En casi todas las culturas y formas organizativas hasta ahora conocidas, la vida de las mujeres tiene un valor menor que la vida de los hombres. Sin embargo, este desprecio por la vida de la mujer se profundiza por la pertenencia a una determinada clase social, grupo étnico o por su preferencia sexo-afectiva. Es decir, si bien ser mujer es una condición de riesgo en una sociedad patriarcal y androcéntrica en la cual se ha naturalizado y permisado la violencia, las mujeres pobres, lesbianas, afrodescendientes e indígenas se encuentran más expuestas a ser víctimas de la violencia sexista, racista, homofóbica y clasista.

Entre este grupo, las mujeres negras e indígenas son las más propensas a desaparecer y ser asesinadas, víctimas la más de las veces de la violencia sexual en contextos como procesos bélicos, conflictos armados, la trata de personas, la prostitución, o simplemente como consecuencia del racismo.

No obstante, uno de los aspectos que genera gran preocupación no es solo la frecuencia y magnitud en la ocurrencia del hecho criminal, sino la respuesta de los Estados y los organismos internacionales ante ello. En la mayoría de los casos de desaparición o muerte en los que se encuentran involucradas mujeres indígenas, africanas o afrodescendientes, la actuación de los Estados es débil y en su mayoría inexistente; los crímenes cometidos contra estos grupos de mujeres poco son repudiados colectivamente, reseñados mediáticamente o investigados profundamente. Es decir, la justicia trabaja selectivamente.

Ejemplos de esta situación sobran. Sin embargo, podemos señalar grosso modo casos como el rapto masivo de 219 jóvenes mujeres perpetrado por el grupo Boko Haram en abril de 2014, cuando entraron en una escuela de Chibok, Nigeria. De estas niñas y adolescentes secuestradas, las que pudieron escapar contaron que como mecanismo de control y para doblegar su voluntad fueron violadas en múltiples y repetidas oportunidades, embarazadas, obligadas a casarse, a combatir en nombre del grupo; y finalmente degolladas ante la negativa de cumplir las demandas o satisfacer los deseos de sus captores.

Otro hecho de gran relevancia es que entre 1980 y 2012 -según un informe publicado el año pasado por la Real Policía Montada de Canadá- casi 1.200 mujeres y niñas indígenas fueron asesinadas o desaparecieron, principalmente en la ciudad de Winnipeg. En este país las aborígenes tienen una posibilidad cuatro veces mayor de ser asesinadas o desaparecer que otras mujeres canadienses; sin embargo, este hecho no ha motivado la emergencia y aplicación de ninguna medida de protección especial para estas mujeres, pues como hiciese referencia el asesino en serie Shawn Lamb -condenado en Winnipeg en 2013 por asesinar a dos mujeres aborígenes- las mujeres indígenas son “las víctimas perfectas” pues a nadie parece importarle si desaparecen.

No ha sido sino este año que el comité de la Organización de las Naciones Unidas acusó a Canadá de una “violación grave” de los derechos de las mujeres aborígenes al no garantizar su derecho a una vida libre de violencia; aunado al hecho de que como afirmase la ministra de Asuntos Indígenas Carolyn Bennett, estos casos en su mayoría fueron clasificados erróneamente como suicidios, muertes accidentales o muertes por causas naturales.

Finalmente, la líder indígena hondureña, ecologista y prominente defensora de los Derechos Humanos Berta Cáceres -quien se enfrentara al Banco Mundial y diversas empresas transnacionales- fue asesinada hace apenas unas semanas; sin embargo, su muerte también parece correr con el mismo destino de impunidad que arropa la muerte de las mujeres, pues las autoridades ya se han pronunciado y han señalado que la muerte de la activista se trató de un intento de robo, pese a que en varias oportunidades esta denunciara persecuciones, así como, haber recibido amenazas de ataques, violación y linchamiento.

Entonces, ¿nos importa igual cuando las mujeres son asesinadas o desaparecen?