Fue hace poco más de un año cuando a todos los españoles nos confirmaron de manera oficial que eso de “Hacienda somos todos” no era más que un eslogan publicitario y que por tanto no debía de tomarse en serio. Fue nada más y nada menos que la Abogacía del Estado, en enero de 2016, en relación al caso Nóos: ese fue el argumento que utilizó para pedir que se archivase el caso. Se conseguía así un doble golpe de efecto; no sólo se tiraba por los suelos el lema de la Agencia Tributaria sino que además se dejaba claro que no todos los españoles son iguales ante la Ley (Art. 14 C.E.).

Ahora nos llega un informe de la Agencia Tributaria que desgrana cómo Rodrigo Rato estuvo lucrándose a costa de lo público y defraudando a Hacienda desde que llegara a la Vicepresidencia del Gobierno, tiempo en el que también desempeñaba el cargo de Ministro de Economía y Hacienda. Esto quiere decir que mientras a todos los españoles nos concienciaban de que defraudar al fisco era un daño que nos hacíamos a todos, el máximo dirigente de esa institución estuvo defraudando a la misma al tiempo que era llamado “el milagro económico”.

Hace unos meses también vimos cómo se “condenaba” a Christine Lagarde por haber cometido negligencias cuando estaba al frente del Ministerio de Economía de Francia. Un oxímoron de condena que no conllevó pena alguna y que además no aparecerá en sus antecedentes.

Ambos exministros de Economía fueron seleccionados como directores del FMI, puesto cuyo sueldo está exento de pagar impuestos.

Prescripción redentora

En España, para cuando se han conseguido todas las pruebas para llevar un caso adelante, suele ocurrir que el delito haya prescrito. Actualmente los delitos contra la Hacienda Pública así como los de malversación y cohecho prescriben a los cinco años, excepto en el caso de un delito fiscal agravado, que prescribe a los diez años. Es por ello que en muchas ocasiones quien ha cometido esos delitos no tenga responsabilidad penal alguna. Tal fue el caso del exministro Soria y de igual forma ocurrirá con buena parte de los delitos cometidos por Rodrigo Rato. Sólo se les podrá reprobar moralmente, pero no pagarán por ellos.

El sistema se manifiesta tremendamente ineficiente cuando se trata de este tipo de delitos y la responsabilidad política es algo que en absoluto está legislado, por lo que no se le puede exigir nada de forma oficial al político que haya sido imputado o cuyos delitos hayan prescrito. Así lo vimos con Rita Barberá, a quien su imputación por blanqueo de capitales no le hizo tambalearse ni una pizca de su escaño en el Senado; o Esperanza Aguirre, a quien la probada financiación ilegal –prescrita- del PP de Madrid no le evita tomar todos los días su lugar en el Pleno del Ayuntamiento. En ambos casos vemos la imposibilidad de exigir ninguna responsabilidad política directa, ya que los políticos no están sujetos a ningún código ético específico y no se les puede cesar sino que tienen que renunciar motu proprio.

La cotidianidad de lo extraordinario

A diferencia de los casos anteriores, el exministro Soria, los exdiputados Chaves y Griñán –a la espera de sentencia- y la exministra Ana Mato dimitieron por la presión mediática que se generó a su alrededor; sin embargo, en muchos otros casos la prescripción ha sido suficiente para darse un lavado de cara y permanecer en un cargo público. La ausencia de un código deontológico en la política ha hecho de lo extraordinario lo cotidiano: diputados que votan después de declarar como imputados en un juicio, un partido en el Gobierno que fue descrito en la investigación del caso Taula como una organización criminal, una ministra señalada como responsable de la destrucción grotesca de pruebas –por el extesorero imputado de su partido-, o un presidente de Gobierno que desconocía todas las actividades ilegales que se estaban llevando a cabo en el seno del partido que lidera.

Hemos llegado a un punto en que una condena en firme que conlleve inhabilitación es lo único que puede apartar a un político del cargo. La ética está fuera de toda discusión y, lo que es peor, no se exige.

Este comportamiento por parte de los dirigentes ha acabado calando en la sociedad, al fin y al cabo ellos son los representantes que hemos elegido. Si ellos no tienen que estar sujetos a ningún código moral más allá del que el dicta la ley, ¿por qué vamos a estarlo el resto? Si ellos se amparan en la prescripción de los delitos y los recovecos de la ley para beneficiarse, ¿por qué no va un ciudadano a tratar de hacer lo mismo?

La política española ha ido degradándose hasta este punto porque los ciudadanos lo hemos permitido. No les hemos exigido que se comporten conforme a un código ético porque nosotros tampoco lo haríamos y, lo que es peor, hemos asimilado ese comportamiento como una característica inherente a nuestra cultura. Hemos cambiado la palabra “delinquir” por “picaresca” y con ello hemos lavado todos nuestros dilemas morales.