Apenas han pasado seis meses. Medio año. En este periodo de tiempo se han celebrado dos elecciones generales en España. ¿Ha dimitido el presidente? ¿Se ha producido un cambio en el sistema político? No. Todo lo contrario. Simplemente se han cumplido los mecanismos previstos en la Constitución. Una Carta Magna –aprobada en 1978– que contempla en su artículo 99.5 que “si transcurrido el plazo de dos meses, a partir de la primera votación de investidura, ningún candidato hubiere obtenido la confianza del Congreso, el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará nuevas elecciones con el refrendo del Presidente del Congreso”.

Esto ocurrió el 3 de mayo, cuando Felipe VI firmó la convocatoria de comicios, tras la petición de Patxi López. Una cita electoral que tuvo lugar el pasado domingo, 26 de junio, después de que ninguno de los partidos consiguiera los apoyos suficientes para formar gobierno. Una circunstancia que se ha debido a la transformación del contexto social y político del país. De hecho, ha aparecido un nuevo eje de discusión: al tradicional de derecha/izquierda se ha añadido el de viejo/nuevo. Por ello, existen en la actualidad cuatro grandes partidos: en el progresismo, el PSOE –fundado en el siglo XIX– y Podemos, surgido a raíz del movimiento del 15 de marzo de 2011. Y, por el sector conservador, se encuentran el PP –organización creada a finales de la década de 1980– y Ciudadanos, impulsado en Cataluña hace apenas diez años.

Bajo estas condiciones, en diciembre de 2015 ninguno de los cuatro grandes partidos logró mayoría absoluta. El que más representación obtuvo fue el PP, con 123 asientos, a los que se unieron los 90 del PSOE, los 69 de Podemos y los 40 de Ciudadanos, así como otras agrupaciones minoritarias, que también entraron en el Congreso. Todos muy lejos de los 176 curules que suponen la mayoría absoluta. Una situación que se complicó más aún, ya que para formar gobierno se necesitaban tres agrupaciones políticas mayoritarias, bien fuera con un voto favorable o a través de la abstención en la investidura.

Así, y debido a la incapacidad de llegar a acuerdos, el actual presidente en funciones, Marianoo Rajoy, el 22 de enero de 2016 declinó la propuesta del Jefe del Estado de revalidar un nuevo mandato. A continuación, Felipe VI miró hacia el líder del segundo partido más votado, el socialista Pedro Sánchez, que sí recogió el guante y se puso manos a la obra para intentar lograr acuerdos. Unas conversaciones que, sin embargo, sólo fructificaron con Ciudadanos, con quien sumó 130 apoyos. El resto de partidos, en primera ronda, se posicionó en contra de un pacto que sólo gustó a los firmantes. En cambio, a los dos días, cuando se produjo la segunda votación de investidura, consiguió también la opinión favorable de Ana Oramas, representante de Coalición Canaria. En total, 131 procuradores dijeron «sí» a Pedro Sánchez. Pero 219 le espetaron «no».

De esta manera, la Presidencia del Gobierno seguía vacante, por lo que el rey mantuvo una última reunión con todos los líderes parlamentarios. Los encuentros se desarrollaron el 25 y 26 de abril. De las pláticas no surgió ningún candidato a la presidencia. Nadie contaba con los apoyos suficientes. Todos rechazaron la propuesta del monarca. Por ello, una semana después, el 3 de mayo, se convocaron nuevos comicios.

Una nueva cita con las urnas. Y con sorpresa.

Las elecciones se produjeron el pasado domingo, 26 de junio. Unas votaciones que tuvieron lugar tras una campaña electoral descafeinada –la ciudadanía ya se mostraba agotada ante la incapacidad de diálogo de la clase política–. Un comportamiento social que también se observó en la participación electoral, que apenas llegó al 69,67%. La población estaba cansada de mensajes repetitivos.

Pero, a pesar de ello, las del 26-J no dejaron de ser unas elecciones generales que podían reflejar aires de cambio. Las encuestas mostraban un terremoto en el panorama político español. El PP mantendría, más o menos, los mismos resultados que en diciembre. Unidos Podemos –la coalición del partido de Pablo Iglesias e IU– conseguiría el segundo lugar, a costa del PSOE, que quedaría tercero. El tradicional partido de la izquierda, que ha gobernado España durante más de 20 años, no conseguiría mantenerse como líder del progresismo, según los sondeos. Una mala noticia que sólo podría compararse con el descalabro que sufriría Ciudadanos, que perdería muchos votos y sillones en el Congreso.

Sin embargo, los resultados del domingo sorprendieron a muchos. El PP creció en votos, diputados y porcentaje. Y lo hizo a pesar de la abstención y de los escándalos de corrupción que le salpicaban. De hecho, tan sólo a cuatro días de los comicios, Público.es sacaba a la luz unas grabaciones en las que aparecía el ministro del Interior en funciones, Jorge Fernández Díaz, hablando con el director de la Oficina Anti fraude de Cataluña. Durante la conversación, el miembro del gobierno quería utilizar los mecanismos del Estado para acusar de prácticas corruptas a varios componentes de CDC y ERC. Pero, a pesar de actitudes como ésta, el PP ha conseguido pasar de 123 a 137 diputados y de 7.236.965 a 7.906.185 votos.

¿Cómo es posible esto? Quizá una de las razones haya sido el mensaje político que, desde la dirección popular, han utilizado. Por un lado, y ante la posibilidad de que Unidos Podemos se convirtiese en segunda fuerza, han fomentado el miedo a una llegada de los «comunistas-populistas» al poder, eslogan que entre los sectores más conservadores sigue teniendo gran impacto. Además, otro de los blancos del PP fue Ciudadanos. Cuando los populares se referían al nuevo partido de la derecha, afirmaban que apoyar a la formación catalana era tirar el voto, y que los únicos que representaban el genuino pensamiento liberal y democristiano eran ellos, el PP. Además, criticaban a Albert Rivera –líder de la formación naranja– por haber hecho un pacto para investir a un socialista. Una decisión que, para ellos, era entregar el gobierno de España a la izquierda.

Unos mensajes que, al final, han calado en el electorado más tradicional. El mismo que, finalmente, ha apostado mayoritariamente por Rajoy. Un apoyo que también se ha reflejado en el descalabro de Ciudadanos, que ha pasado de 40 a 32 diputados, aunque en términos porcentuales no ha perdido ni siquiera un 1%. De hecho, la formación de Albert Rivera ahora cuenta con un 13.05% (y 3.123.769 votos) frente al 13.94% de diciembre de 2015, cuando consiguió 3.514.528 sufragios. Cosas de la ley electoral.

Pero, sobre todo, la gran sorpresa apareció por la izquierda. Por un lado, el PSOE, aunque ha perdido en diputados, porcentaje y votos –cuenta con 85 curules frente a los 90 de diciembre–, ha conseguido mantenerse en la segunda posición del arco parlamentario. Eso sí, a una menor distancia de la formación de Pablo Iglesias. Apenas 400.000 sufragios les separan. De hecho, Unidos Podemos –junto con sus confluencias– ha logrado 71 votos y casi 5.049.734 votos, frente a las 5.424.709 papeletas cosechadas por el PSOE.

La mencionada coalición no ha sabido gestionar el descontento existente entre sus bases y en el progresismo en general. Es posible que parte de la abstención sufrida el 26-J proceda de sectores de Izquierda Unida que no vieron con buenos ojos la unión con Podemos. De hecho, el 26-J la unión Iglesias-Garzón ha perdido más de un millón de votos en relación a los resultados de diciembre de 2015, cuando la suma de IU, Podemos y las confluencias superó los seis millones de sufragios.

Y ahora, ¿qué?

A partir de este momento, y con los resultados electorales en la mano, el rey debe abrir la ronda de conversaciones con los líderes parlamentarios. El que más posibilidades tiene de gobernar es Mariano Rajoy, ya que con la suma con Ciudadanos –también conservador– alcanza los 169 diputados, a siete asientos de la mayoría absoluta. Una diferencia que podría salvar gracias a la abstención de los grupos nacionalistas conservadores. De hecho, José María Aznar ya pactó con ellos su investidura de 1996.

La izquierda, sin embargo, lo tiene más complicado. El acuerdo entre PSOE y Unidos Podemos sólo obtendría 156 representantes, por lo que necesitarían de una tercera fuerza –Ciudadanos– para lograr los apoyos suficientes para una investidura. Sin embargo, el acuerdo entre la formación de Pablo Iglesias y la de Albert Rivera, a priori, es complicado. Sobre todo por la consulta de autodeterminación catalana propuesta por la formación morada, a la que el partido naranja se opone frontalmente.

Por tanto, a partir de ahora el diálogo va a ser fundamental. Ésta es la gran enseñanza del 26-J. Otra vez –como ya ocurrió en diciembre–, no hay una mayoría clara, por lo que los representantes políticos deberán hacer un esfuerzo por entenderse y por renunciar a muchas «líneas rojas». Sobre todo si no quieren que en diciembre acudamos a unos nuevos comicios.