El 8 de marzo de cada año se conmemora el Día Internacional de la Mujer, en recuerdo de que, en 1911, aproximadamente 150 mujeres inmigrantes perecieron en un incendio generado por sus explotadores cuando protestaban por sus derechos laborales. En la actualidad hay quienes consideran que carece de sentido seguir conmemorando este día, que las desigualdades por razones de género han desaparecido y que las mujeres han alcanzado los derechos que demandaban; sin embargo, la discriminación, la vulneración de derechos y las violencias contra las mujeres están ahí, en todas partes, latentes, visibles, para demostrarnos cada día que no han sido superadas. Así quedó en evidencia cuando el pasado 8 de marzo en Guatemala murieron calcinadas –hasta el momento en que escribo esta columna- 40 niñas y adolescentes en la casa-hogar gubernamental donde vivían, tras protestar por los abusos sexuales a los que eran sometidas, mientras que muchas otras continúan luchando por sus vidas en los hospitales.

El albergue gubernamental Hogar Seguro Virgen de la Asunción a cargo de la Secretaría de Bienestar Social de la Presidencia, abrió sus puertas en 2010, funcionando desde entonces como cárcel, orfanato y refugio; donde conviven en condiciones de hacinamiento niñas, niños y adolescentes de 0 a 18 años que han tenido conflictos con la ley, que poseen algún tipo de discapacidad o necesidades especiales, abandonados por sus padres, huérfanos, víctimas de violencia familiar, de la prostitución infantil, de la trata, o de los procesos de reclutamiento de las pandillas, y que se encuentran bajo la custodia del Estado guatemalteco.

No obstante, en esta institución los derechos humanos de los niños, niñas y adolescentes no han sido garantizados, son múltiples y diversas las denuncias por negligencia y maltrato psicológico, físico y verbal que allí experimentan por parte de los funcionarios, pero sobre todo los repetidos casos de violencia sexual perpetrada por parte de maestros, trabajadores, cuidadores y conserjes; hecho que durante el año 2016 obligó a más de 100 niños, niñas y adolescentes a escapar del centro que debía garantizar su integridad y seguridad.

De acuerdo al reportaje titulado “El refugio del que los niños huyen”, en 2013 fue capturado bajo el cargo de agresión sexual el maestro Edgar Rolando Diéguez Ispache tras violar a dos estudiantes de 12 y 13 años de edad cuando pretendían salir del salón de clase: “Ustedes no salen de aquí hasta que me hagan sexo oral”, mientras que a otros estudiantes los obligaba a exhibirse desnudos y manoseaba sus cuerpos frente a sus compañeros de clase. En otras denuncias se afirma que el Subdirector del hogar junto a otra trabajadora obligaba a las niñas del refugio a vestirse provocativamente, las sacaban del refugio estatal y las obligaban a mantener relaciones sexuales con varias personas. Ese mismo año una adolescente con déficit cognitivo fue violada por José Roberto Arias Pérez, el albañil contratado para reparar la infraestructura, condenado solo a ocho años por la violación. En otro caso, presentado a la Defensoría de la Niñez en 2014, se señala que un niño de ocho años también fue violado dentro de las instalaciones del “Hogar Seguro” Virgen de la Asunción. Así mismo, durante 2014 y 2016 la Procuraduría de los Derechos Humanos recibió casi 30 denuncias por hechos ocurridos contra los menores dentro de dicho refugio estatal, pero no se hizo nada.

Hoy el Estado busca responsables por la tragedia que enluta a un país, pero fue un Estado indolente el que hizo caso omiso a las denuncias presentadas, un Estado impune que no investigó las violaciones que durante años en esa cárcel-refugio-orfanato han ocurrido, un Estado agresor que creó nuevas víctimas al voltear la mirada con indiferencia, un Estado misógino que permitió que niñas y adolescentes fueran prostituidas por sus funcionarios, un Estado negligente que llevó a las niñas y adolescentes a protestar por su derecho a una vida libre de violencia, fue un Estado feminicida el que acalló sus voces, ocultó evidencia y las sentenció a muerte encerrándolas en una pequeña habitación bajo llave “como medida de seguridad”, donde según ellas mismas originaron el fuego que acabaría con sus vidas.

Como afirmase en sus poemas la guatemalteca Isabel Ruano:

Nadie abrió la boca, ni nadie dijo nada. Y ese silencio, hermanos, nos ha vuelto culpables. Nos quedamos callados, ni una protesta ni una sola palabra se pronunciaron. Nada se dijo. Y todos fuimos cómplices, de los canallas, todos quedamos con las manos, embarradas de lodo.