, junto a otros curiosos. Pero ya no lo hace.

Uno, que no cree mucho en Jesús, comienza a creer en los Corintios. Se imagina descreído, dubitativo, con eternas preguntas sin resolver, sin más solución que la de quien lo guíe. Comprendo a Fernando y a su necesidad, y admiro su capacidad para encontrar soluciones con las escasas herramientas que dispone. Tan solo con un libro, es capaz de aferrarse a un criterio que lo mantenga en pie. Lo pongo mentalmente en un pedestal y se convierte en un referente, tal y como los Corintios acabaron haciendo con Jesús. Y de repente, me sorprendo observándolo cada vez que paso al lado de él, envidiando su determinación y su capacidad para admitir el papel que le ha tocado vivir en la vida. Me sorprenden estos pensamientos católicos mientras la vendedora de pescado pasa sudorosa junto a mí, como hace cada día. No recuerdo haberle comprado nunca.

Tres semanas después, veo cómo Fernando se reúne con dos jóvenes de aspecto tranquilo que portan una biblia en su mano derecha. Fernando me había contado que cuando un tema le preocupaba o le entristecía hasta no poder dejar de pensar en él, llamaba a unos compañeros para conversar. Cuando se fueron, me interesé. “Mi mujer ha tenido un parto hoy. Fue complicado y la que iba a ser mi hija murió.” Lo dijo de manera digna, como si aquello no fuera con él. “¿No te vas a casa?” “No. Tengo que trabajar. Es lo que Dios ha querido.” Y volvió a su silla, aliviado, para releer su Biblia maltratada.

Abrí el portón de la casa y un rayo de Sol me golpeó hasta nublar mi visión. Cuando mis ojos se adaptaron a luminosidad, la vendedora de pez con el barreño se alejaba de mí dejando su estela de gritos y respuestas silenciosas. Puntual, como cada día, estaba donde le correspondía. Daba la sensación que en aquella calle todos esperaban pacientemente que el destino les indicara cuál iba a ser su próximo paso.