El otro día me levanté con el país llamas. Las manifestaciones inundaban las calles de las principales ciudades. Los análisis en artículos de opinión, editoriales, blogs de expertos y aficionados se sucedían a un ritmo febril. En la televisión solo se escuchaba hablar de un tema. Twitter ardía. En Facebook, cientos, miles de publicaciones se sucedían sin parar. El mundo despertaba de su letargo inactivo. Los Simpson ya lo habían profetizado.

Las noticias internacionales tenían como foco nuestro país. Los titulares se mostraban indignados. Europa advertía de las posibles consecuencias. Las secuelas de los recortes en educación serían insalvables. «No se puede permitir una DUI: la Declaración Unilateral de la Idiotez», decían los analistas con sorna amarga, esa que encierra las verdades más profundas. Comunidades como Castilla La Mancha sin docentes, precariedad laboral, ratios de aula inabarcables, oposiciones que mantienen a profesores con expedientes brillantes en paro mientras otros, suspensos, trabajan; profesores con plaza que, hastiados, se limitan a calentar la silla, intocables; mitad de octubre, y algunos alumnos aún sin profesores; alumnos con padres que no les enseñan el valor de la enseñanza, del respeto, del esfuerzo; un 20% de fracaso escolar, una Formación Profesional desprestigiada, un Bachillerato que más parece un 5ª de ESO. Toda una serie de atrocidades, eran vistas con mirada acusadora. Algunos hasta aventuraban la incursión de hackers rusos en las listas de destino de los opositores.

«Las consecuencias económicas serían terribles de permitir la situación», decía no se qué experto. «Nadie querría invertir en un país que avanza hacia al pasado, hacia el subdesarrollo, sin profesionales cualificados trabajando en investigación que haga avanzar a la sociedad, sin sueldos dignos que les permitan formar familias», explicaba. ¿Cómo va a sostenerse un país que ya no tiene hijos? ¿Cómo se va a activar la economía de un país de empleados low cost? ¿Qué van a comprar? Ni los precios de los chinos podrían pagar al perder la categoría de bajo coste de sus antecesores, los todo a cien.

Europa no reconocería en su seno un país que no permite la independencia de su sistema educativo respecto a los vaivenes políticos del momento, comentaban en la radio. Aquello no forma parte del espíritu de la Unión. Un clamor de despertador a las 7 de la mañana, insoportable y necesario, despeñaba de la cama del letargo a todo un país y a sus vecinos.

El otro día me levanté con el país hecho cenizas. Un despertador insoportable e innecesario despeñaba un sueño y lo sumía en el letargo. Ni los periódicos ni las redes sociales ardían con el desfalco educativo, con el robo del futuro de varias generaciones. A la gente solo parecía interesarle ser de aquí o de allá. Ya pocos se acordaban del futuro expoliado. A casi nadie le importaba la corrupción infecta que carcome las raíces de nuestra tierra, que mete la mano en la bolsa de dinero que han llenado nuestros impuestos. Mis conciudadanos preferían defender las proclamas exaltadas de aquellos que nos recortan la vida, que habitan un olimpo ajeno a los problemas de los títeres que manejan a su antojo.

De mi sueño solo quedaba el recuerdo del Informe de Diagnóstico sobre la Estrategia de Competencias de la OCD, de 2015, que urgía a España a mejorar la formación de su población. Había sido real, pero se olvidó como se olvidan la mayoría de los sueños que se tienen por la noche. Y casi mejor olvidarlos, porque despertar es ver chocar esos sueños contra un muro, un levantar muros, un no ver más allá, como si hubiera un muro.

¿Levantaríamos tantos muros con una educación de calidad, prestigiada? Al menos, nos levantaríamos por lo importante. Urge levantarnos de nuestras cenizas, y se empieza por saber acusar cuál es el verdadero foco del incendio. Cada uno que entienda lo que quiera.