Confieso que el título es árido, carece de sex-appeal y será difícil que alguien se baje los chiteco al leerlo. Hubiese podido titularlo Los escandalosos amores de los economistas, o bien Las lúbricas memorias de un ministro de Hacienda, pero lo mío no es el marketing.

Lo cierto es que al afirmar que todos los ingresos, –renta, salarios, lucro–, deben pagar impuestos, Adam Smith vehiculó la idea que cada ciudadano debe contribuir al financiamiento del gobierno civil, tomándose la molestia de precisar el porqué:

«Los ricos, en particular, están necesariamente interesados en sostener el único orden de cosas que puede asegurarles la posesión de sus ventajas” (…) El gobierno civil, en cuanto tiene por objetivo la seguridad de la propiedad, es instituido en realidad para defender a los ricos contra los pobres, o bien, aquellos que tienen alguna propiedad contra aquellos que no tienen ninguna» (Adam Smith. Wealth of Nations, 1776).

Nótese que si Smith asegura que «los ricos están necesariamente interesados en sostener el único orden de cosas que puede asegurarles la posesión de sus ventajas», no afirma que estén dispuestos a pagar impuestos para lograrlo. Hasta ahora los poderosos se las han arreglado para que el pobrerío financie su propia sumisión. Si no me crees, examina la fuente de los recursos que financian los Presupuestos del Estado.

Adam Smith, que tenía la mala costumbre de leer, ciertamente lo sabía. En el siglo XVIII conocían la historia de las ciudades-estado italianas que, entre el siglo X y el siglo XV, alcanzaron un inigualable poderío político y financiero, el primero apoyado en el segundo. Venecia, Milán, Florencia, Génova y algunas otras, eran grandes metrópolis comerciales cuya actividad se extendía hasta Asia por el oriente, a Novgorod (Rusia) por el norte, a la costa occidental europea por el oeste, y a buena parte de África por el sur.

Para no herir susceptibilidades, debo decir que la Liga Hanseática reunía –en lo que hoy conocemos como Alemania– ciudades de similar actividad y poder político, para no citar a Brujas, Londres y París.

En fin, que opuestas al poder omnímodo de reyes y príncipes, las ciudades italianas eran repúblicas muy celosas de su independencia. A propósito de ellas, el muy erudito Jean Favier escribe: «Hay ciudades que parecen hechas para los hombres de negocios, tal vez porque fueron hechas por ellos».

Si bien no es posible igualar el régimen político de unas y otras, todas pretendían ser repúblicas democráticas: de algún modo elegían ya el Dogo, ya el Gonfaloniero de Justicia, ya el Burgomaestre o los Escabinos, así como otros magistrados.

La modernidad de esas repúblicas sorprende aun hoy en día. El mismo Jean Favier escribe: «Si los sistemas políticos mantienen largo tiempo las apariencias de la democracia, todos son en realidad puras oligarquías».

Todas las ciudades-estado, sin excepción, entronizaron en el poder, durante siglos, a los miembros de un reducido número de familias que controlaban las actividades comerciales y financieras. Nada nuevo bajo el sol, dirás, nada nuevo en efecto.

Así, en Génova, las familias Adorno y Fregosi se sucedieron en el poder durante un siglo y medio: un día el Dogo era un Fregosi, al otro un Adorno. Después de doce Dogos Fregosi, y seis Dogos Adorno, el monopolio del poder conoció un episodio rocambolesco: en el año 1483 el arzobispo Paolo Fregosi, devenido Cardenal, depuso a su sobrino Battista Fregosi… ¡y se proclamó Dogo!

Venecia conoció una suerte de oligopolio del poder: hubo cinco Dogos de la familia Candiano entre los siglos IX y X, cuatro de la familia Orseolo en los siglos X y XI, tres Contareno del XI al XIV, tres Dandolo del XII al XIV, dos Tiepolo (padre e hijo) en el siglo XIII, tres Gradenigo en los siglos XIII y XIV, y tres Mocenigo en el siglo XV.

Florencia es un caso especial, visto que para elegir los magistrados utilizaba el muy democrático procedimiento del sorteo. No obstante, la influencia de la familia Médici era tal que nunca perdieron el poder: los ciudadanos sorteados siempre les fueron fieles.

De este modo, la economía se transformó en el objeto de la política interior y exterior de las ciudades-estado, que eran ante todo ciudades mercantiles. Régimen tributario, moneda, diplomacia, todas las prerrogativas de la soberanía recaían en manos de los mercaderes que ejercían el poder. El proverbio francés que dice nunca mejor servido que cuando se sirve uno mismo, adquirió allí un sentido profundo, eminentemente pragmático.

«Las oligarquías –dice Jean Favier– buscaron naturalmente establecer y mantener un sistema fiscal favorable a los negocios: un sistema que sostuviese la expansión colectiva y protegiese los patrimonios de las familias dominantes». Momento en el que debo recordarte que no estoy hablando del Chile contemporáneo, como pusieses imaginar, sino de las ciudades-estado italianas de los siglos X al XV.

«El enemigo mortal era el impuesto directo», precisa Favier, «que afecta a los poderosos a prorrata de los negocios en curso y del lucro acumulado».

Así, Brujas logró, en el siglo XIV, eliminar todo impuesto sobre el patrimonio (digamos de paso que Emmanuel Macron, flamante presidente francés, intenta hacer lo propio en este preciso momento en Francia).

De modo que se desechó el impuesto per cápita, que golpeaba al rico a concurrencia de lo que podía pagar el pobre, y se inventó el impuesto a la compra y a la venta. Es verdad que ese impuesto afecta al comercio, pero en definitiva el que paga es el consumidor. De modo que en Brujas los impuestos indirectos procuraban entre el 80% y el 90% de los ingresos de la ciudad. En otras palabras, Brujas le hacía pagar a los mercaderes extranjeros por su tráfico de mercancías, y a la población local por su consumo. ¿No es bella la técnica impositiva?

Hacer recaer el peso de los presupuestos públicos sobre los pringaos fue también la técnica de las repúblicas mercantiles italianas. El impuesto directo representaba, en el siglo XIV, apenas el 10% de los ingresos de Florencia, y afectaba al riquerío solo de manera simbólica. El otro 90% provenía de los impuestos al consumo, una suerte de precursor del IVA.

Ciudades más pequeñas, como Pistoia, siguieron el ejemplo. En el apogeo del siglo XIV el impuesto directo cubría en Pistoia solo un 5% de los presupuestos comunales.

Las grandes ciudades alemanas, francesas e italianas se hermanaron en un esquema tributario que castigó siempre a la población más vulnerable y más pobre. Al hacerlo descubrieron otra oportunidad de negocio: endeudar los municipios. De ese modo, los ricos mercaderes que los dirigían se transformaban en prestamistas de las ciudades: de un lado controlaban el gasto y por consiguiente la deuda, y por otra parte se encargaban de definir el régimen tributario y de cobrar los impuestos para pagarse a sí mismos los créditos que se auto-acordaban. ¿No es bella la técnica financiera?

Heinrich Topler, mediocre hombre de negocios y alcalde de la pequeña ciudad de Rotenburg, era el acreedor, en el año 1408, de unos 120 municipios.

No contentos con mangonear de un lado y del otro, los ricos mercaderes descubrieron que los impuestos indirectos se prestan maravillosamente para lo que hoy en día conocemos como «colaboración publico-privada» o «alianza público-privada». En fin, las «concesiones al sector privado» para que me entiendas. Si no sabes de qué va la estafa le puedes preguntar a Ricardo Lagos, un especialista.

El «concesionario» de un impuesto le avanza un dinero al ente concedente, y luego se encarga, él mismo, de cobrar el impuesto que remunera su concesión. Favier escribe:

«La preferencia que le dan los gobiernos mercantiles conduce al endeudamiento público, a este sistema de financiación ineluctablemente apoyado en las perspectivas de crecimiento, que se instala en todas las repúblicas en que mandan los medios de negocios».

Y agrega:

«Toda la organización financiera de Venecia reposa ya, a fines del siglo XIII, en el crédito que garantiza y rembolsa el dazio (impuesto, arancel) indirecto sobre los movimientos comerciales: el que paga en definitiva es el consumidor».

¿Algo nuevo bajo el sol? Te recuerdo que antes de seguir a Jesús, Matías (en realidad se llamaba Levi) era colector de los impuestos que cobraba el Imperio romano en Judea.

Todo lo que precede muestra a qué punto no hemos inventado nada. Soportamos desde hace milenios una casta oligárquica que legisla en su propio favor, y dirige gobiernos protegiendo sus propios intereses. «Piñera»… ¿te dice algo?

Pero, desafortunadamente, como dice Sandro, mi amigo italiano, non è finita li…

Las políticas monetarias, atentas desde el siglo XIII al dato económico que constituye una suficiente circulación de medios de pago (o masa monetaria, si prefieres), se orientó sutilmente en el sentido deseado por los intereses de los medios dominantes en la actividad comercial. Todas las decisiones monetarias responden a una sola preocupación: mantener el valor intrínseco de los créditos.

Las técnicas diferían –te pagaban en plata y se hacían pagar en oro– pero el objetivo era exactamente el mismo: inventaron lo que hoy en día conocemos en Chile como la UF… Con el tiempo, y con los pagos efectuados, la deuda crece en vez de disminuir.

Ya ves, el título de esta parida no tiene ningún sex-appeal, ni te hará bajarte los chiteco. Sin embargo, debes confesar que hubiese sido un error llamarla Sueño erótico de un vendedor de seguros. A mí me va muy bien eso de: Régimen Tributario: no hemos inventado nada.