Un domingo cualquiera, en una sobremesa cualquiera de una familia cualquiera, surge esa conversación que tantas comidas ha atragantado: la política. Tema “poligroso” donde los haya. No en vano, en la dieciochesca fonda de San Sebastián de Madrid colgaban carteles que rezaban “Prohibido hablar de política” y “Sólo se puede hablar de toros, teatro, versos y cosas de amor”. A finales de ese siglo llamado de las luces, se decapita la monarquía absoluta en Francia y, al otro lado del océano, EEUU se independiza como colonia británica. En este momento clave de la historia, se baraja una nueva forma de gobierno; la vieja democracia ateniense o el gobierno representativo oligárquico y republicano. Todos conocemos el resultado, ¿verdad?

Doscientos años después, en ese café con leche dominical cualquiera, alguien se interroga sobre la poca participación ciudadana en las decisiones que nos afectan. “Ya que tenemos que rellenar la declaración de la renta”, dice alguien, “¿Por qué no aprovecharla para decidir sobre otros asuntos, puestos a rellenar casillas? Porque somos una democracia, y en una democracia, el pueblo gobierna, ¿no?".

Resulta que en aquel siglo XVIII en el que se dirime la futura organización política occidental, la democracia es denostada como “el peor de los males políticos” por los padres fundadores de ¿la democracia? como Adams, y se deciden por la segunda opción, el gobierno representativo.

Es decir, a día de hoy llamamos democracia a un sistema que nació en oposición a la misma. Punto y aparte para digerirlo.

Entonces, ¿qué era la democracia?. Alrededor del siglo V a.C., en Grecia, se instaura un sistema novedoso según el cual todos aquellos considerados ciudadanos (quedaban excluidas mujeres, metecos o extranjeros y esclavos) podían ir a la Asamblea a votar. Votaban las propuestas formuladas por sus representantes, los cuales no pertenecían a ningún partido político; eso no existía.

Los gobernantes pasaban una prueba de capacitación (medían aspectos como la capacitación mental, actitudes éticas como la tolerancia, el respeto, etc.), tras la cual, eran elegidos por sorteo y no podían hacerse ricos (el sueldo era simbólico). Una vez en el puesto, debían presentar sus propuestas ante la Asamblea, que era quien votaba si se llevaban a efecto o no. Los ciudadanos podían llegar a votar hasta 40 veces al año. Si no cumplían lo propuesto eran castigados; a veces, incluso con la muerte.

A todo eso, los griegos le llamaban democracia, con la cual la nuestra solo tiene en común el nombre.

A día de hoy, vivimos en un sistema de partidos que parece estar colapsando. Para empezar, polariza a la sociedad. Nos hacen pensar que si votas a partidos considerados de derechas eres un fascista y si votas a partidos considerados de izquierdas eres un rojo comunista, simplificando lo ya simplificado. Pero, ¿realmente esto es así? Llámenme ilusa, pero la mayoría de la gente que conozco no encaja ni en una ni en otra categoría. ¿Será cosa del marketing político?

A pesar de que vivimos en una “democracia”, o eso nos han dicho desde pequeños, uno no puede evitar preguntarse si realmente decidimos algo los ciudadanos o más bien elegimos a un representante entre unos muy pocos candidatos que han tenido el privilegio de poseer los medios de darse a conocer.

Delegamos en ese representante, observamos la debacle nacional, cambiamos de canal y nos desahogamos con cuatro improperios. Tras ello, nuevas elecciones, y vuelta al bucle, últimamente demasiado vertiginoso.

Volver a los clásicos siempre es una buena idea, en el fondo de armario, en la literatura y en la historia y saber en qué consiste de verdad la democracia es el primer paso para tener una.

Cierto es que la democracia griega tenía aspectos mejorables, como el hecho de que su concepto de ciudadano excluía a mujeres, extranjeros y esclavos. Pero no es menos cierto que se podría adaptar aquel sistema a nuestros tiempos. No hace falta matar al político que no cumpla sus promesas, pero una prolongada estancia en la cárcel disipa las ganas de engañar y prometer lo incumplible. Una carrera política sometida a una duración máxima para no dar lugar a aquello de que el poder corrompe y unos sueldos regulados que impidan hacerse rico, no suenan nada desdeñables. Que represente quien tenga vocación de servir, no de ser servido como un marajá.

Si bien en Grecia los ciudadanos eran pocos, unos 40000, y no iban todos a la asamblea a votar a mano alzada, ahora somos muchos más con la dificultad añadida de gestión. Pero hoy en día contamos con un gran cerebro global del cual somos neuronas (algunos más neurona que otros) interconectadas. Se llama internet. ¿No podríamos utilizar nuestros dispositivos electrónicos para ejercer la democracia? La griega auténtica, digo.

Es más, en un mundo cada vez más complejo, quizá no solo los candidatos deberían cumplir unos requisitos; quizá también los votantes, como ya planteé en un artículo anterior. Pues actualmente vale lo mismo el voto del que ha estudiado historia y sabe qué son el fascismo o el comunismo, que el de quien la ha suspendido y no ve más allá de la parrilla televisiva basura.

¿Se imaginan un mundo sin partidos políticos donde existan representantes de educación, economía o sanidad que no pertenezcan al mismo partido? Es decir, que cada uno sea independiente entre sí y una vez que haya accedido al puesto, proponga medidas y que nosotros las votemos.

Como decía Aristóteles, “es propio del filósofo poder especular sobre todas las cosas” y si hoy vivimos en democracia, yo bien me puedo calificar de filósofa. Y como nos muestra la historia, todos los sistemas empiezan y acaban. Quizá no esté lejos el día de pasar a la historia.

Bibliografía

Francis Dupuis-Déri. L’esprit antidémocratique des fondateurs de la «démocratie» moderne.
Vicente Ríos. Democracia, Participación Directa y Sorteo de Legisladores.