Definimos como muerte simbólica el asesinato público de un personaje: este sigue respirando y camina, pero, para los demás, está ido, terminado, fallecido. Esta muerte simbólica crea personajes no vivos (los undead en inglés), o sea, muertos vivientes.

Cuando un personaje sufre de la muerte simbólica, él o ella es el último en enterarse. Somos demasiado corteses para decirles la verdad: o sea, que ya no nos importan, que no le hacemos caso y que preferiríamos no verlos.

Siempre que en América Latina nos acercamos a las elecciones, de la misma forma que en las novelas de Stephen King, como las golondrinas, surgen los no vivos.

Aparecen en la radio, en la prensa, en el Facebook y en la televisión, lanzan sus candidaturas, respiran y hasta sonríen como cualquiera, nos saludan y los saludamos y les reiteramos nuestro aprecio. Tememos, eso sí, averiguar qué quieren, otra vez, de nosotros, qué piensan chuparnos más si ya ni nos queda más sangre que darles.

Aunque espantados, hemos aprendido a identificarlos, sabemos claramente que hay algo en ellos que delata que están muertos en vida.

Puede ser la mirada, la oratoria o alguna mueca extraña, pero sea lo que sea, ya no viven como nosotros; están acabados. Y lo peor es que ellos no lo saben. Aún sueñan con establecer un partido político distinto, un movimiento social, una diputación, un sindicato, una nueva alianza o simplemente que votemos otra vez por ellos para presidentes.

Y lo peor es que los no vivos creen que les vamos a hacer caso. Tienen las agallas de volver a pedir nuestra ayuda, nuestros cuerpos y nuestros votos cuando nos hemos enterado que han hecho tantas artimañas que ya les perdimos la cuenta.

La tragedia de los muertos en vida es que la ambición los sigue matando y que, por corteses que somos, nadie se atreve a decirles que ya no están entre los vivos. Nos hacemos los tontos para que estas almas en pena no sepan lo que verdaderamente sentimos.

Unos se convirtieron en zombies cuando hicieron alguna matraca, promovieron un candidato que no sirvió, compraron votos para dar licitaciones, nombraron a amigos en puestos del Gobierno, crearon puestos para sus hijos y parientes o nos prometieron miles de empleos. Otros pasaron de chamba en chamba para obtener pensiones inmerecidas o construyeron puentes, oleoductos, bancos y hasta canales interoceánicos para estafarnos.

Son ya tantos los no vivos que están inundando nuestros barrios, nuestras comunidades y nuestras ciudades.

No solo nos aterra verlos sino que sabemos que sus no vidas afectan las nuestras; una pared mal construida en un edificio público que nos parte la cabeza, una piedra que se desliza de un tajo y nos quiebra la columna, un hospital que no nos atiende, una alza en la gasolina, nos recuerdan que en cada edificio, carretera, hospital, estadio, tajo, urbanización, existe una sombra fantasmal, un excedente que explica la diferencia entre el costo real de primer mundo que pagamos y la realidad material del Tercer Mundo que recibimos.

Esta diferencia es la que los muertos en vida se dejaron en sus bolsillos.

Lo más grave de este gran susto que nos dan es que ya no podremos seguir diciendo que los latinoamericanos somos de los pueblos más felices de la tierra.

Estamos tan aterrados que ya ni siquiera queremos salir de nuestros hogares.