Viajar por Europa en carretera resulta algo fantasmagórico por momentos. Kilómetros desiertos y eternos entre pueblos que se tropiezan con majestuosas ciudades. La llanura húngara encerrada entre los Alpes centrales, los Alpes Dináricos y las Montañas de los Cárpatos; al Este, el Mar Negro hecho isla; la montañosa Península Ibérica o la Llanura del Norte de la llamada Europa Occidental que precede los Mares del Norte. Tal paisaje puede ofrecer al viajero la sensación de que se encuentra en un enorme paraje concebido para el deleite y no para su vivencia. En oposición, diseminadas en el vasto terreno, las grandes torres de las catedrales señalan las ciudades que alguna vez albergaron riqueza y que con ella hoy rellenan sus libros de grandes historias. Esas mismas que hoy tratan de soliviantarnos o tranquilizarnos. Entre medias, grandes habladurías, rumores que se asientan en las mentes, prejuicios sin ningún veredicto, verdades que nunca fueron confirmadas.

Observando la difícil orografía de Europa, recuerdo el movimiento partisano durante la Segunda Guerra Mundial. Hombres y mujeres expulsados de sus casas que se refugian en lugares de difícil acceso para torpedear a quienes los persiguen. Todo ello con la alta probabilidad de que su ataque conlleve la peor defensa, puesto que mostrarse significaba en la mayoría de las ocasiones la inmediata muerte debido al gran poder de su enemigo. Era habitual que personas de las aldeas cercanas también arriesgaran sus vidas transportando cestos de comida a las montañas para alimentar a estos heroicos locos que, a pesar de registrar grandes días, acababan pereciendo en el campo de batalla inevitablemente, o fruto de una fatal enfermedad. Estos partisanos acabaron por pasar a la historia, la cual los recoge hoy con gratitud dedicándoles monumentos en las ciudades que un día fueron el campamento base de sus ataques. Tal es el caso de Varsovia, donde se erige un maravilloso recuerdo en forma de estatua en la que un partisano herido de muerte es contenido por una mujer con actitud altiva que lanza una rama de olivo hacia el cielo.

Esta misma ciudad polaca es uno de los ejemplos del rechazo hacia los partisanos de nuestros días. En la actualidad, dejando a un lado el foco de tensión en el Este de Ucrania, no existe una guerra como tal en Europa, si es que los conflictos y la tierra se pueden empaquetar y separar. Setenta años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, no hay tanques atravesando el territorio, pero sí tenemos ciudadanos huyendo de la ira y el racismo más primitivo. Los refugiados provenientes de Siria, Irak, Eritrea o Afganistán se lanzan al mar, atraviesan llanuras extensas, se orientan por los grandes ríos del centro de Europa o caminan por grandes montañas. Esta vez no hay pistolas que los persigan, pero sí algo todavía más injustificable con el paso de las décadas: la incomprensión de los pueblos que un día estuvieron en su lugar.

Más de 7.000 personas se manifestaban en septiembre en Varsovia (Polonia) reclamando que otras 12.000 personas que se manifestaban con sus llantos, lloros y caras de incomprensión en estaciones de toda Europa no tuvieran la oportunidad de vivir con ellos. En Alemania, el movimiento Patriotas Europeos Contra la Islamización de Occidente (Pegida), con cada vez más seguidores, exige al gobierno alemán que cierre las fronteras a los huidos de la guerra. El alcalde de la ciudad alemana de Dresde, Dirk Hilbert, ciudad donde Pegida ha acumulado más apoyo, asegura que “la ciudad está dividida”, y los ataques a los centros de inmigrantes de Alemania se suceden semanalmente. Sin olvidar los lamentables acontecimientos que se produjeron en el mes de septiembre en Hungría, donde la policía húngara realizó cargas policiales contra los refugiados, y en una de las cuales una periodista lanzó una patada a un padre y su hijo cuando corrían. Los nietos de quienes un día soportaron la tiranía del fascismo se organizan hoy para impedir que los que simbolizan su pasado ni tan siquiera los rocen.

Si la globalización es capaz de recolocar industrias en cualquier punto del mundo, también puede tener la misma capacidad para enfrentarnos a lo que fuimos. A las portentosas fábricas, empresas, compañías, acciones bancarias, capitales exteriores, al lado, como si se tratase de un séquito, las acompañan los miserables, los derrotados, los expulsados. Siempre etiquetados convenientemente. Lo que un día fue un brazalete con la estrella de David, hoy es la ausencia del estampado de un sello en el pasaporte. La segregación es sobria, limpia, pero implacable. Se asienta sobre grandes decretos, recomendaciones jurídicas, informes redactados por los mismos que controlan las leyes. Pilas de papeles que se lanzan a la cara de los partisanos de hoy, que esta vez no tienen quienes arriesguen su vida colocando por las noches la cesta con pan y agua en las laderas de las montañas.

La carretera se sucede. El terreno adquiere más fantasía con el paso de los kilómetros. Hay castillos de ensueño que se ven al fondo. En un valle perdido, las montañas aprisionan el camino y los ojos de lo que fuimos nos miran con terror y admiración. Las fábricas tapan ya con dificultad sus escuálidos cuerpos, los puertos no ocultan con la diligencia de antes sus barcazas y los hombres y mujeres que deberían abrazarlos, enamorarse, enfadarse con ellos en tierra, cada vez llegan más tarde para recoger sus quietos cuerpos en cualquier orilla. Los partisanos, esta vez, son traicionados por la promesa de una cesta de comida.