En 2003, viajando en un taxi quiteño, escuché al economista ecuatoriano Alberto Acosta decir por radio que los estadounidenses llaman populismo a todo lo que no entienden. El populismo se ha convertido en el demonio de nuestra región y la derecha recita que este karma ha resurgido en las últimas dos décadas junto a la demagogia, el clientelismo y el caudillismo, atribuyéndolo a la cultura paternalista que moldeó la colonización ibérica o a la incorregible indisciplina de los latinoamericanos.

El escaso rigor en su utilización da muestra del desconocimiento por quienes hacen uso del vocablo, pero muestra la eficacia de señalar con el dedo: basta con introducir el apelativo para ser considerado enemigo público, señala el chileno-español Marcos Roitmann. En España, el BBVA ha considerado relevante otorgar al populismo la medalla de oro a la palabra más relevante del año político 2016.

Pero lo cierto es que los fracasos acumulados por el formalismo constitucional han traído nuevas y novedosas variedades de este fenómeno. El discurso de la derecha considera que este “mal” impide reproducir la modernización que lograron Europa y Estados Unidos. El populismo es presentado como una práctica de los déspotas que violan las normas republicanas para distribuir prebendas y dádivas sociales. Funcionarios de los países centrales alegan que obstaculiza el progreso económico y la convivencia social, manipula los pueblos y es causante de la erosión de las instituciones y de la irresponsabilidad económica.

Los teóricos de la centroizquierda comparten esta denuncia y estiman que el nuevo virus refleja el desborde democrático, las flaquezas republicanas y el escaso peso de los valores liberales. Atacan a los caudillos que desconocen las supervisiones judiciales, acumulan atribuciones y menoscaban las instituciones. Denuncian su intención de eternizar las crisis, para perpetuar liderazgos basados en la decepción popular con los viejos partidos, señala el economista argentino Claudio Katz.

En estos tiempos de crisis de las instituciones políticas, el populismo de derecha recobra fuerzas en Europa y engendra liderazgos alternativos que ofertan credos asequibles, para las demandas ciudadanas. Aunque la derrota del xenófobo Geert Wilders en las elecciones legislativas en Holanda y la elección de Emmanuel Macron en Francia apunten a un repliegue del fenómeno —a la espera de lo que suceda en Alemania—, lo que debe preocupar es la fascinación que despliega explotando los anhelos postergados de la población y que puede llevar a que Europa (o el mundo) pierdan en las urnas lo que se pagó con tanta sangre en una guerra mundial.

El populismo de derecha combina la demagogia, el antielitismo, el antiintelectualismo y, en ocasiones, el autoritarismo, junto con el conservadurismo cultural, el nacionalismo patriótico o la oposición xenofóbica a la inmigración, el racismo, la homofobia..

El ascenso del populismo de derecha es, a la vez, la derrota de la “izquierda liberal”, según el esloveno Slavoj Zizek, del “progresismo neoliberal” (de acuerdo a la estadounidense Nancy Fraser), o sea, de la izquierda domesticada, la que termina acomodada al sistema capitalista cuando entra a administrar el Estado heredado, sin tener un verdadero programa y una estrategia de cambios estructurales (o revolucionaria). La “mano fuerte”, el “sentido común”, el lenguaje “crudo y directo”, la xenofobia, el racismo, la homofobia, el estímulo a una “nueva lucha de clases”, el nacionalismo estrecho y rabioso, han sido las herramientas de la derecha populista.

En los países “desarrollados” (como Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania), los ciudadanos votan contra la letal combinación de austeridad, libre comercio, deuda predatoria y trabajo precario y mal pagado que resulta característica del actual capitalismo financiarizado, respuesta a la crisis estructural de esta forma de capitalismo, que saltó en 2008.

Hasta hace poco, la respuesta a esta crisis era la protesta social, espectacular a veces, pero de carácter efímero, mientras los sistemas políticos, seguían inmunes, controlados por las elites del establishment. Quienes votaron por Trump, por el brexit o contra las reformas italianas, se han levantado contra los partidos, han repudiado el sistema que ha erosionado sus condiciones de vida en los últimos 30 años. Lo sorprendente no es que lo hayan hecho, sino que hayan tardado tanto, señala Fraser.

Históricamente, el populismo aludió a distintas formas de intervención informal de las masas: una forma de acción popular orientada a lograr objetivos progresistas. Este sentido presentaba a fines del siglo XIX entre los narodniki rusos y los movimientos rurales estadounidenses. El movimiento político ruso Narodovoltzi se desarrolló a partir de los años 1870, y aspiraba a la formación de un Estado socialista de tipo campesino, contrario a la industrialización occidental. Su cabecilla era el joven estudiante Alexander Oulianov, hermano de Vladimir, que se haría célebre bajo el apodo de Lenin, quien en 1894 les consagró su primer libro Quiénes son los “amigos del pueblo” y cómo luchan contra los socialdemócratas. Seis militantes narodniki salieron a las calles de San Petersburgo armados con bombas, dispuestos a matar al zar Alejandro III, pero uno de ellos era un policía infiltrado. Final: fueron arrestados y ejecutados pocos días más tarde.

Populismo a la criolla

En definitiva, el populismo alude a un proceso de transición que, en su traslado a América Latina, a mediados del siglo XX, sirvió para conceptualizar la estrategia política de la burguesía nacional, sus reformas y su ansia por desplazar a la oligarquía del poder. Al populismo latinoamericano se lo reconoce por su ideología nacionalista, cierto antiimperialismo, un discurso obrerista, un marcado tinte anticomunista y por ser un fenómeno urbano.

Fue la opción para evitar el triunfo de las revoluciones populares durante la crisis de los años 30 y la posterior a la Segunda Guerra Mundial. Como régimen político fue un proyecto modernizador, absorbió ciertas demandas de las clases populares, cooptó sectores medios y, con un discurso paternalista, reprimió al campesinado y facilitó el acceso al poder de las elites empresariales y burguesías locales en alianza con el capital trasnacional, desplazando a las oligarquías terratenientes.

En América Latina, los iniciadores, como Hipólito Irigoyen en Argentina, los exponentes clásicos, como Lázaro Cárdenas, Getulio Vargas o Juan Domingo Perón en México, Brasil y Argentina, respectivamente, y los representantes tardíos (Luis Echeverría en México, el segundo Perón) de esta corriente auspiciaron distintas formas de presencia popular poco institucionalizada, indujeron la incorporación de sectores excluidos a la actividad política, a través de mecanismos más afines a la movilización controlada desde el Estado que al voto pasivo de los ciudadanos .

El rasgo principal del populismo es su carácter parainstitucional y desenvuelve instancias inorgánicas de asimilación de los sectores marginados por los mecanismos republicanos. El populismo presenta una gran variedad de símbolos, liderazgos o estilos y puede adoptar distinto tipo de ideologías, discursos o contenidos, señala Katz.

Si bien el populismo clásico de posguerra presentó en nuestra región fuertes tintes nacionalistas, durante el reciente período neoliberal asumió rasgos opuestos de subordinación al capital extranjero. La presencia de estas dos facetas contrapuestas explica cómo Perón y Carlos Menen en Argentina (o Cárdenas y Carlos Salinas de Gortari en México) pudieron actuar en el seno de una misma tradición política. Fue, en su primera época, un instrumento de industrialización, reivindicación de los desposeídos, revitalización ideológica del nacionalismo y de desplazamiento del poder de los terratenientes por el de los industriales.

Pero el populismo neoliberal de los años 90, el de Menem y Salinas por ejemplo, fue prohijado por el capital financiero, facilitó la recolonización imperialista y recreó los prejuicios elitistas de la derecha. La derecha sólo ataca las vertientes populistas que presentan alguna connotación igualitarista, con calificaciones manifiestamente despectivas, que desvalorizan un término que nadie utiliza para autodefinir su alineamiento político. Los conservadores repudian especialmente los “desbordes populistas” por su potencial familiaridad con la acción de las masas.

El Departamento de Estado estadounidense, con la misma furia de aquellos años cuando daba batalla a la amenaza comunista, determinaba en los últimos lustros qué país condenar por prohijar al populismo, con el fin de retomar la agenda de libre comercio y privatizaciones. Sumó a su prédica la estrecha colaboración de los medios masivos de comunicación y de los pensadores derechistas que denuncian la “epidemia populista” generadora de despilfarros de los recursos, desalientos a la inversión y regresiones económicas, con el único fin de restablecer un sentido común conservador para promover los gobiernos reaccionarios y ayudar al giro socioliberal de los mandatarios de centroizquierda.

Socioliberalismo

Los cultores de la Tercera Vía tienen dificultad para distinguir una conducta de izquierda de otra derechista, y recubren con un lenguaje contemporizador el programa socioliberal de privatizaciones, los atropellos a los inmigrantes y restricciones a las libertades públicas, mientras ignoran el caudillismo descarado de los presidentes conservadores. El vaciamiento ideológico de la socialdemocracia determinó la inmutabilidad de la política económica, con independencia de quien triunfe en las elecciones.

La idea de la Tercera Vía, formulada por Anthony Giddens y ejecutada por Tony Blair, fue un hito en ese camino: la socialdemocracia inglesa se convirtió en un social liberalismo y los pilares del Gobierno fueron la desregulación financiera y la flexibilización laboral. Así, el sector financiero se transformó en el motor de la economía británica.

La idea inglesa de la Tercera Vía fue abrazada con fervor por los principales dirigentes socialdemócratas europeos como Gerhard Schröder, quien implementó fuertes reformas neoliberales cuando estuvo al frente del Gobierno alemán entre 1998 y 2005. El SPD alemán integra un gobierno de coalición con la conservadora Angela Merkel, y un derrotero similar se produjo en Francia, España y Grecia. Pero últimamente surgió un enfoque que reivindica el concepto de populismo, y da cuenta de los mecanismos que operan en forma paralela a la institucionalidad formal y aprueba su presencia como complemento de las carencias republicanas, ilustrando su función compensatoria para cubrir los vacíos dejados por el sistema . Sus defensores resaltan su viejo sustento en el protagonismo del pueblo y su papel articulador de los movimientos sociales, a través de una lógica de equivalencias para superar la de las diferencias.

Esta reivindicación del pueblo, señala Katz, es contrapuesta a la concepción clasista de marxismo, que subraya la gravitación de las clases sociales en la estructuración de la acción política. La razón populista está explícitamente construida como una concepción posmarxista opuesta al encerramiento clasista, pero supone que los sujetos sociales se enlazan en torno a discursos, estilos y formas de acción, sin considerar los intereses materiales defendidos por cada sector.

Esta definición posmoderna sostiene la ambigüedad de que el populismo es una doctrina política que se presenta como defensora de los intereses y aspiraciones del pueblo, contra los intereses de la elite dominante. Así califican de populista a tipos como Donald Trump, Nigel Farage y a Marine Le Pen, más cerquita del neofascismo. Hay cierto periodismo que asimila el nacionalismo al populismo sin siquiera sonrojarse y llama populista por igual al presidente ruso Vladimir Putin, y a Pablo Iglesias, el dirigente del partido Podemos español. Luis de Guindos, ministro de Economía del presidente conservador español Mariano Rajoy, dijo al diario madrileño El País que «para afrontar los populismos hay que alentar el crecimiento». Claro, para él son populistas Trump, los partidarios del brexit, el movimiento Cinque Stelle de Beppe Grillo en Italia, Podemos en España, y cualquiera que critique a su Partido Popular.

Suele juntarse dos vocablos: populista y demagogo, que alude al término griego que define el conductor del pueblo, pero que hoy sirve para identificar una estrategia discursiva del engaño para la toma del poder. Su uso cobra importancia en un sistema democrático representativo, en el cual el sufragio universal conlleva la manipulación de la opinión pública para conseguir el objetivo de gobernar.

El demagogo trata de conducir al pueblo hacia donde él quiere, por la vía del control de las emociones y los sentimientos, con el control de la esperanza, el odio, el patriotismo, la envida o la ira; pasiones, al fin y al cabo. Es una estrategia para llegar al poder, en la que sobresale la necesidad de complacer al auditorio que escucha. Hay muchos demagogos en el espectro político, pero no se debe adjetivar a los mismos como populistas: es un error lamentablemente aprovechado por los demagogos para urdir sus planes de poder, señala Roitmann.

Las grandes trasformaciones de las últimas décadas se han constituido en grandes desafíos para el pensamiento crítico, desde que verdades consideradas establecidas fueron desmentidas rotundamente. Hoy se habla de la posverdad, cuando a la hora de crear y modelar opinión pública, los hechos reales tienen menos influencia que las apelaciones a las emociones y a imposición de imaginarios colectivos. Al igual que posverdad, populismo parece ser una palabra que intenta disfrazar algunas mentiras.