Hay momentos que suponen un cambio, un cruce de caminos, que nos hace analizar lo que hemos hecho para poder planificar el futuro. En España, dejando a un lado la intensidad de este año electoral, parece que la figura del político se ha convertido, más que nunca, en un ente o una “casta” alejado de la realidad que solo busca su propio estatus y enriquecimiento personal.

Las generalizaciones casi siempre son injustas por imprecisas, pero en este caso lo son más. Alguien que se dedica a la política debe ser alguien que tiene la mejor formación, un conocimiento amplio del campo en el que trabaje –sea economía, industria, derecho internacional, educación o sanidad–, experiencia probada también fuera de la esfera pública –que esté acostumbrado a la competencia y la flexibilidad que son capitales en la empresa privada- y que tenga la generosidad de poner todo ello al servicio de la sociedad. Es decir, el mismo nivel de exigencia que se le requiere a cualquier profesional, pero con un plus: vocación de servicio público. Es un verdadero compromiso, de ahí que las personas que decidan dedicarse a gestionar la Administración Pública tengan que ser especialmente ejemplares ética y profesionalmente. Algo que, día a día, incluso entre las nuevas formaciones que apelan al cambio y la regeneración, como Podemos, se han mostrado incapaces de llevar a cabo.

Teniendo ante nosotros este panorama, el común de la población se plantea si realmente es la hora de llamar a los intelectuales al compromiso real y que se impliquen en la gestión pública para su efectiva regeneración.

En estas elecciones hemos tenido el claro ejemplo de intelectuales que se han comprometido con formaciones políticas a pesar de no tener un carné de militante para, precisamente, aportar ideas y liderar este cambio. Ángel Gabilondo, Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, o Ángeles Caso, hija de un apreciado ex rector de la Universidad de Oviedo y ganadora del Premio Planeta en 2009, son solo un par de ejemplos de esta tendencia.

Ahora bien, ¿es la figura del intelectual académico, estudioso, introspectivo, sesudo la mejor indicada para manejar cuestiones tan complejas y apegadas a la realidad como la lucha contra el desempleo, el comercio internacional, la balanza comercial, los acuerdos empresariales para impulsar la economía y la imagen internacional de un país? Ciertamente, cada uno tendrá una formación y conocimiento exhaustivo en su campo –sea la literatura, la filosofía o la economía– pero por su propia condición, como subrayó el gran Ortega y Gasset, deben alejarse del común de la población. Solo así pueden analizar en profundidad cuestiones sesudas que afectan al ser humano y al devenir de la sociedad. Sin embargo, cabe la duda sobre su capacidad de adaptación para llevar a cabo la ejecución de acciones políticas concretas de gestión pública que requieren de un duro trabajo de campo, notables dotes comunicativas, de negociación y de relaciones públicas… De toma rápida de decisiones, en definitiva.

Como en cualquier cuestión, cabe deducir que quizá la solución más efectiva es precisamente la intermedia: que los intelectuales se impliquen más en la gestión de la realidad asesorando activamente y aprendiendo también de profesionales de la Administración Pública, mientras que estos “políticos profesionales” planean programas de acción política acordes con el profundo conocimiento social de los intelectuales, llevándolos a cabo con celeridad y eficiencia.

No estamos en la república de Platón, ya que el siglo XXI es bastante más complejo que la Grecia Antigua, pero de esas sinergias entre intelectuales y políticos estaremos abriendo camino en el futuro a la verdadera regeneración democrática.