Era el mes de agosto del 1973. El día exacto no tiene importancia. Estaba en Concepción, tenía 16 años y fui a ver una película al teatro de la universidad de Concepción en función nocturna. El nombre de la película era Sacco y Vanzetti. Volvía a casa. Todo tenía una apariencia normal, era de noche y cruce la plaza de Armas casi desierta para doblar hacia la izquierda por Barros Arana. Llegue al apartamento donde vivía y, al abrir la puerta, me encuentro con un pelotón de infantes de marina que allanaban el lugar.

Me hacen entrar y me sientan en un sofá, junto a mi hermano Antonio, que en ese entonces tenía 17 años, apuntados por las metralletas de dos guardias. Entre los infantes había un capitán, que daba todas las órdenes y que portaba una metralleta más corta y de color negro con mira telescópica. Habían dado vuelta a todo, sin encontrar nada. Libros, anotaciones mías, diarios, vestidos. Ninguna huella de nada que pudiera comprometernos o incriminarlos. El capitán hablaba continuamente por radio, dando instrucciones a un grupo de infantes, que se encontraba en las afuera del edificio.

Después de una hora de allanamiento, nos llevan hacia afuera y nos meten en un camión. De allí, pasaron unos 50 minutos y llegamos a la base naval de Talcahuano y, desde allí, a un campo de entrenamiento, donde había unas cabañas con el suelo de tierra y el techo de paja. Nos hacen desnudarnos, cada uno en un cuarto separado, y nos sumergen en agua hasta que nos faltase completamente el aire sin poder respirar.

Después de cada “baño”, nos preguntaban cosas que no entendíamos, nombres, reuniones. Quieran saber quiénes se reunían en ese apartamento y nuestra respuesta fue siempre la misma: no sabemos nada, no sabemos nada. Después de un periodo de tiempo, que no puedo estimar con precisión, nos mojan con agua limpia, nos hacen vestirnos y, en un bus, nos llevan a una comisaría de carabineros para que pasáramos la noche allí y fuéramos registrados como “detenidos”.

El día después, nos llevan nuevamente a la base militar para carearnos con dos detenidos, que a juzgar por sus aspectos físicos, habían sufrido un tratamiento mucho peor del nuestro. Tenían el rostro moreteado por los golpes, uno había perdido las uñas de una mano y caminaba con dificultad. Ellos declararon que no nos conocían y que las personas que ellos habían encontrado eran mayores. Sus nombres eran Pedro Lagos y el sargento Juan Cárdenas, ambos suboficiales de la marina que se opusieron a un intento de “golpe” que permitió identificar a un grupo de marineros anti-golpistas, que fueron encarcelados y violentamente torturados.

Después del careo fuimos dejados en libertad y volvimos a Concepción y allí tuve la posibilidad de hablar con la mujer del sargento Juan Cárdenas, que me mostró una foto de su marido en uniforme, al que pude reconocer sin dificultad. Ella se conmovió hasta las lágrimas al saber que su marido, aunque duramente probado, aún estaba vivo y mis declaraciones sirvieron para que la marina reconociera que tenía como prisioneros a los marinos “anti-golpistas”.

El haber vivido esta experiencia y los días que siguieron me hizo entender que el golpe de estado era inevitable y que la fuerza represiva sería enorme. Me recuerdo que las discusiones eran sobre la posición del General Bonilla, que estaba muy cerca de los democrata-cristianos y de Pinochet, que aparentemente se decidió casi al último momento. La marina ya estaba por el golpe y, en esa situación, la consecuencia ineludible seria un golpe militar para el mes de septiembre, ya que para las fiestas nacionales todos los militares estaban acuartelados.

Bonilla, que era el segundo en la jerarquía del ejército, después de Pinochet, que había sido apenas nombrado comandante en jefe en agosto del 1973, fue asesinado en el 1975 por sus conflictos con el entonces Coronel Manuel Contreras, al cual había arrestado en el regimiento de Tejas Verdes por el maltrato dado a los prisioneros. Nadie sabe, y esto es un capitulo, que aún no ha sido escrito, cuantos militares fueron encarcelados, torturados y asesinados por haber manifestado o hecho oposición al golpe y a todas las atrocidades cometidas durante la dictadura. Entre ellos, tenemos un grupo valeroso de suboficiales del Blanco Encalada, que por su apoyo incondicional al gobierno constitucional, pagó un duro precio, quizás más alto, que otras de las miles de víctimas y desaparecidos. “