En el último trimestre del año 1937, el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo Molina ordenó la eliminación física de todo nacional haitiano que viviera en las provincias cercanas a la frontera que divide en dos naciones la isla de la Hispaniola: Haití y República Dominicana. Si el lector busca en la Internet la Masacre del Perejil, podrá saber que entre el 28 de septiembre y 2 de octubre fueron asesinados una cantidad inexacta, hasta ahora y quizá por siempre, de haitianos y nacionales dominicanos de origen haitiano. Otras fuentes afirman que los hechos ocurrieron por más tiempo.

De acuerdo a información divulgada por el Museo Memorial de la Resistencia Dominicana, el dictador Leónidas Trujillo tenía el propósito de eliminar del territorio nacional la presencia de cualquier haitiano, claro, menos de aquellos que trabajaban en los ingenios de azúcar. Tal como menciono más arriba, la cifra total de las víctimas no son exactas, aunque algunos hablan de 15.000 o de 17.000 personas, como cifra total se discute entre 5.000 a 20.000 víctimas, tanto haitianos como dominicanos de piel negra, entre los que había hombres, mujeres, niños y ancianos. La matanza, que duró cerca de quince días, y que incluso, algunos conocedores indican que para noviembre continuaban casos de asesinatos, afectó por sobre todo regiones de la frontera, el Cibao y la Línea Noroeste.

Durante los treinta años de la dictadura trujillista y penosamente hasta nuestro tiempo, se ha insistido en instalar y estimular una cultura de odio entre ambos países, y a pesar de que Haití es uno de los socios comerciales más importantes para la República Dominicana, de que compartimos eventos históricos que reúnen a personalidades de ambos países, lamentablemente sectores políticos y económicos de ambos lados patrocinan y apuestan a la división; tergiversan noticias, cuando no las fabrican, asumen posturas frente a una invasión que no existe ni se está gestando, y ponen a disposición del pueblo llano información tendenciosa que mantiene a una mayoría de dominicanas y dominicanos sosteniendo un discurso de nacionalismo rancio y estéril.

Muy a pesar de todo lo anterior y más aún, lo que antes fue marca país para la República Dominicana: el negocio de la caña de azúcar, nunca hubiese florecido sin la presencia de obra de mano haitiana. En el extremo más pasional de las posturas contrarias dentro del drama Haití-Dominicana, hay quien afirma que la riqueza de algunos oligarcas dominicanos descansa sobre la sangre del pueblo haitiano. Otra gran injustica cometida contra estos nacionales, por parte de autoridades de ambos Estados, el haitiano y el dominicano, consistía en traer desde Haití hombres y mujeres a trabajar en los ingenios de caña de azúcar, esto ocurría la mayoría de las veces contra su voluntad. Generalmente eran personas de bajo nivel social y que podían ser fácilmente engañadas o manipuladas. Muchos dejaron familias y trabajos en su país para llegar a la parte Este de la isla a trabajar los cañaverales. Estos trabajadores no eran pagados con moneda de curso legal, sino que con vales que solo podían ser canjeados en comercios ubicados en los mismos bateyes, lugar donde vivían y convivían entre ellos y con dominicanos. Y hoy, que el negocio del azúcar está prácticamente muerto, cientos de pensionados de los ingenios azucareros, envejecidos y gastados, luchan por una irrisoria pensión laboral que quizá les encuentre cuando ya no puedan hacer uso de ella.

Los acuerdos establecidos por ambos Estados, sin que representara ventaja laboral alguna para ese gran universo de clase trabajadora, permitieron generar mucha riqueza para familias de ambos países; y, obviamente, la Masacre del 37 no tocó ni por asomo a estos trabajadores. La élite política de entonces hizo mutis ante el funesto hecho, al parecer debido a que en su totalidad las víctimas eran personas muy pobres y sin ningún poder político. Tanto así, que fuentes oficiales hablaban de «disturbios entre particulares, en la frontera». Mientras, el dictador dominicano solo afirmaba que «había resuelto el problema». Sin embargo, el presidente haitiano de entonces hizo reclamos al Estado dominicano exigiendo una indemnización de $775.00 dólares americanos, cifra que Trujillo logró reducir a $525.00, cantidad que, toda vez entregada, quedó en manos de burócratas haitianos, y nunca en la de los pocos sobrevivientes y afectados de la matanza.

Volviendo al tiempo presente, sin que ello implique que las heridas entre ambos países hayan sanado, nos encontramos con un grupo de dominicanos, extranjeros de origen diverso y nacionales haitianos que agotarán una agenda completa durante todo el mes de octubre que incluye charlas, seminarios, documentales y filmes, con el fin de conmemorar el 80 aniversario de la Masacre del 37, también conocida como la Masacre del Perejil. La actividad, que inició el 28 de septiembre y concluye este 27 de octubre, está enfocada en combatir el silencio tejido alrededor de este hecho, construir una memoria que impida repetir los crímenes de la dictadura y procure un compromiso con la dignidad humana y la paz.

Más todavía, intenta ayudar en lo posible a combatir el propósito de los sectores oficiales de entonces y cuya vigencia se mantiene hoy casi intacta, de disfrazar o distraer los hechos con términos evocadores como Matanza de Perejil o “corte”, cuando en realidad se trató del asesinato de cientos y cientos de seres humanos, por motivos raciales. Del mismo modo pretende hacer un llamado fraternal a la unión de ambas naciones, al diálogo y la conciliación, pero sobre todo, insiste en la reflexión profunda de los hechos como ocurrieron, para que puedan ser entendidos y comprendidos en su justa dimensión.

Una de las primeras actividades realizadas, a la cual tuve el placer de asistir, consistió en una emotiva celebración eucarística, realizada en la Parroquia de la ciudad de Dajabón, muy cerca de la frontera que divide ambas naciones. En ella se habló de la importancia de la verdad, la hermandad, la solidaridad y la unión de los dos pueblos, sobre la base del respeto y la confraternidad. Posterior a ello, se develizó un mural que intenta resignificar los hechos ocurridos en la dolorosa fecha, desde una mirada de amor y fraternidad. La última parte consistió en una corta caminata hacia una parte de la frontera que hace visible la parte oeste, que corresponde a Haití. Esta actividad ha estado realizándose desde el 2012 por la organización Frontera de Luz, o Border of Lights, en inglés. Los que asistimos entonamos canciones de justicia, verdad y solidaridad, portábamos velas encendidas en las manos. Niños, niñas, viejos, jóvenes, mujeres, hombres, todos caminamos hacia la verja que impide el paso al otro lado. Al llegar a destino, del otro lado del río Masacre, se acercaba una pequeña multitud de haitianos, también con velas.

La imagen resultó hermosa y conmovedora, pues en esa parte de la actividad, que duró quizá algunos cuarenta minutos, era como si las dos naciones se abrazaran a la distancia. Ambos grupos hacíamos uso de altoparlantes, nos escuchamos fuerte y claro; nos aplaudimos y gritamos frases en francés y creole. Hubo quien lloró de emoción, y quien por ella quedó mudo. La gran bóveda negra que era el cielo, la luna decorada con una suerte de arco de color en su contorno, más el discreto ruido del rio que separa ambos suelos, acompañaron esa noche a unos cuantos seres humanos que solo desean reconciliar el pasado y vivir en paz y respeto.

No se trata de fusión, como maliciosamente plantean algunos sectores en Dominicana, cuyo fin es precisamente sembrar tensión, cizaña y mentira en la población. Tampoco tiene que ver con invasión pacífica, conceptos que conceptualmente se contradicen entre sí. Se trata de respetarnos y fraternizar por lo que nos une, aprovechar nuestros recursos y coexistir de la mejor forma posible, respetando las diferencias culturales, costumbres, y sobre todo, atendiendo al ámbito de la Ley. Aunque por supuesto, nunca una que violente derechos y genere segregación, como ha ocurrido con la Sentencia 168-13 que, al aplicarse retroactivamente, terminó afectando la condición de legalidad de cientos y cientos de dominicanos de ascendencia haitiana. Ciudadanos entre los cuáles, sin duda, hay descendientes de sobrevivientes de la Masacre del 37.

Duele decirlo, pero muchas masacres, matanzas, dependiendo de la región donde ocurren, de la población afectada, o del contexto político en el que se realizan, son vistas sin la gravedad y la responsabilidad legal que corresponde, quedan cubiertas por un manto de impunidad y olvido, así como han quedado bajo ese mismo manto miles de crímenes en todas las dictaduras que sembraron terror y muerte en Latinoamérica. Hoy día, pocos dominicanos saben, entienden o comprenden lo que sucedió esos días, cómo afectó el porvenir de las relaciones entre los países. En el peor de los casos, hacer de cuenta que hechos de este tipo nunca sucedieron constituye un riesgo para la salud de las relaciones de ambos países, que por razones obvias, están destinadas a entenderse, acompañarse y procurar el desarrollo mutuo. Si a esto agregamos que Haití es uno de los países más pobres y maltratados del mundo, insistir en la división y el odio representa un acto inhumano y perverso que hay que combatir a toda costa, con diálogo, educación y voluntad política.