La Organización del Tratado del Atlántico Norte se constituyó en 1949 como plataforma de defensa colectiva, en base al artículo V en el que se establece que un ataque a un país miembro es un ataque al conjunto de la Alianza. La Unión Soviética conformaba una respuesta a la altura con el Pacto de Varsovia. El mundo se alineaba a uno y otro lado de un muro real. La URSS desapareció y con ella uno de los bandos. Todo cambió y comenzó la denominada paz fría durante la cual Rusia llegó a ser socio no miembro de la organización. Incluso llegó a colaborar en las misiones SFOR de Bosnia (2002) y Kosovo (2003). Eran otros tiempos.

La guerra de Osetia del Sur en 2008 fue el antecedente pero no la causa principal del distanciamiento.

La crisis ucraniana, agraviada por el conflicto de Donbás marcaría el devenir de la geoestrategia, despertando del aparente letargo los intereses del Tratado del Atlántico Norte. Un estado de incertidumbre evidente en la cumbre que los miembros realizaron en Cardiff (2014) y donde se adoptaron decisiones «difíciles» para contrarrestar la amenaza representada por Rusia y el auge del yihadismo. Atrás quedó la previsión de trámite que los expertos auguraban para la reunión.

El vínculo entre los socios venía sufriendo un deterioro auspiciado por el sinsentido en el que había derivado la propia Alianza. Estados Unidos y Europa estaban separados por una distancia mayor que la representada por el Atlántico. Los acontecimientos en Ucrania y la postura de Rusia resultarían el detonante perfecto para iniciar una nueva hoja de ruta.

La Alianza atravesaba –algunas voces insisten en que sigue atravesando- una profunda crisis de identidad. Los países del este reclamaban una mayor protección frente a la política expansionista de Vladímir Putin. Miedos que también denunciaban las naciones bálticas, precisamente, miembros de la extinta Unión Soviética. La OTAN no solo despertaba del aparente letargo sino que imprimía un ritmo brusco.

Unos miembros reclamaban atención a la denominada defensa comunitaria, otros pedían la intervención en nuevos escenarios poniendo el acento en la situación de Oriente Medio. Washington por su parte evidenciaba la necesidad de apoyo a sus intereses en la región Asia-Pacífico. Pero la amenaza proveniente de Moscú centraría las futuras campañas, con la creación de la Fuerza de Respuesta (NRF) para «adaptarse y responder a los retos de seguridad impuestos por Rusia, y riesgos procedentes de Oriente Medio y el Norte de África» reza un comunicado.

La anexión de Crimea generó un rechazo mayoritario de la comunidad internacional que se tradujo en una serie de sanciones antirrusas. La Alianza rompía de manera unilateral la colaboración con Moscú, incluso expulsaba a parte de la representación en la sede de Bruselas. Comenzaba así una escalada de tensión inusitada con el correspondiente movimiento de tropas y material militar. Las maniobras se convirtieron en muestra habitual de músculo buscando la disuasión o la provocación, según se mire.

La situación ha derivado en varios casos de extremo nerviosismo que a punto estuvieron de terminar en algo peor. De momento, la chispa no ha logrado la detonación. Aviones de combate interceptados en espacio aéreo de uno y otro bloque, espionaje, ataques informáticos y la irrupción de la llamada «guerra híbrida». Los bloques mantienen cautela y cortan de raíz cualquier atisbo de confrontación. Ni siquiera trascendió el incidente del Liman, un buque de la inteligencia rusa que fue hundido frente a las costas de Estambul, en el mar Negro. Barack Obama cesó a Philip Breedlove como Comandante de la OTAN en Europa por sus continuadas incitaciones al conflicto que el halcón del Pentágono incluso defendió en el Senado norteamericano.

El ámbito diplomático se esfuerza en mantener la cordura mientras, sobre el terreno, se programan ejercicios y despliegues de tropas. La Alianza establece sus operaciones en el Báltico, Polonia y otros socios del espacio postsoviético. Miles de soldados y material bélico apostados en la frontera rusa. Por su parte, el Kremlin planificó entrenamientos masivos de carácter anual. La operación Cáucaso Sur de 2016 era la respuesta ante una supuesta invasión y se desarrolló en Crimea. La polémica estaba servida cuando el ministro de Defensa, Serguéi Shoigú, desembarcaba en la península ante la mirada de decenas de periodistas extranjeros invitados.

La OTAN contestaba al desafío ruso realizando maniobras en Georgia con gran presencia soldados estadounidenses, a las puertas rusas. Un claro mensaje que atravesaba los muros del Kremlin. Sería el ensayo para el despliegue de la organización en la actualidad: 4.000 soldados en cuatro batallones con una potencia de fuego que podría llegar a los 50.000 efectivos.

Pero Moscú no se quedaría atrás, el proyecto Zapad 2017 aglutinará un grueso militar superior a los 100.000 efectivos y tendrá como escenarios Rusia, Bielorrusia y el enclave ruso de Kaliningrado.

Los retos y las amenazas sobre el tablero no han logrado la cohesión de la OTAN. Al contrario, la Alianza adolece de un sentido común y comunitario. La incursión de los recientes miembros –mayoría de exsoviéticos- despertó el recelo de algunos miembros, especialmente de los europeos históricos. No en vano, la llegada de Montenegro coincide con el cenit de la tensión, las exigencias de Donald Trump y la cada vez más realizable idea de un ejército europeo, promovida por el presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker con el apoyo de Francia y Alemania.

Determinante para el futuro de la Alianza ha sido la irrupción de Trump en la Casa Blanca. El flamante presidente fue muy duro durante la campaña en su crítica contra la organización, a la que acusó de obsoleta e inútil. Meses después se plantaba ante los socios en la inauguración de la lujosa sede en Bruselas para abroncarles y afearles su falta de compromiso y seriedad. Un jarro de agua fría para los 29 o, mejor dicho, para algunos que aguantaron el bochorno, con ciertas excepciones bien recogidas por la prensa. Cómo olvidar las imágenes que nos dejó la Cumbre de este año.

El republicano pasó de actor pasivo a un activo referente en su cruzada del 2% del PIB. En la actualidad sólo cinco socios (Reino Unido, EEUU, Grecia, Polonia y Estonia) cumplen lo establecido en el artículo II, ante la negativa del resto. Trump recuerda que habría 119.000 millones de dólares adicionales de seguridad. Pero insiste en que no es solo una cuestión monetaria sino de aporte, de que los Estados miembros soporten por igual la carga, «de lo contrario sería una coalición y no una alianza» según el presidente estadounidense.

En cambio, los países europeos apuestan por el consabido artículo V. El actual secretario general de la OTAN, Jens Stoltenber, tendrá que hacer encaje de bolillos para establecer una nueva estrategia que cumpla por un lado con las ansias de Donald Trump, dando respuesta a los miedos de los vecinos de Rusia, y que, por el otro, sepa entender el hartazgo europeo. La errática política exterior de la Casa Blanca no ayuda: crisis en la península coreana, el Estado Islámico, Afganistán, Siria, Irak y unas relaciones mínimas en su punto más peligroso. Quizá sean demasiadas cartas sobre la mesa para el «líder del mundo libre» que sigue montado en su particular montaña rusa.