Una imagen vale más que mil datos. Bien saben eso algunos periodistas y artífices de la (des)comunicación. Una triste imagen de un niño refugiado en el mar es la imagen de la insolidaridad europea. El malestar filtrándose a través de un goteo incesante, enervante, en los estados del bienestar. Otra imagen de una mujer con sus pequeños huyendo del horror. Otra. Y otra.

El lector o espectador español, cómodamente instalado en su sofá (¿ya gastado de aliviar tantas horas de paro?) asume que el elevado número de los refugiados está formado por estas “mujeres y niños primero”. Que nadie dude de su digno derecho a huir del horror, que ya casi parece una frase hecha. Una guerra es una guerra y todos haríamos lo mismo.

El problema llega cuando esa imagen se entiende como estandarte de la verdad mientras la realidad de los datos tiene otra foto. En 2015, el 57% de los refugiados eran hombres, un 27% niños (menores de 12 años) y un 17% mujeres, según los cálculos de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados. Entonces, ¿es la imagen de Aylan (o de otros como él) una muestra representativa? Si no lo es, ¿qué problema existe en informar de esos datos?.

Quizá haya que empezar a buscar la respuesta en la oleada de agresiones sexuales del último fin de año alemán, fin del mundo para muchas. Hamburgo, Colonia, Düsseldorf, entre otras ciudades germanas fueron ultrajadas. Los agresores fueron identificados como personas de apariencia árabe o del norte de África. Resulta extraño pensar que una noticia de tal calibre no saltara a los titulares rápidamente, como un perro hambriento ante un trozo de carne. Pero así fue. Cinco días tuvieron que pasar para que el canal público alemán, ZDF, decidiera arrojar un ligero haz de luz sobre los hechos. Más o menos el mismo tiempo que tardó la prensa alemana en publicar una breve síntesis de lo sucedido, evitando en todo momento identificar el origen de los agresores o utilizar palabras como 'árabe' o 'musulmán'.

Reinó el imperio de lo políticamente correcto, donde el trozo de carne fue cada una de las mujeres agredidas sexualmente. Un trozo sin nombre, sin derecho a la compasión.

De acuerdo con un editorial del diario alemán Westfalen-Blatt, la policía se negaba a hacer públicos los delitos relacionados con los refugiados y los migrantes, para no alimentar a los críticos de la migración masiva. Esta noticia ni siquiera es noticia en nuestra Europa de la (in)comodidad mediática. La cifra de denuncias de violación en Suecia se ha triplicado desde 1992. Si bien debemos juzgar estos datos con la debida cautela, el Consejo de Prevención del Crimen de dicho país señala en un informe que por cada cuatro delitos sexuales, tres son cometidos por personas nacidas en otro país, en su mayoría argelinos, marroquíes, tunecinos y libios. Incluso un grupo de adolescentes suecas ha diseñado un cinturón de castidad inverso, pues es la que lo lleva la que ejerce el control, con la esperanza de disuadir a los violadores. En Oslo, Noruega, en dos de cada tres denuncias de violación hechas en 2011 había inmigrantes involucrados. Las cifras de Dinamarca eran las mismas, e incluso superiores en la ciudad de Copenhague, con tres de cada cuatro denuncias de violación. Alemania, Suecia, Noruega, Dinamarca. Todas ellas repletas de verdades incómodas. Titulares molestos para ciertos sectores que se dicen progresistas. ¿Acaso no es progresista denunciar la violación, sea del origen que sea?

Pero es que la hipocresía involucionista no solo afecta a estas pobres mujeres. Las propias refugiadas son víctimas de su defensa, con”su” de ellos. Una coalición de cuatro organizaciones de trabajo social y de derechos de la mujer envió una carta de dos páginas a los líderes de los diferentes partidos políticos en el parlamento regional de Hesse, un estado en el centro-oeste de Alemania, dando voz a la situación que sufrían:

“Las mujeres informan que ellas, así como los niños, han sido violadas o sometidas a agresiones sexuales (...) Las mujeres reportan periódicamente que no utilizan el baño por la noche debido al peligro de violaciones y robos en el camino a las instalaciones sanitarias. Incluso atravesar el campamento durante el día es una situación terrible para muchas de ellas”.

¿Tampoco ellas merecen copar los titulares? ¿Acaso la lástima entiende solo de muertes en el mar? Denuncian nuestra insolidaridad, pero casi nadie habla de la epidemia de empatía selectiva cuya cepa son algunos políticos y su ejército de creadores de opinión.

Para más inri, esta especie de yihad sexual tiene nombre,“tahurrus”, término árabe que podría traducirse como "acoso colectivo". Los hombres, en un lugar público con una gran multitud, rodean a su víctima y mientras algunos llevan a cabo el asalto sexual, otros que no están directamente involucrados desvían la atención. Que se lo cuenten a la reportera sudafricana Lara Logan, quien fue atacada por un grupo de hombres mientras cumplía con su trabajo en la plaza de Tahrir, Egipto, en 2011. No fue la última periodista occidental víctima de este horror molesto. No fue la última oriental ni la última occidental.

No se trata de menospreciar el horror de las víctimas de la guerra. Se trata de reconocer el horror de las víctimas de las agresiones sexuales. De darles voz.

Mientras, dicen algunos titulares que la Europa de la multicuturalidad ha fracasado. No sé muy bien si se refieren a que se ponen trabas a la entrada de los refugiados o a que algunos refugiados ponen trabas a vivir conforme a los valores del país que les refugia. En esos parados domingos al sur de Europa, uno se pregunta si aquí pasará lo mismo. En silencio, sin que se escuche a penas el propio pensamiento. Ya sabemos que está feo preguntar la edad a las mujeres, el salario en una entrevista de trabajo (bastante es que te la hagan) y comentar que hay refugiados que violan.