Hasta hace unos días, fue puesta en firme la condena que Oskar Gröning recibió en julio del 2015. Gröning, quien fuera conocido como «el contable de Auschwitz», y al que un tribunal alemán encontró culpable por la colaboración en el engranaje asesino de los nazis, confesó en su declaración que «era un ferviente nazi» y que «nadie debería haber participado en Auschwitz. Soy consciente de ello. Lamento sinceramente no haber sido consciente de ello antes. Lo siento mucho». El mismo año que fue condenado su abogado apeló la sentencia alegando «problemas de salud». Esta apelación impidió que purgara su pena de cuatro años tras las rejas. Gröning, que roza ya los cien años, fue un exoficial de la SS y el encargado de recoger y clasificar las pertenencias de los judíos que previamente habían sido seleccionados para morir en las cámaras de gas. Si la situación lo permite, y parece permitirlo, a sus 96 años entrará a purgar su condena por su rol en el asesinato de 300.000 judíos durante la Segunda Guerra Mundial, ya que según los médicos «se encuentra en perfecta salud física».

Esta situación permite recordar la génesis de aquellos que dedicaron su vida a la búsqueda de nazis que habían huido y refugiado en la clandestinidad, tal fue el caso de Adolf Eichmann, escondido en Argentina con el alias de Ricardo Klement; y otros que seguían ocupando cargos en la esfera política de Alemania como el canciller Kurt Georg Kiesinger.

Los primeros «cazadores de nazis» no fueron abiertamente declarados, como sí fue el caso de Simón Wiesenthal, Tuvia Friedman o Fritz Bauer, quienes buscaron empecinadamente a los crimínales de guerra para llevarlos ante la justicia; sino que fueron jueces, abogados y fiscales, encargados de realizar los procesos penales. Estos desenmascararon a los perpetradores y levantaron los cargos que los llevarían tras las rejas o, como en muchos casos, a la horca.

La caza de nazis no fue sencilla por tres razones: en el inicio de la Guerra Fría, no había tiempo ni recursos para financiar los procesos; en Alemania Occidental había un problema demográfico que sería agravado con el procesamiento de antiguos miembros del régimen; y en el recién fundado Estado de Israel no había ni energía ni voluntad para ponerse a casar nazis. Fue gracias a Wiesenthal y a la intervención de los primeros «cazadores» que se llevaron a cabo los procesos y la búsqueda se mantuvo a flote en las frías épocas de los 50 y 60, al tiempo que los nazis se integraban activamente en la sociedad asumiendo un rol de ciudadanos ejemplares.

De vuelta a los procesos, el mundo de la posguerra miraba estupefacto como en los juicios de Núremberg eran juzgados los más altos cargos del régimen nazi: nadie podía creer que estos sanguinarios criminales estuviesen disfrutando de un juicio justo en plenitud de derechos después de los atroces crímenes que habían liderado en los campos de la muerte. Uno a uno, cómodamente sentado en el banquillo de los acusados esperaban su veredicto: Hermann Göring, mariscal del Reich; Rudolf Höss, comandante de Auschwitz; y el Ministro de Asuntos Exteriores Joachim Von Ribbentrop, junto a otros miembros del partido, afirmaban «no ser culpables» ya que «solo seguíamos órdenes» y en muchas ocasiones afirmaron «no saber el destino final de los reclusos»; a este comportamiento, la filósofa Hannah Arendt, quien cubrió el juicio de Eichmann en Jerusalén para The New Yorker lo llamó «la banalidad del Mal».

Pero juzgarlos y darle espacio para declarar tenía un objetivo claro, y era, para estos pioneros, de suma importancia que el mundo supiera cómo funcionaba el entramado nazi; sencillo hubiese sido ejecutar a los criminales, pero había un profundo significado en dotarlos de abogados y espacio para su defensa. El presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, lo acotó bien: «el propósito de los procesos es que fuera imposible que con el paso del tiempo, alguien dijera: 'Oh, eso nunca sucedió, no es más que propaganda, un montón de mentiras'». En otras palabras, los juicios de la posguerra no sólo pretendían castigar a los culpables, sino establecer un relato veraz que impidiera negar el Holocausto, así el mundo sería consciente de lo que pasó en ese tiempo y en el futuro. El fiscal del proceso de Nuremberg, Benjamin Ferencz lo diría mejor: «había que demostrar hasta qué punto eran horribles aquellos hechos para disuadir a otros de cometerlos en el futuro».

Aunque la mayoría de los cazadores de nazis tuvieron un vínculo con el Holocausto, su fin no era la venganza, sino la justicia, como lo señaló el fiscal Gideon Hausner, encargado de juzgar a Eichmann: «junto a mí, en este lugar y a esta hora, se presentan seis millones de acusadores. Pero ellos no pueden levantarse y acusar al hombre que se sienta en esa cámara».

En un mundo donde la violencia galopante se asoma por la ventana, y los tambores de guerra retumban al oído, es menester recordar lo que el hombre es capaz de cometer en nombre de un ideal; los cazadores de nazis no solo lucharon para procesar y condenar a los culpables, sino para crear un registro que quedara para la posteridad, para recordar que no fueron monstruos o locos fanáticos retorcidos los que operaron Auschwitz, sino civiles obedientes, respetuosos de la ley, pero atentos a cumplir con su deber.