El cuento nace de la noticia, o más bien de la certeza, por aquello de la repetición de los hechos, de que el Mare Nostrum, que no es ni nuestro ni de otros, vuelve a prepararse para ser una lápida constante en los próximos meses. El verano, dicen, causará este incremento. Como si las condiciones climatológicas llegaran a este mundo después que nosotros y nuestras constituciones y nuestros protocolos. Y eso sí que es nuestro. Igual que las acciones. Se escriben estas palabras después de ver la fotografía de un niño muerto. Otro más de los tantos. Y todos fuimos niños, y soñamos alguna vez con navegar en una barca por siete mares. Y recuerdo cómo dibujábamos esos sueños cuando lo único que teníamos era una cera y un folio en blanco.

Los niños solemos (porque todos lo somos) dibujar las barcas como si fuesen sonrisas sobre el mar. Personas navegando sobre sonrisas, labios bien gordos, nítidos, que nos mantienen, aunque zozobrando, tan lejos y tan cerca de la peor pesadilla del hombre, que es la inadaptación. En este caso, al agua. Mediante estas sonrisas conseguimos que nuestros pulmones no se encharquen, que no nos hundamos con lo puesto, que es nada, y que nuestra vulnerabilidad no acabe por arrastrarnos a “lo otro”. Por eso siempre he sido leal en mis dibujos a esas sonrisas impermeables, como si la Tierra fuese solo trozos de madera ensamblados, o la madera fuese una Tierra encajada. Sobre mi sonrisa o el planeta, siempre dibujé muchas personas, sorprendiéndome de que mi dibujo no se cayera, no se ahogara sobre la mesa que sostenía el cuaderno. “Eso no pasa en la realidad, mijo”, decía una de mis madres. La que vela por que mis sueños no exploten. La que te avisa de que no podrás conseguir todo lo que deseas. Esa madre.

Las sonrisas se acaban sucediendo en los puertos, en las playas. No hay lugar más feliz que la playa. Allí somos capaces, si sabemos nadar, de dominar nuestra vulnerabilidad. Nos podemos dejar llevar sabiendo que nunca seremos aceptados en ese club que emerge debajo de nosotros, inmenso. En la arena, una madre puede sonreír, como lo hacen las barcas, para abrazarte porque el mar te dio una segunda oportunidad. Una madre también puede mostrar una sonrisa para empujarnos hacia una de esas barcas de sonrisa. Pero ya no hay tantos labios, ni tierra, ni sueños. El sueño es la vida.

Lo bueno de soñar es que volvemos a despertarnos. Y podemos contar ese sueño, juguetear con él, aventurarnos. Pero desde la conciencia. Hay otros, sin embargo, que tienen la obligación de vivir en ese sueño. Juegan sin tela de araña, como los funámbulos que quedaron huérfanos cuando eran niños. Porque no es lo mismo que se te mueran tus padres a quedarte huérfano. El huérfano acaba por dedicarse al sueño sin jamás poder despertar. Como el niño que deja la sonrisa de su madre para embarcarse en otra de madera. Deja la tierra firme para lanzarse a las sonrisas, que son labios que nos fintan, que fingen, y pueden abrirse de par en par para tragar.

Mis dibujos ya no pueden ser los mismos. Ya no soy un niño. Ahora escucho jazz, tomo una copa de vino y me ensimismo sin corazón. Cuando eres niño, siempre tienes corazón. Todo lo haces con la fuerza de la primera vez. El aburrimiento solo llega cuando no encuentras otra cosa que no hayas hecho nunca. “Ay mamá, ¿qué hago?”.

El niño está en una playa de cualquier país del sur. Y de repente se ha hecho mayor. Recuerda entonces aquella pintada al lado de su casa: “dejadme ser un niño”. “Esto es ser un niño también”, se repite. La sonrisa lo aguarda. Y cuando se dirige a la barca ya es un hombre. Se acaba hundiendo. Hay sonrisas que cautivan, recuerda mientras da palmadas a los fondos marinos. Y acaba en el sueño del que nunca despierta.

Resplandece, porque siempre resplandece en algún lugar. Los brillos, las tristezas, las carcajadas son antes que nosotros. La sonrisa que dibujamos en el mar cuando somos niños estaba antes de que la dibujáramos. Nosotros, desde nuestra nula adaptabilidad al océano, nos abrazamos a la posibilidad de que los barcos tuvieran la forma de la sonrisa. Nadie quiere morir con tristeza.

En las reuniones de las decisiones, siempre habrá alguno que sepa hacer barcos de papel. Que recuerde que él también dibujó. Todos hablarán animosamente de unas vacaciones pasadas en familia en cualquier playa, a bordo de un gran barco. Recordarán ese primer contacto del pie con el mar. La sensación del agua fría, las sonrisas, el ruido de la orilla. El murmullo. Ese murmullo que solo se produce cuando un conjunto de personas se une para enfrentarse a lo desconocido, a lo “otro”, cerca, próximo, sin miedo a caer. Pero el que decide también cae. La sonrisa lo llevará y entonces verá a los niños que lo esperarán en el fondo, dando palmadas aun. Porque siempre nos morimos dando una palmada. Ay, las manos. Eternas herramientas, difíciles salvadoras.

El Mediterráneo es un cementerio sobre el que surcamos mediante sonrisas.