El otro día, tras una reunión laboral, una compañera de trabajo se acercó a mi en tono entre conspirador y de susurro de amantes pasajeros para comentarme la absurdez de las decisiones del jefe. Esta anécdota se archivaría como algo bastante normal (lo de la absurdez del jefe, digo) si no fuera porque en los días posteriores fui testigo de un goteo incesante de comentarios similares. Rincones solitarios, conversaciones veladas a la hora del café, pasos que se quedan detrás del grupo... Los espacios y momentos propicios para la inocente conspiración eran buscados con avidez de paga mensual.

Digo que esto sería algo bastante normal si no fuera porque dicha reunión era un reunión democrática. De esas en las que todos votan y el jefe, que debería ser más portavoz que director, recoge el sentir general y actúa.

No sé si la causa de esta anécdota, ejemplo de tantas otras, será que en el fondo en España tenemos una concepción ingenua o pervertida, o todo a la vez, de la democracia. Se nos ha olvidado que tenemos voz y que deberíamos tener representantes (que no dictadores). Tanto es así que, sigilosamente, el cáncer autocrático hace metástasis en los más variados órganos de la sociedad. La quimioterapia democrática parece que no terminó de eliminar el germen de la enfermedad.

La cadena de quejas veladas, volviendo a la historia, siguió engarzando eslabones a la cadena de la opresión. La llave de su libertad, el silencio.

“¿Por qué no comentas tu descontento en la reunión?” Titubeos, escusas mal rebuscadas en la basura del miedo, como respuesta.

No tardó en llegar la siguiente reunión. Como ya el hastiado lector podrá intuir, se impuso una solución autoritaria y, ante la misma, silencio. Silencio y el hedor del miedo.

¿Con qué convicción podemos afirmar que queremos un cambio social si somos incapaces de emitir nuestros argumentos en los contextos más cotidianos? Lo veo todos los días: grupos de amigos subyugados por la batuta invisible e indivisible del líder, parejas en las que 1+1 es igual a 1+0, reuniones supuestamente entre iguales con la cabeza postrada de los menos iguales...

La pregunta que se plantea es la siguiente: ¿se trata de un defecto nacional? Si la respuesta es negativa, ¿hay alguna explicación psicológica? En un intento de salvaguardar nuestro ego patrio, acudamos en busca de Freud, o en su defecto de Solomon Asch.

En la década de 1950, el psicólogo S. Asch realizó un estudio sobre la conformidad social consistente en mostrar a los participantes una tarjeta con una línea de una determinada longitud junto con otra tarjeta en la que había un conjunto de tres líneas pintadas. La tarea consistía en decir cuál de ellas tenía la misma longitud que la mostrada en la primera tarjeta.

Las pruebas se realizaron a un grupo de unas seis u ocho personas de las cuales todos eran cómplices del investigador, excepto un sujeto, el sujeto experimental. Casi en un 75% de las ocasiones, los sujetos experimentales daban respuestas erróneas, siempre que los otros participantes habían respondido previamente de forma incorrecta.

Tras ello, se preguntaba a los sujetos por qué habían estado de acuerdo con el grupo, ante lo cual respondían que aunque sabían que la respuesta era errónea, no querían experimentar las críticas de los demás.

Estos resultados sugieren que la conformidad puede ser influenciada tanto por la necesidad de encajar en una comunidad como por la creencia de que las demás personas son más inteligentes o están mejor informadas.

Este experimento ciertamente explica muchas situaciones de la vida cotidiana, pero sigue sin explicar otras tantas como las expuestas. Por lo que parece que la solución pasa por educar en democracia. El aprendizaje vicario u observacional nos dice la psicología que es sumamente importante en los seres humanos. Viene a decir que observamos e imitamos. Quizá la mejor forma de enseñar sea erigirnos todos y cada uno de nosotros como maestros de la democracia a través de su puesta en práctica.

De todas maneras, aun queda esperanza. En el experimento, Asch también descubrió que si uno de los miembros del grupo que colaboraban con el psicólogo daba la respuesta correcta, contradiciendo a la mayoría del grupo, el grado de conformidad del sujeto experimental descendía radicalmente. En tal situación, solo entre un 5% y un 10% de los participantes se mostraban conformes con las decisiones erróneas de la mayoría.

Es decir, una sola persona diciendo la verdad o lo que realmente piensa en un grupo puede ayudar a decidir al resto sobre cuál es el camino correcto.

Decía Winston Churchil que “la democracia es la necesidad de doblegarse de vez en cuando a las opiniones de los demás”. Podríamos corregirle diciendo que el ejercicio de la democracia es la necesidad de no doblegarse siempre ante las opiniones de los demás.