«El deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe»
(Luis Cernuda)

Pasión y efervescencia como acción política, un proceso de independencia a plazos y un montaje teatral con el poder son, por decirlo de algún modo, partes de un rompecabezas sobre Cataluña en construcción o mejor, en deconstrucción.

Los hechos que hasta ahora se han dado en relación a la independencia de Cataluña han sido ampliamente difundidos, por lo que más allá de recapitular, lo que resultaría significativo es indagar sobre los argumentos esbozados, en este caso desde una perspectiva ajena a cualquier tipo de interés, cercanía a una fuerza política o a la condición misma de haber nacido en España. Por un lado, el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, ha intentado mantener la ilusión de independencia, al haberla declarado ante el Parlamento autonómico, pero al mismo tiempo dejando en suspenso su puesta en marcha. Por el otro, el Gobierno español, en cabeza del presidente Mariano Rajoy, aguarda por una confirmación antes de efectuar la aplicación plena del artículo 155 de la Constitución.

Es cierto que cuando un pueblo o parte de este busca alcanzar un propósito común, los argumentos se convierten en verdades absolutas y, al final, los fines justifican los medios. Cataluña es un claro ejemplo. El independentismo es la bandera que enarbolan aquellos que no sienten como propia la de España, por lo que los preceptos y procedimientos que se establecen parecen desbordar razonamientos básicos. ¿De qué sirve la firma de un documento soberanista que no tiene validez jurídica? Una respuesta es: apaciguar momentáneamente los ánimos de quienes esperaban una declaración de independencia real y vinculante, pero, en términos pragmáticos, para muy poco.

A su vez, otra realidad le ha sido develada a los independentistas ¿Cuál? La económica. Aunque Cataluña representa el 20% del Producto Interno Bruto (PIB) de España, la fuga y el traslado de importantes compañías e inversores que tenían sus sedes principales en Cataluña dejan entrever la inviabilidad, en ese ámbito, de una comunidad que, por ahora, lucha sola contra todos. Son cerca de 400 empresas las que se han marchado de Cataluña, hasta el momento, según las estadísticas del Registro Mercantil. Destacan los bancos Caixabank (el tercero más grande de España) y Sabadell (el quinto más grande), además de Editorial Planeta y Gas Natural Fenosa. A esto hay que sumar también las implicaciones que tendría una eventual salida de la Unión Europea (UE), del mercado común europeo y del euro como moneda oficial.

Sin embargo, no hay que dejar todos los platos sucios para limpiar de ese lado. El Gobierno español tiene en sus manos la responsabilidad de establecer el orden constitucional, pero también de escuchar. A los ciudadanos no se les puede callar. No se trata de concentrar toda la atención en los líderes separatistas, pues no son solo ellos los que apelan por la secesión. Claro está, el número exacto de catalanes que así lo desean no se puede calcular con los resultados del referéndum del 1 de octubre, porque la falta de garantías electorales de parte y parte elevan dudas más que evidentes sobre su veracidad. Si el Ejecutivo defiende el respeto a la democracia, ¿por qué no activar mecanismos democráticos para atender las premisas que sustentan la aspiración independentista? El uso de la fuerza policial, durante la «jornada electoral» (que dejó como saldo 893 heridos según el Govern), sirvió como un mecanismo de respuesta desesperado y le restó credibilidad a la actuación del Gobierno, sumado al llamado del rey de España, Felipe VI, que dejó como resultado de su discurso una profundización de la división, más que una alternativa o posible solución a la crisis que enfrenta el país.

Se avizoran aires de diálogo, pero bajo una presión que no cesa. La cuenta regresiva para determinar si se aplica una normativa hasta ahora sin precedentes en España, continúa. El artículo 155 de la Carta Magna establece, en uno de sus apartados, que:

«Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general».

El requerimiento formal previo a la Generalitat ya está hecho y en caso de pretender su aplicación, tendría que ponerse previamente a consideración del Senado. La gran pregunta es: ¿cuáles serían esas medidas, dada la coyuntura y el riesgo de que el inconformismo social se eleve considerablemente?

El diálogo sin condiciones previas, como pretende Puigdemont, es inviable. Está claro que Rajoy tiene a su favor la ley, pero para que una eventual negociación funcione hay que ceder de lado y lado. Las pretensiones unilaterales de los catalanes no tienen posibilidad de vencer sin un acuerdo que vincule, a priori, su propia existencia dentro del territorio español. Aunque la negociación sea una forma racional y razonable de dar por terminado un conflicto, no es fácil mantener siempre una postura objetiva que deje de lado por completo las opiniones o creencias personales y más cuando éstas se contraponen con las expresadas por los actores del conflicto, ya sea a través de discursos, acciones y propuestas. El reto está en superar la prepotencia política.

España no puede pretender que ajustarse al orden constitucional resuelva definitivamente las discrepancias con Cataluña. Puede ser un camino fácil en este momento, pero no el mejor para el futuro. El conflicto también puede ser una oportunidad, pero partamos del hecho de que hasta ahora, lo que proclama el documento de independencia firmado por Puigdemont y por los diputados de la Candidatura de Unidad Popular (CUP) y Junts pel Sí (Constituimos la República Catalana, como Estado independiente y soberano, de derecho, democrático y social), no es una realidad, no existe. Los argumentos falaces tampoco son una buena estrategia.