Actualmente, el estado de la cuestión del sistema educativo español parece resumirse en una palabra: lamentable. Programas de televisión, de radio y artículos en la prensa se encargan de reproducir este mensaje sin piedad. La “mala educación” es tan española como Almodóvar, los políticos corruptos y el fútbol.

Fracaso escolar, profesores quemados debido a las faltas de respeto e interés de sus alumnos, estudiantes desmotivados… se suceden en las aulas en una melodía disarmónica. Como su director de orquesta, culpable de todo ese ruido, se señala sin piedad al sistema educativo. ¿De verdad es esto así?

Si tomamos a Finlandia, incuestionable ejemplo a seguir, y aplicamos en España su sistema educativo, ¿realmente cambiarían mucho las cosas?

Me atrevo a adelantar que quizá cambiara para los alumnos con predisposición al estudio. Quizá no tanto para aquellos a los que no les han enseñado a ser estudiante, entre otras cosas. Y esto no es cosa de la escuela. Me explico.

El fracaso en lo educativo se da como sistema y como valores. Con lo segundo me refiero a la educación concebida no como esa espina dorsal de conocimientos académicos que se adquieren en un colegio, sino como esa que vertebra el modo de ver la vida y de comportarse de las personas.

Me refiero también a los valores que forman parte de una sociedad, porque una sociedad está formada por personas, y algo las asemeja como miembros de ese colectivo. Cualquier observador no demasiado avezado se da cuenta de que un sueco, un español y un japonés (y si se quiere un finlandés) se comportan de manera diferente. Su actitud en las calles y en las aulas es diferente. La educación que reciben en sus casas es diferente, no solo la de sus escuelas.

Quizá deberíamos plantearnos que la tan traída crisis del sistema educativo es también una crisis de los valores que nuestra sociedad transmite, o que no se molesta en transmitir.

Y dentro de este galimatías educativo no puede olvidarse la influencia de los medios de comunicación porque, nos guste o no, nos educan. Ellos son también padres y profesores. Con unas intenciones un tanto cuestionables no pocas veces.

“Los niños actuales viven sumergidos en el mundo fascinante de la televisión, igual que el hombre medieval vivía bajo el influjo de la religión, donde la capacidad crítica, en ambos casos, adolecía de un adormecimiento estructural”, señalaba Sindo Froufe Quintas, catedrático de la Universidad de Salamanca.

La televisión es nuestra religión moderna. Y añadiré que internet le pisa los talones. En un mundo donde pecar no te lleva al infierno (y parece que tampoco a la cárcel si tienes la bula política) la televisión sustituye al púlpito.

Los medios de comunicación reflejan la cultura de una sociedad determinada y son considerados como instrumentos moduladores del grupo social.

Cuando nos quejamos de fracaso escolar, violencia, indisciplina, desidia, falta de respeto y un largo etcétera, quizá deberíamos fijarnos en los valores transmitidos a través de los medios de comunicación y en los que se transmiten a través de la familia.

¿En qué momento dejó de estar mal visto que tu hijo faltara al respeto a un profesor? Y lo que es peor, ¿en qué momento dejó de estar mal visto que un padre faltara al respeto al profesor de su hijo?

La difusión de ciertos modelos cala en una sociedad que no castiga con el desmérito social ciertas actitudes. Y qué duda cabe de que somos animales sociales que se insertan en grupos de referencia en los que se trata de encajar. Es de primero de psicología.

Finalmente, un breve apunte a las críticas al empleo de la memoria en la educación y al descrédito en el que han caído ciertas materias (fundamentalmente humanísticas). Sin olvidar la tendencia a pensar que la adquisición de una educación y una cultura no exigen esfuerzo.

En la Antigua Grecia, ese lugar que se convirtió en base de la civilización occidental, durante los primeros siete años, el niño recibía la educación por parte de su madre o alguna nodriza. Esta educación consistía en mitologías e historias tradicionales. A partir de los siete años, iniciaba su formación cultural, donde cursaba gramática, música y gimnasia, comenzaba a leer y a escribir y tenía que aprender versos y fragmentos de poetas. De memoria.

El plan de estudios estaba formado por el trivium, que comprendía la gramática, la retórica y la filosofía o dialéctica, y el quadrivium, que estaba formado por la aritmética, la música, la geometría y la astronomía.

El mecanismo mnemotécnico y la lentitud en la enseñanza del alfabeto reproducían el método de “cuidar y observar antes de empezar”. Este mecanismo de la enseñanza añadía el rigor de la disciplina, que a menudo comparte golpes. Si bien los golpes suponen las sombras de ese sistema, la memoria forma parte sin duda de las luces, que luego habría de manifestarse en el uso del diálogo como método de enseñar al alumno a llegar a la verdad. Conciencia crítica lo llamaríamos hoy en día.

En ese mundo donde el valor del esfuerzo era indudable, y de la mano de los sofistas (aquellos que ya no estudien filosofía no sabrán quiénes eran), solo el sabio es virtuoso, ya que solo él puede conocerse a sí mismo y conocer el bien. Lo contrario a ser virtuoso era la ignorancia.

En ese mundo en el que la familia educaba, el sabio era figura admirable y el saber un mérito, estableció los cimientos de una civilización. Imaginarme a esos maestros sofistas, sabios y respetados, en muchas de las escuelas de hoy en día se me antoja como poner a un pez a vivir en el desierto.

Moriría por la escasa sed de saber de sus discípulos.