El Banco de Venezuela es uno de los grandes «agujeros negros» del país latinoamericano. La institución, que destacó en el pasado por su solidez y transparencia, se ha convertido en una de las instituciones más opacas de la Administración Pública. Una situación que, además de generar una evidente incertidumbre para socios e inversores internacionales, ha repercutido en el desconocimiento de las cifras macroeconómicas, obligando a toda la población a depender de los estudios internacionales (como los elaborados por el Fondo Monetario Internacional) para conocer el estado económico de su nación.

La Constitución de Venezuela estipula, dentro de su artículo 319, que «el Banco Central de Venezuela rendirá informes periódicos sobre el comportamiento de las variables macroeconómicas del país y sobre los demás asuntos que se le soliciten e incluirá los análisis que permitan su evaluación». La normativa ha sido violada flagrantemente desde la máxima entidad bancaria del país, donde la opacidad de los datos se ha implementado como política interna de la organización y sancionando a quienes revelen datos públicos, así como ocurrió hace unos meses con la ministra de Sanidad que ofreció las cifras de las defunciones infantiles.

Las perspectivas, lejos de mejorar, apuntan a un empeoramiento en la gestión del Banco Central. La Asamblea Nacional Constituyente ha nombrado como presidente de la institución a Ramón Lobo, quien se desempeñó como ministro de Economía entre enero y octubre de 2017; es decir, menos de un año en un cargo que no logró reinvertir ningún indicador económico. Al contrario, bajo las ordenanzas de Lobo la situación financiera del país caribeño empeoró considerablemente, lo que ha sido determinante para que, según las estimaciones del FMI, Venezuela sea el único del América Latina con un PIB en negativo (cerca del 3 por ciento), así como con unas perspectivas aún menos favorables para 2018, donde se prevé una caída superior al 7 por ciento.

Es importante recordar que el nombramiento de Lobo se ha conocido durante una semana de fuertes pagos por el servicio de deuda externa de la petrolera estatal Pdvsa, que profundizó las restricciones en la venta de divisas a través del control de cambios y presiona los precios de bienes básicos. A lo que se suman las estimaciones del Fondo Monetario Internacional que, además de indicar la fuerte contracción del PIB prevista para este ejercicio y 2018, advierte de que el Índice de Precios al Consumidor ascenderá por encima del 2.000 por ciento para el próximo año.

Si bien los resultados exigidos frente al Ministerio de Economía no lograron el éxito que se ha esperado, el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, le ha dado una segunda oportunidad de demostrar sus habilidades para revertir la crisis económica que atraviesa el país. En este sentido, Lobo se enfrenta al reto de reflotar una institución marcada por la opacidad, la falta de liquidez y fuerte presión marcada por la destrucción del aparato productivo, la caída en picado del PIB y la inflación más alta de todo el mundo. Sumado a que, por ejemplo, el Banco Central de Chile tomase la decisión de cerrar las vías de financiación, lo que hace más difícil la sostenibilidad financiera del país.

El Banco de Venezuela es uno de los grandes «agujeros negros» del país latinoamericano. En su interior se esconden los argumentos detrás de los impagos internacionales, falta de habilidad de controlar los indicadores macroeconómicos y una nefasta lucha contra la constante devaluación de la moneda. Si se busca una alternativa a la actual crisis, la entidad financiera deberá ser uno de los motores de cambio, empezando por mostrar su verdadero estado y permitiendo que se haga una radiografía a profundidad que determine la hoja de ruta a seguir para salvar la economía nacional.