El espacio que se me brinda aquí mensualmente, quiero aprovecharlo en esta ocasión para expresar la rabia que sentí hace pocos días. Una rabia que no era nueva pero que sigue sin encontrar una respuesta que la haga un poco más pequeña. Al lío.

Desde que tengo uso de razón, e incluso antes, cuando estaba en proyecto de ser creada, e incluso antes, mucho antes, veraneo en el mismo lugar. Sí, soy de esas personas que sabe cada año que, al menos unos días de su periodo estival, los pasará en el mismo lugar. He sido de esos niños que no tenía un pueblo, ni unas fiestas de pueblo, ni una cuadrilla del pueblo. Mi “pueblo” estaba a más de 1.000 kilómetros de mi casa habitual, pero era el lugar que acumulaba más recuerdos y, por ende, cariño por mi parte.

Aunque actualmente no vivo allí, yo nací, crecí y viví en Pamplona, y cada verano bajaba hasta Isla Cristina, un pueblo pesquero ubicado muy cerquita de la frontera onubense con Portugal. Isla Cristina es un pueblo no demasiado grande y no demasiado cuidado para la cantidad de turistas que llega cada año, pero, para mí, tiene un encanto único. La zona de la playa está rodeada de pinares infinitos que dan un respiro al calor sofocante de verano y que sirven de hábitat para especies endémicas de aves, insectos, reptiles y mamíferos. Y fue en este pinar donde ese “cabreo” volvió un año más.

Mi padre, ornitólogo aficionado, y yo, dábamos un paseo mañanero por ese pinar en su afán por enseñarme a reconocer cantos de pájaros, cuando, de repente- ¡oh sorpresa!- llegamos a un claro en la vegetación en la que, por los residuos que encontramos sobre la arena, bastantes personas (si es correcto calificarlas así) habían valorado que las papeleras, situadas a escasos metros del lugar, se encontraban demasiado lejos para ser usadas.

Fue aquí donde tanto mi padre y yo perdimos bastante fe en la humanidad. A cada paso que dábamos era un poco más desesperanzador. Envoltorios, vasos de plástico, botellas de cristal, sillas de playa rotas, papeles, bandejas de aluminio… Quien quiera que hubiera sido no había tenido ningún remilgo por convertir aquel espacio mágico en una pocilga. Después de maldecir un poco, seguimos caminando y a cada paso era aún peor. Al salir del pinar a la playa, el panorama se hizo aún más desolador y junto a la orilla encontramos vasos de plástico, latas de cerveza o envases de batidos infantiles. Un paraíso tal de arenas infinitas en el horizonte estropeado por personajes egoístas y vagos redomados.

Si hablo de este problema aquí no es por criticar el estado del pinar de Isla Cristina concretamente, que también, sino por hacer visible un conflicto de conciencia medioambiental y ciudadana que se extrapola a, lamentablemente, casi todas las playas de nuestro país, así como espacios al aire libre, ya sean bosques, campos, parques... No puede ser que a una persona que decide realizar un picnic en un lugar en la naturaleza no se le ocurra que debe dejarlo limpio y no llenarlo de basura. No me entra en la cabeza que no exista un momento de lucidez para ese individuo en el que considere como una buena idea el acercarse hasta esa papelera para usarla correctamente. De verdad que no lo entiendo.

Que yo me haya encontrado sucio ese lugar al que tanto aprecio lo tengo no es el problema, desde luego que no. Mi egocentrismo no es tal. El problema es que en ese lugar viven seres vivos a los que esta basura les afecta. El problema es que un vidrio abandonado en un lugar con poca humedad es foco de incendio y, por lo tanto, supone un arma letal perfecta para destrozar este paraje. El problema es que la marea crece, sube y baja y arrastra todo lo que encuentra a su paso, ya sean conchas, algas o vasos de plástico y no, el ser humano no es, en absoluto, tan importante como para tener derecho de ensuciar los mares y océanos y causarle problemas –o la muerte- a todos los seres vivos que allí habitan.

Por favor, pensémoslo dos veces antes de dejar un papel, un vaso, una botella o una bolsa de plástico que requiere de cientos de años para desaparecer y cuyo potencial de destrucción de un ecosistema es incalculable.

Que el verano, las vacaciones y el tiempo de ocio no conlleve una desaparición del civismo y la educación. Feliz verano. Disfruten.