Hoy, más que nunca, me siento orgullosa de ser catalana. De esa parte de mí que bebe los vientos por Barcelona y por todos sus rincones, por todos sus recuerdos.

Hoy, más que nunca, me siento orgullosa de aquellos que luchan por la libertad. De aquellos que conocen, creen y respetan el significado de la palabra «democracia».

Mi cabeza no logra entender la flagrante violación de derechos a la que el Estado español somete a todos sus ciudadanos en defensa de una democracia inexistente. Algo que, a pesar de llamarse democracia, se asemeja mucho más a un Estado autoritario o dictatorial, como el que ya vivió España durante unas cuantas décadas.

Aunque la demagogia y manipulación en los medios de comunicación impidan ver con claridad, el autoritarismo continúa gobernando un país cuya mal llamada democracia fue acordada por los mismos que firmaban las órdenes de fusilamiento a los republicanos (esos que siguen enterrados en cunetas) unos días antes de «estrenar» la Constitución Española. Esa que no puede cambiarse más que para favorecer a bancos y empresas, pero que es imposible tocar para mejorar las condiciones de vida, evitar las estafas institucionales, gubernamentales y empresariales a los habitantes y responder a las exigencias del pueblo, al que se empeñan en seguir llamando «soberano» cuando el término más adecuado ha pasado a ser «súbdito».

En pleno siglo XXI, armas para combatir urnas. Cuerpos policiales para detener la expresión democrática y libre de un pueblo. Fuego para tratar de convertir un ejercicio pacífico de manifestación en una batalla campal. Violencia para acallar ideas. Ejércitos para vencer derechos.

En un país cuyo Gobierno está inmerso en innumerables casos de corrupción, donde arden juzgados con papeles incriminatorios y los tribunales (amigos de…) parecen desestimar cualquier evidencia no sólo de malas prácticas, sino también de flagrantes delitos como el robo del presente y del futuro de generaciones actuales y venideras, lo ilegal es preguntar al pueblo. Lo anticonstitucional es consultar a los ciudadanos qué quieren. En un país donde el mayor asesino de su historia sigue siendo venerado, defendido, exaltado. Ondear banderas de otros colores es el verdadero crimen. Mentir, robar, matar… eso no son crímenes.

El verdadero golpe de Estado no fue el del 36, qué va, eso fue la «salvación» de un país que avergüenza, se mire por donde se mire. Enviar a la Guardia Civil a detener políticos que ponen urnas para que los ciudadanos voten tampoco es anticonstitucional, qué va, es «defender la democracia». Lo impensable en esta «democracia» es que un pueblo se exprese libremente cuando se encuentra sometido a un país que no condena ni castiga la exaltación franquista pero que puede encarcelar a unos chavales vascos por terrorismo cuando el terrorismo ya no existe en España. Un país que mete en prisión a 14 políticos catalanes por organizar un referéndum en Catalunya, que con la entrada de la Guardia Civil a sus instituciones ha dejado de ser autónoma para situarse en un estado de excepción. Todo muy democrático, claro que sí.

España, «una, grande y libre», no quiere verse fragmentada. Tal vez, debería habérselo pensado antes de menospreciar, denostar, humillar y prohibir todo lo que no oliese a español rancio. España, ni grande ni libre, quiere condenar a otras naciones a su misma pobreza y esclavitud, no sólo económica sino también ideológica, intelectual y moral. España, ese anacronismo acrítico y demagógico, ni vive ni deja vivir.

«Nos dicen: la verdad es una, la verdad es una y nada más que una. Una sola porque existe una sola España, una sola, porque una sola es su historia. Una sola forma de escribirla y contarla. Un solo y único discurso y aquel que se mueva, no sale en la foto. La monarquía española es la más directa herencia del franquismo. La transición a la democracia el ejemplo perfecto del fiel continuismo. La Constitución Española, cadena que aprieta, cadena que ahoga. Cadena del todo todopoderosa. La norma suprema. La ciega obediencia. El poder sigue en las mismas manos. Los que ayer lo tuvieron hoy lo siguen teniendo. El Ejército está vigilando lo que un día quedaba atado y bien atado», cantaban, hace ya tiempo, los Habeas Corpus.

Hoy las calles hablan solas. Cantan solas. No sólo en Catalunya, pero sobre todo en Catalunya. Lección de humanidad, democracia y pacifismo dan sus ciudadanos que exigen la celebración de un referéndum saliendo a la calle sin piedras, sin tanques, sin armas. Sólo con voluntad de escapar de la sumisión y exigir esos derechos que sí tienen los pueblos. Una actitud que debería sonrojar al gobierno español cuya única salida ha sido la fuerza, la amenaza, la violencia.

Hoy, más que nunca, me siento orgullosa de ser catalana. De esa parte de mí que bebe los vientos por Barcelona y por todos sus rincones, por todos sus recuerdos.

Hoy, más que nunca, me siento orgullosa de aquellos que luchan por la libertad. De aquellos que conocen, creen y respetan el significado de la palabra «democracia».