Como es sabido, hay una diferencia conceptual básica entre un «examen» y un «concurso». En el primero, todos los participantes pueden pasar; no así en el segundo, que debe terminar con «ganadores» y «perdedores».

En las universidades e institutos de formación, los exámenes son la norma a menos que sea necesario cubrir un número limitado de vacantes en cursos especializados o posgrados altamente selectivos. En tales casos, estos exámenes se convierten en concursos por medio de los cuales, incluso aquellos que logran aprobar las calificaciones, pueden no llegar al numero final deseado para cubrir las vacantes disponibles.

El ejemplo mencionado es perfectamente compatible y viene al caso con lo que se supone es el acuerdo entre los políticos libaneses sobre una nueva ley electoral. Este «acuerdo» ha sido, por decir lo menos: una farsa, que se ha llevado adelante y ha dejado abierto el debate en el que todas las partes hablan de "ganadores" y «perdedores».

Los cabildeos, las maniobras y las demandas de imposible cumplimiento en el marco de imposiciones han quitado entidad y desvirtuado al libre ejercicio a la participación ciudadana en el marco de una verdadera democracia. Sin embargo, nada de tales anomalías debe llamar la atención en lo referente a la clase dirigente en el país de los cedros.

La farsa es un elemento que viene dominado la escena política libanesa desde largo tiempo, convirtiéndose, junto a otros temas como la crisis energética con sus históricos cortes de energía eléctrica diarios desde la época de la guerra civil, hasta la recolección de basura y la contaminación de vastas áreas del mar Mediterráneo. Estas cosas no son mas que cortinas de niebla diseñadas para desviar la mirada de la gente en un país en que su dirigencia política y funcionarios de Gobierno se niega a reconocer que está sufriendo una crisis gubernamental extrema, si no una debacle existencial. De hecho, lo que es aún más notable es que los legisladores libaneses continúan hablando abiertamente de «ganadores» y «perdedores» entre los bloques religiosos y políticos en los medios de comunicación después de llegar al supuesto «acuerdo».

Es cierto que los ganadores y los perdedores que emergen de la adopción de una determinada ley electoral no son una excepción en ninguna democracia; pero la noción de «ganar» y «perder», en el Líbano ha implicado históricamente marginación y exclusión.

Sin embargo, en una democracia normal, los resultados de las elecciones no están predestinados ni garantizados de antemano, y no se pueden llevar a cabo elecciones justas y libres, mientras que una de las comunidades constituyentes del país está exclusivamente autorizada a disponer y utilizar armas más poderosas incluso que las del propio ejercito del país. Tampoco cuando esa comunidad se ha hecho con territorios propios conformando un estado dentro del Estado legal, al tiempo que impone su influencia en los territorios de otras comunidades religiosas. Más aún, cuando la distribución sectaria del sistema político libanés está consagrada en la territorialidad confesional.

En otras palabras, en Líbano la identidad religiosa / sectaria precede a la ciudadanía en la mayoría de los asuntos relacionados con los derechos y deberes del ciudadano ya que la Constitución Libanesa trata con los libaneses cuando se convierten en candidatos a puestos gubernamentales -sean civiles o militares- como «miembros de grupos sectarios».

Sin embargo, bajo el poco creíble eslogan de la «unidad nacional», se consideró necesario mostrar respeto a la diversidad distribuyendo igualmente puestos de Gobierno entre cristianos y musulmanes, independientemente de las cifras de población y las tasas demográficas.

Dado lo anterior, sería obvio hablar de «ganadores» y «perdedores» mientras el Líbano siga siendo rehén del sectarismo institucionalizado; y en tanto los partidos políticos sigan siendo bloques con identidades sectarias, lealtades e intereses confesionales.

Tal situación significa que cualquier aumento de los derechos de una secta, seguramente sería a expensas de otra secta sencillamente porque los escaños parlamentarios son limitados y reservados a determinadas sectas, y también lo son los altos cargos gubernamentales en el poder judicial, la administración pública, el servicio diplomático, las fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad.

Por otra parte, la inmensa influencia que ejercen los líderes religiosos libaneses no es algo nuevo, pero hoy, en la era de la Internet, incluso agrupaciones religiosas se han convertido en plataformas políticas. En el sector cristiano, las reuniones regulares de los obispos maronitas presididas por el Patriarca casi siempre concluyen con declaraciones políticas. Mientras que en el campo musulmán ha sido la costumbre del secretario general de Hezbollah, Hassan Nasrallah, pronunciar discursos fervorosos llamando a las armas como argumento político y lanzando amenazas frecuentes a la comunidad sunita y drusa cuando estas se han opuesto a sus acciones, como por ejemplo la participación de Hezbollah en favor del régimen del presidente Assad en la guerra civil siria.

En consecuencia, mientras que la mayoría de los libaneses afirman estar luchando por una sociedad civil basada en el consenso y los acuerdos, las fuerzas políticas que hablan en su nombre no hacen mas que socavar esa meta mostrando que los políticos libaneses de hoy son más sectarios de lo que eran durante la década de 1970 cuando estalló la guerra del Líbano. De hecho, para empeorar las cosas, los jóvenes libaneses que ahora reclaman la reducción de la edad de votar y activan fuertemente en varias ONG’s, no poseen, en cierta medida, una solida memoria política y son incapaces de comprender las dinámicas que dominan y controlan la realidades políticas del país.

En realidad, hablar de ganadores y perdedores al aprobar la ley electoral, en condiciones como las que prevalecen en el Líbano, destruye varias nociones políticas al mismo tiempo:

En primer lugar, rompe con la idea de consenso nacional, subrayando que no es sino una mentira explotada por los políticos de todas las comunidades religiosas. También destruye la democracia, pues está siendo privada de su verdadero espíritu mientras se utilizan sus tecnicismos con herramientas en manos de aquellos que poseen poder real a expensas de la verdadera coexistencia.

Otro grave problema es que destroza la noción de un destino común para los libaneses a través de acuerdos temporales alcanzados por facciones y sectas a la sombra de la actual competencia por la hegemonía étnica, religiosa y sectaria entre las potencias regionales. Al tiempo que destruye la última oportunidad de construir una "patria" real, en la que todos los libaneses tienen un interés personal en construir “para vivir juntos”, no a expensas de una secta sobre la otra. Y esto es más grave aún, cuando una secta armada ocupa el país en favor de una potencia extranjera.

No construir una «patria» cuyos habitantes se supone que han aprendido de los errores y las tragedias de una devastadora guerra que duró 15 años e insistir en huir hacia adelante, no solo es muy perjudicial, es sumamente peligroso para la integridad del Líbano.

En un país que ha pagado un alto precio por las guerras y las intervenciones extranjeras, en ausencia de líderes sabios y capaces, lo mejor hubiera sido salvaguardar al Líbano en lugar de arrojarlo al caos que significa convertirlo en un socio regional de Irán. Sin embargo, para infortunio de los ciudadanos libaneses, la clase política del Líbano parece estar viviendo en el pasado y para el pasado sin ninguna visión de futuro y modernidad.