A finales de los noventa pasé mi primer y último verano en Barcelona.

Mi amiga trabajaba en el bus turístico que recorría la ciudad y yo no hacía nada allí salvo vivir, así que me dediqué a dar vueltas con ella escuchando la historia de lugares y monumentos emblemáticos.

Por las noches salíamos y disfrutábamos del espectáculo de luces de sus fuentes y paseábamos de la mano. Nos parecía provocador. Nos divertía. Andábamos en ese nivel de madurez y descubrimiento allá por la veintena. A veces nos invitaban a alguna casa; cenas con gente de allí que como nosotras empezaba a trabajar. Tratábamos de integrarnos en esas conversaciones, de hacer amigos, de pasarlo bien.

Cuando acabó el verano volví a Madrid, y me vine con dos conclusiones claras.

La primera surgía de aquellas reuniones en las que se hablaba recurrentemente sobre la independencia de Cataluña, de cuántos impuestos injustamente pagaban y, sobre todo, de la oposición hacia Madrid. Yo no entendía. En mi ciudad no se hablaba de eso. En general no había posición ni oposición ni bromas más allá que las del fútbol o las de la reputación de los catalanes como personas que miran en demasía la peseta.

Regresé con la certeza de que allí se fraguaba algo y de que nadie se quería enterar.

La segunda conclusión vino de mis viajes en aquel autobús. Aprendí que la mayoría de los lugares emblemáticos de Barcelona, aquellos que habían supuesto una mejora económica y monumental de la ciudad, habían sido construidos o rematados con motivo de la celebración de eventos que España apoyaba para que fueran desarrollados allí.; eventos donde el Estado se volcaba política, institucional y económicamente y en los que Cataluña demostraba una gran capacidad de organización.

Aprender eso me llevó a plantearme la incoherencia del discurso de esas cenas sobre la falta de retorno de su aportación tributaria que, incluso de ser cierto, me parecía simplista, puesto que el retorno que una ciudad obtiene no creo que deba sólo valorarse en términos sólo de gasto público, sino de inversión, representación e integración. Yo me preguntaba, desde la curiosidad, cómo hubiera crecido esa ciudad sin todo aquello: exposiciones como la Universal de 1888 habían supuesto una enorme inversión en Barcelona; la remodelación del actual Parque de la Ciudadela procede de entonces; toda la urbanización del frente marítimo de la ciudad, el nuevo muelle, el Paseo de Colón, su monumento, la construcción del actual Born, antiguo barrio de la Ribera, o el alumbrado público de las principales calles de Barcelona, como la Rambla o el Paseo de Sant Jaume, vienen de entonces. Un hecho extensible a las Exposiciones de 1929 o a la preparación de la ciudad para los Juegos Olímpicos de 1992.

España se había volcado y Barcelona lo había hecho muy bien.

Por otro lado, con una reciente licenciatura en Derecho y un relativo conocimiento de los principios presupuestarios y las leyes tributarias básicas, me preguntaba qué base tenían aquellas cuentas sobre la Hacienda pública que yo interpretaba como falta de solidaridad y tacañería. No es que quisiera tener razón, pero era la mía. Yo veía ego, manipulación e ignorancia; mas ignorancia enamorada, que diría Quevedo.

Sin embargo, las reivindicaciones catalanas no eran ni son de ayer y nadie discute que existe una identidad catalana y un sentimiento de pertenencia definido, como así el vasco o el gallego u otros igualmente respetables y llenos de cultura, altura, historia y personalidad única. Así que, en respeto y reconocimiento efectivo a ello, tan pronto la España democrática dio sus primeros pasos como tal, lo impulsó, apoyando un desarrollo que se había visto aplastado durante los años de dictadura.

Entonces se redactó el texto que representa nuestra Constitución.

Entonces Cataluña despuntó.

España optó por un sistema de organización territorial del Estado que ideó tres vías de acceso a la autonomía y que con una creativa e inteligente ingeniería jurídica supo contemplar las distintas estructuras territoriales y realidades para que nadie se quedase sin ese derecho de autogobierno y ese reconocimiento de su propia identidad compartida y compatible con la española.

Sin embargo, debemos ser justos con el tamaño de las cosas. No es lo mismo disponer de un Código Civil español con 1.976 artículos, formado a través de siglos de historia e influencias de culturas como la romana, germánica y canónica, que una Compilación Catalana de 343, y es que Cataluña nunca ha crecido a espaldas de España sino en integración con ella. Las compilaciones normativas hablan de la existencia fehaciente de una historia común, de sociedades que han sido capaces de crear acuerdos tan consolidados que se han transformado en normas escritas aprobadas en consenso y que regulan la convivencia. Eso es el Derecho en un Estado democrático: lo que sostiene la convivencia de lo que ya existe de facto.

Hablar de nación es algo serio que requiere serenidad y una opinión formada e informada fuera de exaltaciones burdas por más sentidas que estas sean.

La democracia, como todo, tiene al menos dos caras, mi democracia y la tuya. Sólo en el punto en el que estas se consensúan, se realiza. Ese punto en España se llama Constitución y Ley, y existe para protegernos a todos de nuestros abusos, de los de aquellos líderes que elegimos y corrompen, de los nuestros propios y de la ignorancia y la miseria humana.

La construcción del nacionalismo catalán, como cualquier nacionalismo, tiene tras de sí un afán de poder económico y crea un enemigo común y sometedor que es España. Por eso, pretender hacer entender a un nacionalista que lo que genera su indefensión es su propio sentimiento de víctima no es tarea fácil. Además, el nacionalismo catalán actúa desde un victimismo de justificada base histórica que hizo heridas, pero a día de hoy estás lejos de la realidad de los últimos 40 años, que son unos cuantos.

Este sentimiento separatista se construye desde atrás, no hacia adelante; desde el resentimiento y la lealtad a causas pasadas, no desde la reconciliación, la posibilidad y el progreso. Además, da por sentado que todos los ciudadanos catalanes lo buscan o lo aceptan y que su territorio no forma históricamente parte ni de España ni de todos aquellos que, aunque no residamos en él, también lo sentimos como nuestro.

Y en la misma línea el centralismo debe abandonar su sentimiento de culpa histórica que ha causado estragos; nuestra Ley Electoral General vigente concede privilegios territoriales en el recuento de votos, algo de lo que los grandes partidos se han valido para dirimir el sentido de los resultados y que Cataluña legítima e inteligentemente ha convertido en moneda de cambio: «yo te doy votos y tu cedes».

La Ley Electoral General debe ser revisada, así como los preceptos constitucionales que establecen el reparto de competencias entre Estado y Comunidades Autónomas. Es momento de unificar y también de copiar los modelos que mejor han funcionado; no tiene sentido mantener diferencias regionales como las de la Sanidad pública, donde tenemos territorios con niveles altos de satisfacción como País Vasco o Madrid y otros en los que ocurre todo lo contrario. Tampoco es eficiente la falta de criterios de política retributiva en la caduca gestión de Recursos Humanos de la administración pública, que permite diferencias salariales abismales entre funcionarios públicos de distintas administraciones territoriales.

La guinda viene representada por el mantenimiento de un modelo educativo regional y voluble que es la vergüenza del desarrollo de este país. La educación es poder y parece que ahí, nadie está dispuesto a ceder su cuota de adoctrinamiento. Esa confusión y falta de criterio ha sido caldo de cultivo de la manipulación educativa, algo más allá incluso del adoctrinamiento.

La ambigüedad en función de intereses partidistas es una lacra silenciosa.

La educación básica y la cultura popular debería promover el conocimiento del funcionamiento del Estado; cuestiones como qué es el reparto de poderes, cuándo surgió, en qué se basa, qué permite, cómo funcionan las instituciones, qué son, que es una ley, cómo se tramitan o porqué hay que leer los programas electorales. Deberíamos reconocer apreciativamente qué era España hace cuarenta años, y qué es hoy. Qué ha funcionado, qué no, qué debe cambiar y hacia dónde vamos. Hemos tenido infinitas posibilidades que nuestros padres no tuvieron; al menos muchos más que antes hemos podido estudiar, vestirnos y comer, y algunos hasta viajar, darse años sabáticos o formarse fuera, algunos obligados también, todo sea dicho. Pero no reconocerlo es una falta de respeto a circunstancias pasadas y a lo que se ha hecho bien y es además no enterarse de la propia valía como país.

Debemos exigir gestión. Buena gestión y olvidarnos un poco de amores y discursos.

Los ciudadanos debemos estar dispuestos a cambiar el sentido de nuestro voto si los votados no hacen las cosas como creemos que deben de ser. Los españoles mantenemos lealtades enfermizas que no nos dejan avanzar: la izquierda, la derecha, el imperialismo español y los regionalismos. El nacionalismo catalán. Los peperos. Los sociatas. los podemitas.

Somos idiotas. Nos reforzamos creando enemigos.

Retomando amistades conseguiremos más; hay mucho por arreglar y mucho que se ha perdido.

Si desde la firmeza relajamos posturas y si somos creativos y lo somos, como demuestra nuestra capacidad de improvisar versus nuestra incapacidad de planificar y orientar a resultados, todo esto podrá ser al final una oportunidad de crecimiento para Cataluña, para España y para todas las identidades que la contienen.

Entonces pensaré que aquel verano de paz en Barcelona se podrá volver a repetir.