Piso de 60 metros cuadrados a la venta. Oscuro, planta baja y para reformar. Situado en una finca señorial de uno los barrios más cotizados de Madrid. La propietaria ha fallecido. Era una señora que vivía en una residencia. Sacaron todo de allí y lo dejaron en la calle, en un contenedor. Había muebles, cuadros, fotos y vajillas, en fin, una vida en enseres. La casa se puso a la venta y una empresa pagó por ella una cantidad x.

Un mes después la casa se vuelve a vender, exactamente igual, por 120.000€ más.

En el camino, un mercado de particulares se queda fuera de opción porque un intermediario ha especulado. No sabemos si el vendedor ha sido consciente del comprador al que ha elegido y del impacto de su venta más allá de sus propios intereses. Quizás no. Quizás sí y le da igual. Te ofrecen algo rápido y razonable, así que vendes.

Especular es comprar bienes que se cree van a subir de precio para venderlos sin trabajo ni esfuerzo.

Pero, ¿qué nos ha parecido esta operación? La respuesta cambiará en función de dónde coloquemos nuestros pies: en los de los herederos que venden, en los del particular que se queda sin acceso a una vivienda a un precio razonable, o en el de la empresa que genera empleo para unos trabajadores que han cerrado la venta.

Definiremos la operación quizás como un “gran negocio” o quizás como una “especulación”, sin darnos cuenta de que verlo de una forma u otra nos define a nosotros mismos.

Ser consciente es entender que hay varias posiciones legítimas y reconocer que el hecho de tener intereses enfrentados forma parte del encuentro, pero sobre todo consiste en entender el impacto de lo que hacemos, cuando lo que hacemos se convierte en tendencia y se multiplica: responsabilidad social.

Y así es. Parece que la situación del mercado inmobiliario tal y como se vislumbra nos lleva de nuevo hacia una voracidad que de alguna manera ya nos ha tocado: o a nosotros, o a alguien en nuestras familias o en nuestro círculo de amigos. Y no ha sido precisamente grato. Cuando eso pasa, cuando las cosas se repiten en todos los mercados y en muchos países, hay que buscar razones más hondas y más silenciosas que se basan no en las grandes políticas, sino en las decisiones pequeñas, una tras una, de las empresas, de los pequeños propietarios y de los inquilinos.

Creo que es el momento de que los particulares se planteen si antes de vender o de alquilar quieren especular o plantear un negocio justo que nos lleve a todos a un crecimiento más sostenible, lo que significa asumir la responsabilidad personal de no inflar los precios y de medir los límites entre ganancia y avaricia, porque en sus lindes es exactamente donde se genera una bola de aire e inseguridad llamada burbuja.

Pero no ha sido un caso aislado. Podríamos seguir. Hablaríamos de la falta de estabilidad para inquilinos que buscan viviendas de larga estancia, del reparto equitativo de las cargas y responsabilidades en los contratos, de la subida especulativa de los precios ante una demanda inferior a la oferta, de propietarios enamorados de sus a veces deficitarias viviendas a precio de oro, o de quienes no cuidan con la debida diligencia lo que no es suyo.

Y siempre estaríamos hablando de lo mismo: falta de humanidad, consciencia y educación social en relaciones mercantiles entre personas.

Tenemos frases míticas para ello: “total lo tengo como inversión”, “como no es mío, no importa” o “cómo es la gente”, esa tribu social etérea que nadie entiende y que hace las peores cosas. Además, responsabilizamos enteramente a los políticos de las desgracias sociales y continuamos de espaldas a nuestra propia miseria. La pregunta es si eso que criticamos desde la decencia está con nosotros también. Dicho más claramente, ¿cómo te posicionas tú como propietario, si lo eres, o como inquilino? Créanme, la responsabilidad está en la actitud de las personas que intervenimos.

No votamos sólo el día de las elecciones ni contribuimos, y ya, el día de liquidación de nuestros impuestos. Todo eso es perfecto o, bueno, es lo que es. Pero con lo que votamos de verdad es con nuestros actos de consumo e interacción social, constantemente.

Esto último tiene sentido, más aún, cuando en España disponemos de una Ley de Arrendamientos Urbanos que deja una amplia libertad de negociación a las partes, que está planteada como Derecho dispositivo y que, hasta ahora, no ha demostrado ni garantismo ni dinamismo para nadie, porque cuando se ha intentado se ha producido un detrimento de uno sobre el otro.

Y como en demasiados casos las partes no han sabido respetar esa libertad, valorar esa flexibilidad y han abusado de ella, parece que lo que de verdad falta es un código ético, tanto en la venta como en el arrendamiento de viviendas: una concienciación más allá de la ley y desde luego, más allá del color político.

Después de lo que ha ocurrido, entender lo que es aceptable y lo que no, es sólo cuestión de voluntad; una educación de la que las personas somos responsables, individualmente, y que los poderes públicos deben promover sin fisuras, sobre todo porque funciona y porque es posible. Se ha ido integrando la necesidad de reciclar, la racionalización de consumo de agua o el respeto a los espacios sin humo; esta conciencia cívica hace años ni se nos pasaba por la cabeza y hoy forma parte de muchos, cada vez más. Hay que empezar a hacer camino en el mercado inmobiliario y controlar avaricias absurdas que crean riquezas de papel.

Pero se nos llena la boca, o la pluma y aquí estamos, haciendo pompas otra vez.